La noche del 13 de septiembre de 1971, Ebrahim Mohammadi piensa cómo hará para alimentar a su familia. Su país, Irán, es rico. Pero él es pobre. Trabaja en los pozos petroleros, pero el efecto derrame de la riqueza no le llega, apenas cobra 50 céntimos de dólar por día. Impotente, intenta olvidar su presente y prende el televisor. Atónito observa la fiesta organizada por su monarca, el sha de Irán. Ve las tiendas de lujo, el desfile de reyes, reinas, presidentes y emires y la imponente mesa de 70 metros de largo. Escucha que servirán 18 toneladas de comida y se descorcharán 2500 botellas de champán. Sabe que la fiesta celebra los 2.500 años del Imperio Persa pero las imágenes televisivas se le mezclan con otras más reales, la de su vecino Jahan, enfermo de lepra y la de Sanaz y Shadi, analfabetos como la mayoría de sus conocidos. Más que orgullo siente furia y hace propias las palabras del ayatolá Jomeini, ese es un “festival del diablo”.
Por infobae.com
Si organizar una boda, un bautismo o un simple cumpleaños puede estresar a más de uno, imagine el lector lo que debe ser armar una celebración de cinco días con 600 invitados que además son los mandatarios más poderosos del mundo. Y todo para celebrar ya no a una persona, sino la creación del imperio. Eso fue lo que se propuso el sha Mohammad Reza Pahlaví cuando decidió festejar los 2500 años del nacimiento del Imperio Persa. El llamado rey de reyes y su tercera esposa, Farah Diba decidieron organizar un megaevento que estaban seguros consolidaría su poder y atraería la admiración del mundo entero. Deseaban “hacer historia”, lo que no intuyeron es que el evento sería el inicio del fin de su historia.
En 1971, Irán era una monarquía constitucional. A diferencia de otros monarcas, su majestad Mohammad Reza no era una figura decorativa sino el líder absoluto de su país. Entre sus poderes estaba la elección del primer ministro, podía disolver el Parlamento, comandaba al ejército, podía declarar guerras o firmar tratados de paz, controlar a la prensa y perseguir opositores. Además de uno de los hombres más ricos del mundo. Su poder y riqueza ya se vislumbró cuando en 1967 fue coronado como Sha de Persia. Sentado en un trono de veintisiete mil piedras preciosas engarzadas en oro besó el Corán. Luego le concedió a su esposa, Farah Diba el título de Shahbanou, emperatriz de Persia, creado especialmente para ella.
Imitando a Napoleón al entronizar a Josefina, el sha le colocó a su esposa una corona con mil quinientos diamantes, treinta y seis esmeraldas y treinta y cuatro rubíes. En las mezquitas los imanes elevaban sus plegarias mientras el sha aseguraba que “llevaré a mi pueblo a ser la nación más avanzada del mundo”.
Para lograr su cometido, Pahlevi contaba con los vastos yacimientos de petróleo de su país y el respaldo de Estados Unidos que precisaba de ese oro negro. Es cierto que para algunos iraníes, su rey solo era un títere de las potencias mundiales. Para memoriosos e historiadores alcanzaba con recordar cómo logró acceder al trono. Tenía 22 años cuando en 1941 los ingleses obligaron a abdicar a su padre por sus simpatías hacia Hitler. “Nosotros lo pusimos, nosotros lo quitamos”, explicó certero pero poco diplomático el entonces primer ministro británico Winston Churchill.
Intentando modernizar su país, el sha y su esposa permitieron el sufragio femenino; prohibieron el uso del velo obligatorio; construyeron centros comerciales; crearon grandes infraestructuras en Teherán e invirtieron miles de millones de dólares en armamento. Aunque muchas medidas eran progresistas, el modo de implementarlas era terrorífico. La Savak, el servicio parapolicial, organizado por la CIA de Estados Unidos, secuestraba, torturaba y asesinaba a los opositores.
Aunque el país era rico, la mayoría de los iraníes, sobre todo en el interior rural, eran pobres. Fue en este contexto de miedo y desencanto que al sha se le ocurrió organizar su megaevento para celebrar la fundación de Persépolis, la antigua capital del imperio persa.
Para la fiesta se destinaron 300 millones de dólares. “En el entorno de las ruinas arqueológicas de Persépolis, la antigua capital de Persia, se construyó una ciudadela con suntuosos toldos hechos con 37 kilómetros de seda para hospedar a más de 60 reyes, reinas, presidentes, jefes de Estado y líderes internacionales invitados”, rememora un informe de la BBC.
Para poder recibir a los 600 invitados que llegaron en jets y aviones privados se construyó un aeropuerto y una nueva autopista de mil kilómetros que lo conectó con Teherán.
La lista de invitados todavía asombra por variedad, cantidad y calidad. Estaban presentes casi todas las monarquías europeas como el rey Balduino de Bélgica y su esposa; los soberanos Federico e Ingrid de Dinamarca, Constantino y Ana María de Grecia, el rey Hussein y la princesa Muna de Jordania, Olaf V de Noruega, Rainiero de Mónaco y Grace Kelly y Juan Carlos de Borbón y Sofía de Grecia y los presidentes de Bulgaria, Brasil, Senegal y Zaire, el vicepresidente de EEUU, Spiro Agnew, la reina consorte de Nepal, Ratna Rajya Lakshmi Devi Shah. Entre los invitados estaba la primera dama de Filipinas, la polémica Imelda Marcos, el hombre fuerte de la entonces Yugoslavia, el mariscal Tito y su esposa, así como con su homólogo de Rumanía, Nicolás Ceau?escu. Dicen que la gran pesadilla de los diplomáticos iraníes no fue confeccionar la lista de invitados sino de orden de saludos. No solo por la cantidad de personas que debían saludar al sha -600- también porque entre egos y cargos todos deseaban/exigían los primeros puestos.
Mención especial merece la reina Isabel de Inglaterra, una de las pocas que decidió faltar. Los asesores le dijeron que no aseguraban su seguridad ni comodidad, pero el argumento que la convenció fue que el evento era… vulgar. Su esposo, Felipe de Edimburgo sí fue de la partida. Teniendo en cuenta el temperamento festivo del duque cómo se la iba a perder.
Los invitados se alojaron en lo que se consideró un “camping de lujo”. Se los ubicó en carpas. No imagine el lector el típico toldito amarrado con estacas de los campamentos escolares sino megatiendas con varias habitaciones, salas de estar, estudios, baños de mármol y todos los lujos posibles.
En la primera jornada el soberano y Farah rindieron homenaje a Ciro II El grande en su mausoleo de Pasargada, un edificio fúnebre inspirado en el arte griego de Asia Menor. Como señala la revista Vanity Fair “El monarca iraní encontró en los grandes homenajes la manera de esconder su personalidad, una mezcla de timidez, visiones religiosas, complejo de inferioridad derivada de su pequeña estatura y falta de voluntad”.
“Ciro, estamos aquí, delante de tu vivienda eterna, para decirte solemnemente: duerme en paz para siempre, porque nosotros permanecemos en guardia y seguiremos estándolo para vigilar tu gloriosa herencia”, fue la promesa megalómana que Mohammad le hizo al magnánimo conquistador al que pretendía emular.
Aunque el objetivo era celebrar la cultura persa, aparentemente la deliciosa cocina árabe no estaba incluida. Los servicios de catering los ofreció Maxim’s, que cerró en París durante dos semanas para dar de comer en medio del desierto persa a los mandatarios de medio mundo -literalmente-. Se importaron 18 toneladas de comida incluyendo 2.700 kilos de carne de res, y 1.000 kilos de caviar. Con la excepción de este último, todo, hasta el perejil, fue importado de Francia.
En el menú no había esas exquisiteces árabes con sus exóticas y atractivas presentaciones como falafel, tabule o kipe sino un menú bien occidental. Se ofrecieron huevos de codorniz con perlas de trufa, mousse de cangrejo de río, lomo de cordero relleno, pavo real a la imperial y turbante de higos. Para beber se descorcharon 2.500 botellas de champán de 1911, 1.000 de vino de Burdeos (incluyendo un Château Lafite Rothschild reserva de 1945) y otras tantas de Borgoña. Sin embargo, hubo problemas con el café moka encargado y tuvieron que recurrir a una marca popular, pero ningún invitado se quejó.
Los banquetes se sirvieron en una gran carpa de 68 metros por 28 metros, con una fuente de la cual irradiaban cinco avenidas con 15 mil árboles importados de Versalles, Francia. Para crear un ambiente de paz y armonía, no se contrataron los servicios de un dj ni de una orquesta en vivo. A alguien se le ocurrió la idea importar miles de aves cantoras. Lamentablemente no se tuvo en cuenta las temperaturas extremas del desierto: 40º C en el día, casi 0º en la noche y la mayoría no sobrevivieron.
Mientras los invitados disfrutaban, desde su exilio en París el ayatolá Jomeini le ponía palabras a la furia de muchos: “Que todo el mundo sepa que estas celebraciones no tienen nada que ver con el noble, musulmán pueblo de Irán. Todos aquellos que participan son traidores del islam y del pueblo iraní”. En varias ciudades del planeta hubo manifestaciones de enojo, pero sin dudas la más violenta ocurrió en el consulado de iraní de California donde estalló un artefacto explosivo causando daños pero no víctimas.
La fiesta pensada para enaltecer la cultura persa y afianzar la figura mundial del sha resultó el comienzo de su fin. Las protestas comenzaron a ser cada día más fuertes y Jomeini aumentó su poder e influencia. En 1979 se desató la revolución islámica. El 1ro de febrero Jomeini regresó del exilio y la familia real comenzó su propio peregrinar. Un año y medio después, el 27 de julio de 1980 en El Cairo, Egipto, Mohammad Reza Pahlevi fallecía de cáncer. Un hombre con dinero y poder suficientes como para organizar el mayor banquete de la historia y sin embargo no logró llevarle el pan a su gente.