No se trata del libro de Piero Gleijeses, que analiza la actuación de los servicios de inteligencia de Estados Unidos y de los sectores más reaccionarios de Guatemala para destruir las reformas modernizadoras iniciadas bajo el liderazgo de Jacobo Árbenz, elegido presidente de la república en 1950, quien asumió el cargo en marzo de 1951 hasta 1954, cuando fue derrocado. Había sido uno de los líderes de la llamada revolución cívico-militar de 1944. Esta irrumpió contra las sucesivas dictaduras del país para restaurar la democracia, los derechos civiles y políticos, la eliminación de los monopolios de la Fruit United Company, las distorsiones e insuficiencias estructurales de una economía de enclave primario-exportadora y las condiciones socioeconómicas y culturales muy precarias de las mayorías.
La situación venezolana inspira el sombrío panorama que anuncia el título del presente texto. Empeoran los parámetros de la crisis en los albores de 2022, en especial con el colapso generalizado de servicios públicos esenciales como educación, salud e infraestructura. Persisten la escasez en los suministros de agua, energía eléctrica, combustibles domésticos y de transporte, así como el abandono del mantenimiento de vialidad, teléfonos, planta física de escuelas, universidades, centros hospitalarios y negligencia de los espacios públicos, espacio común que a todos pertenece y afecta. Olvido de la res publica, la “cosa pública”.
A pesar de los intentos individuales o de pequeños grupos multifamiliares por resolver las carencias cotidianas con pozos subterráneos domésticos o plantas eléctricas, se agudizan los efectos que derivan de una sociedad atomizada, sin cohesión social, sin una ética de la responsabilidad, sin reconocimiento del otro como mi prójimo, mi semejante; del “sálvese quien pueda” como motor de sobrevivencia. Aún más lamentable y contrario a los principios democráticos que rigen nuestro ordenamiento jurídico es la ausencia de Estado, que tiene la obligación de proveer a los ciudadanos tales servicios y responder a las legítimas demandas sociales, cada vez más insatisfechas.
La mayor desazón ha sido la muerte reciente de una colega de Mérida, bioanalista y abogada, jubilada como profesora de la Universidad de los Andes, Isbelia Hernández, al igual que su esposo, profesor eminente, Pedro José Salinas, con los títulos académicos más altos y prestigiosos, no solo de Venezuela. Ya van tres casos de profesores que fallecen por falta de medicinas ni tratamiento, que perecen de mengua, porque no tienen recursos económicos suficientes y la dignidad les impide la mendicidad. Abandonados en su retiro después de una carrera profesional honorable, nadie responde por ellos. ¿Acaso no tiene la culpa el Estado, en primerísimo lugar? Ella, encontrada muerta por inanición. Dice la prensa que fue un infarto. Eufemismo piadoso para decir que se le paró el corazón. De hambre. De miedo. De soledad y de indolencia gubernamental. El, deshidratado, en estado de desnutrición severa, fue sacado casi agonizante de su apartamento, donde se encontraba junto a la esposa muerta. Gracias a unos vecinos preocupados de no verlos desde hacía algunos días, las autoridades bomberiles encontraron el macabro testimonio de esta máxima desolación.
El Estado, como afirma un “trino” de José Marín Díaz, tiene la obligación constitucional y legal de garantizar pensiones dignas, así como seguridad social a la tercera edad. No es un favor ni una dádiva. No es verdad que un jubilado tiene que depender de hijos y familiares. Quienes estamos recibiendo montos miserables por nuestra jubilación, somos víctimas del populismo inmediatista de un gobierno que ha propiciado irresponsablemente el derrumbamiento de las instituciones de previsión, pese a haber aportado desde nuestros trabajos lo que nos aseguraría un retiro tranquilo y decoroso. El país, llevado a la ruina en la desbocada codicia usurpadora por mantener el poder, no importa el costo social, económico y cultural. Pervertida la democracia, han envilecido la solidaridad, la compasión, el altruismo, que ya no son virtudes cívicas sino cuotas de control político.
Rota la esperanza. Alumnos engañados, el futuro se disuelve en indigencia moral y falta de luces, sin integridad ni excelencia ni sentido del logro. Profesores, irrespetados y abandonados. Un fraude, la educación. Quedan las palabras de Gabriela Mistral, en “Desolación”:
El viento hace a mi casa su ronda de sollozos
y de alarido, y quiebra, como un cristal, mi grito.
Y en la llanura blanca, de horizonte infinito,
miro morir intensos ocasos dolorosos.