La foto se hizo bronce. Es uno de los monumentos más destacados, y más visitados, de Washington: un símbolo de la lucha de Estados Unidos contra Japón, en el Pacífico, durante la Segunda Guerra. Foto y bronce recuerdan el instante en el que la bandera de Estados Unidos fue enclavada en la altura del monte Suribachi, en la isla de Iwo Jima y durante una de las batallas más sangrientas, si no la más sangrienta, de aquella contienda contra el imperio japonés.
Por infobae.com
Foto y bronce estuvieron a punto de no ser, porque la foto estuvo a punto de no ser tomada por el fotógrafo de Associated Press, Joe Rosenthal, que terminaría por ganar un premio Pulitzer por disparar su cámara en el momento exacto, poco después de las diez de la mañana del 23 de febrero de 1945, hace setenta y siete años.
El momento exacto de Rosenthal muestra a seis infantes de marina en el momento de emplazar la bandera en el suelo volcánico del monte, el único punto alto de una isla árida y desértica, sin agua, sin vegetación, un despojo en medio del Pacífico. Todo, isla, batalla y bandera, tiene una historia singular. Por ejemplo, la bandera de la foto y el monumento no es la original. Hubo otra antes, reemplazada el mismo día por la que luego fue famosa. Y el instante, que simboliza de alguna forma la victoria, no simbolizaba nada: la victoria americana sobre los defensores estaba lejos de lograrse.
Y la isla, que era un punto perdido en el océano, no tenía nada, es verdad, salvo un aeródromo, ni siquiera un aeropuerto. Y estaba a mitad de camino entre las islas Marianas y Japón. Ese pedazo de tierra con forma de pera y un solo punto alto, se convirtió en un enclave estratégico fundamental para Estados Unidos y también para Japón, decidido a defenerlo. Por eso se dio allí la batalla más sangrienta de la guerra en el Pacífico.A mediados de 1944, cuando la guerra en Europa ya se había inclinado del lado de los aliados, Estados Unidos, que ya corría rumbo a Tokio, había conquistado ya las Islas Marianas, a unos dos mil quinientos kilómetros de la capital del imperio japonés. La idea era bombardear la ciudad y regresar a salvo. Los fantásticos bombarderos B-29, llamados “fortalezas volantes”, podían hacer el camino de ida y vuelta, el de ida cargados de bombas, sin reabastecerse. Llegaban justo, eso sí. Y si había en medio alguna avería, el peligro era mayor. Los B-29 podían amerizar. Pero los soldados americanos tenían terror de caer en el Pacífico a merced de los buques japoneses y, sobre todo, de los tiburones. Los vuelos rumbo a Tokio empezaron el 29 de noviembre de 1944 y causaron estragos en la capital del imperio, con casas construidas en su mayor parte con madera y papel..
Estados Unidos enfrentaba un pequeño drama, no tan pequeño. Los aviones P-51 Mustang, una joya de la fuerza aérea, tenían sólo tres mil kilómetros de autonomía: no podían escoltar a las fortalezas volantes hasta Tokio y regresar. De modo que cuando los B-29, en su viaje de ida, pasaban por la isla de Iwo Jima, un punto insignificante en el medio del océano, el radar japonés los detectaba, avisaba a Tokio; y cuando los bombarderos llegaban al espacio aéreo japonés, sin escolta, los recibía un intenso fuego antiaéreo.
La solución era conquistar Iwo Jima, que estaba a mitad de camino entre las islas Marianas y Japón. Conquistar la isla, casi un peñasco pelado con un monte volcánico de ciento setenta metros de altura en el extremo sudoeste, iba a permitir escalas técnicas y reabastecimiento de los B-29 y los P-51 y, en especial, habilitaría a los aviones caza a escoltar a los B-29 en su largo viaje a Tokio. Lo único que importaba de la isla eran sus pistas de aterrizaje. El resto era terreno volcánico, cerros, montículos de roca, barrancos, grietas, gargantas, desfiladeros, arenas de lava y suelo agrietado que dejaba escapar vapores sulfurosos nauseabundos. Iwo Jima significa en japonés “Isla de azufre”.
Perdida en el océano, insignificante y hostil, la isla se había convertido en un punto estratégico vital para los americanos. Y también para los japoneses, que decidieron defenderla con todo lo que tenían, con la idea de provocar la mayor cantidad de bajas al enemigo. Japón designó a un gran estratega para defender la isla. Era el general Tadamichi Kuribayashi, que evacuó a los mil civiles que vivían allí, dedicados a refinar azufre, reforzó la guarnición con veintiún mil soldados armados con pistolas, fusiles, granadas de mano y ametralladoras, ordenó excavar un laberinto de túneles subterráneos, cuevas y cavernas, todas conectadas, con epicentro en el monte Suribachi, abandonó el tradicional esquema defensivo japonés de trincheras en las playas de desembarco y lo cambió por la densa trama de túneles, y dijo a sus hombres que ninguno iba a regresar vivo al suelo patrio, que vendieran muy caras sus vidas.
Los americanos designaron al general Holland Smith para que conquistara Iwo Jima. Reunieron una flota de quinientos buques, entre ellos doce portaaviones y ocho acorazados, y una fuerza expedicionaria de doscientos cincuenta mil hombres, de los que setenta mil eran “marines” integrantes de tres divisiones, todos veteranos del Pacífico. A partir del 16 de febrero de 1945, se lanzó un gigantesco bombardeo naval, con obuses de quinientos kilos; el 19, lanchas lanza cohetes se acercaron a la playa y destruyeron los primeros cientos de metros a lo largo de la costa. El jefe fe la flota del Pacífico, almirante Chester Nimitz, dijo luego: “Antes de Iwo Jima, ninguna otra isla había recibido semejante bombardeo preliminar”.
A las nueve de la mañana de ese 19 de febrero, los primeros infantes de marina desembarcaron en la isla. Nadie los atacó. O el bombardeo había sido devastador, o lo peor estaba por pasar. Lo peor pasaba en ese instante: los marines se toparon con que el acceso a la isla eran terrazas de ceniza blanda, con pendientes de hasta cuatro metros de altura, un terreno en el que se hundían las botas de los marines. que además resbalaban, arrastrados por el peso de los equipos, cuando intentaban trepar las laderas volcánicas; mientras, los tanques M4 Sherman avanzaban a paso de hombre. Total, que a las dos horas del desembarco, la playa, Red Beach – Playa Roja, era un atasco de tropas, vehículos, artillería y de cajas de municiones. Entonces atacó la artillería japonesa. El avance estadounidense se detuvo y se suspendieron nuevos desembarcos.
Un contingente de marines pudo avanzar, pese a todo y en media hora, los novecientos metros que separaban a la playa del desembarco del monte Suribachi, objetivo principal de la invasión, junto a las pistas de aterrizaje. Sufrieron muchas bajas porque, cuando creían que un terreno estaba despejado y avanzaban, de los túneles a retaguardia salían tropas japonesas que los baleaban.
Con un grupo de tanques, llegaron hasta la meseta del Suribachi, defendido por una guarnición de dos mil japoneses, conectados con el resto de los túneles de la isla. Al medio día, el monte y el aeropuerto situado más al sur, eran los principales escenarios de lucha en la que los invasores avanzaban casi a un metro por hora. Recién al día siguiente, 20 de febrero, se reanudaron los desembarcos y el fuego naval ayudó a consolidar en parte las posiciones americanas el pie del monte. El 21, los marines se lanzaron a conquistar la altura con morteros y granadas y el uso constante del lanzallamas para hacer salir de sus túneles a los japoneses. Fue una batalla sangrienta que se paralizó por la lluvia el 22 y, ya con buen tiempo, el 23 los marines lograron escalar el Suribachi, eliminar a la guarnición japonesa y establecer un precario dominio sobre la isla. La batalla no estaba terminada, ni mucho menos, sólo había terminado en el monte Suribachi.
En la cumbre, uno de los marines sacó de su mochila una pequeña bandera. El sargento Lou Lowery, tenía a su cargo documentar la batalla con su cámara y escuchó que alguien proponía buscar un mástil para enarbolar la bandera en la cumbre. Hallaron un pedazo de cañería de agua, agujereado por una bala, ataron la bandera y se dispusieron a clavarla en lo alto. Integraban el grupo el teniente Harold Schrier, los sargentos Hank Hansen y Ernest “Boot” Thomas, el soldado Louis Charlo y el cabo Jim Michels.
Lowery los hizo posar para su cámara. Tomó varias fotos y, con el espíritu de todo profesional, les pidió esperar un par de minutos: tenía que cambiar el rollo: “Apuráte que somos blanco fácil para los japoneses”, le dijo el soldado Charles Lindberg. Lowery cambió el rollo y tomó la foto, famosa como la de “la primera bandera de Iwo Jima”, que muestra a Hansen, Thomas y Schrier que rodean y sostienen el mástil, a Lindberg y Charlo que miran un par de pasos de distancia y a Michels que monta guardia, fusil en mano. Cuando desde mar y desde la playa vieron la bandera, estalló un júbilo tremendo, como si la isla hubiese sido conquistada. Entonces, todo cambió en pocos minutos.
En el cuartel americano de la playa, el coronel Chandler Johnson pensó que la bandera era muy chica. Consiguió una mucho más grande, se la dio al cabo René Gagnon y lo mandó al Suribachi con una orden: “Cuando llegues arriba, decíle al teniente Schrier que ponga esta bandera y que me traiga la que acaba de izar a mí”. Era un pedazo de historia que Johnson quería conservar. Eso hizo Gagnon cuando llegó a la cima del Suribachi, al medio día del 23 de febrero. Le pasó la bandera a Schrier con un mensaje de Johnson: “El coronel quiere esta bandera más grande al tope, para que cada hijo de puta en esta isla apestosa pueda verla”.
Lowery entonces, con su documento histórico en el interior de su cámara, empezó a bajar el monte. En el camino se topó con el fotógrafo Rosenthal, que subía junto a otros dos fotógrafos de la marina, que portaban cámaras de cine: Bob Campbell y Bill Genaust. Todos buscaban retratar y filmar el izamiento de la bandera que Lowery ya había fotografiado.
Cuando Lowery dijo a sus colegas que lo que buscaban ya había sucedido, Rosenthal estuvo a punto de perderse su lugarcito en la historia: quiso bajar del Suribachi y buscar otras escenas. Lowery lo convenció de lo contrario: “Tenés una buena panorámica de la isla”, le dijo. Así que los tres siguieron monte arriba, para encontrarse de pronto con que una nueva bandera iba a ser enclavada en la cumbre por seis marines: era una bandera más grande, más colorida, acaso más emblemática. Todo ocurrió en cuestión de segundos, algo deben haber percibido los tres fotógrafos porque Campbell y Genaust empezaron a filmar, sus cámaras cargadas con la novedad del siglo: película color. Y Rosenthal preparó su cámara, velocidad 1/400 y diafragma entre 8 y 16.
Los tres hombres de la cámara se preguntaron en voz alta si se tapaban, si interferían en la escena, mientras los seis marines se lanzaban con el mástil en la mano a clavar la bandera en la cima del Suribachi. Los marines eran Ira Hayes, un indio pima que había nacido en una reserva de Arizona, el oficial médico John Bradley y los soldados Franklin Sousley, Harlon Block, Mike Strank y René Gagnon, que había llevado la bandera grande por orden del coronel Johnson.
Rosenthal vio que los marines formaban un grupo detrás de Harlon, que se había agachado para orientar la punta del mástil en la tierra, Bradley lo sostenía en el centro del grupo, Hayes apenas alcanzaba a rozarlo, al final de la fila, la bandera agitada por el fuerte viento de Iwo Jima. Hubo algo de ballet en la escena que hizo que Rosenthal apretara el disparador de su cámara.
Es la foto que se hizo historia y monumento.
De los seis marines de Iwo Jima, sólo sobrevivieron tres: Strank y Block murieron el 1 de marzo con horas de diferencia y en el mismo sitio, de hecho Block había reemplazado a Strank tras su muerte, por el fuego japonés. Sousley murió el 21 de marzo por el disparo de un francotirador.
La foto de Rosenthal causó tal revuelo en Washington que, a la manera de Salven al soldado Ryan, de Steven Spielberg, el presidente Franklin Roosevelt ordenó que Hayes, Bradley y Gagnon fueran enviados a Estados Unidos: los tres recorrieron el país, aclamados como héroes y vendieron miles de dólares en bonos de guerra.
Rosenthal, que ganó el Pulitzer por aquella foto extraordinaria, pasó el resto de su vida explicando que no había hecho posar a los marines, que la suya no era una foto armada. Era un tipo centrado y modesto que repetía: “Sí, yo tomé la foto, pero los marines tomaron Iwo Jima”. Murió en noviembre de 2006.
La imagen de la bandera, usada como elemento de propaganda, sirvió para presentar una victoria que todavía no se había consumado: sirvió al Departamento de Defensa y a las fuerzas armadas para acallar las críticas que sostenían que la guerra contra Japón se había cobraba ya demasiadas víctimas americanas.
La batalla por Iwo Jima siguió hasta la noche del 25 de marzo, un mes y dos días después de la bandera en el Suribachi. Esa noche, el general Kuribayashi y doscientos soldados se lanzaron en una “carga banzai” contra las fuerzas americanas, cerca del segundo de los campos de aviación, en el norte de la isla. Hubo luchas cuerpo a cuerpo entre marines y japoneses. Se supone que todos los japoneses murieron, incluido Kuribayashi, aunque su cuerpo jamás fue hallado. Los estadounidenses perdieron cien hombres y tuvieron doscientos heridos. Al día siguiente, el alto mando americano declaró que la isla de Iwo Jima estaba bajo el control definitivo de sus fuerzas.
Después de treinta y cuatro días de batalla, Estados Unidos sufrió en Iwo Jima 24.480 bajas: 4.197 muertos, 1.401 muertos más en los centros de asistencia, 19.188 heridos y 418 desaparecidos. De los 20.703 soldados japoneses al mando de Kuribayashi, sólo fueron hechos prisioneros 216.