Atrás, en la última fila del salón y en el último rincón de un aula pequeña en donde se agrupan 35 niños y niñas de la escuela Horacio Botero Suescún del barrio Belén Los Alpes, se encuentra Sofía. Es una niña venezolana que no ha entendido aún por qué salió de su país, ni tampoco comprendía por qué sus compañeros empezaron a burlarse de ella por su acento y vocabulario diferente, como si hablara otro idioma.
Por Luis Hernando Mejía Mejía / Alcaldía de Medellín
Para esta niña de sonrisa tímida, ojos negros, tez morena y 1.54 de estatura, los dos últimos años no han sido fáciles: primero por su desplazamiento desde Mérida a un lugar desconocido; segundo por la pandemia, que la obligó a estudiar desde casa en precarias situaciones y; tercero porque cuando pensó que todo era más sencillo por el retorno a la presencialidad, sus compañeros empezaron a hacerle bullying por el solo hecho de venir de otro país.
El recreo, que era un momento de descanso, se convirtió en un tormento. Sus “amigos” le gritaban chamita, en un tono burlesco, con miradas como si fueran un puñado de ofensas que no la dejaban estar tranquila.
Quería irse de la escuela. No volver. Se sentía “bolsa” (término venezolano que significa tonta), y no quería estar allí, quería escapar, pero sus padres la “obligaban” a ir a clases porque no se podía quedar en casa sin hacer nada.
Un día no aguantó más y con lágrimas le contó su situación a Ana María, otra niña del salón elegida representante del grupo. No sabía qué hacer y sólo encontró refugio en su compañera quien, sin dudar, le aconsejó contarle todo a la maestra.
Sintió pena y angustia, y más cuando su profesora, una mujer de 40 años con mirada fría, cuerpo robusto, pero con voz cariñosa, le dijo: “Eso lo podemos arreglar, hablaremos con tus padres y tomaremos medidas al respecto”.
Su padre, Emiliano, y su madre, Rosalba, asistieron a una reunión citada por el colegio. Sofía no sabía qué decir ni tampoco entendía por qué la psicóloga, Juliana Parra, una jovencita con cara tierna y un amor que brotaba por todos sus poros, les hablaba de autoestima, de amor, de entenderse y de apoyar. Lo que sí comprendió es que ella era muy valiosa, que iba a enfrentar el reto y valorarse como una niña de su edad.
Para la “chamita”, a quien antes le daba vergüenza que la llamaran así y que ahora recibía esa palabra como una manera de recordar a su tierra, las miradas burlonas se convirtieron en sonrisas cómplices y sus compañeros “odiosos” ahora eran amigos con quien se divertía en los recreos.
Ya, el patio de la escuela Horacio Suescún no es ese lugar oscuro y de burlas, sino que es un sitio para compartir la lonchera, contarse anécdotas y jugar con sus compañeros.
Ahora, Sofía, quien no tiró la toalla y participa de los zaperocos y goza un puyero con sus carajitos y chamos, entendió que la escuela le ofrece las garantías y que ella, por sus propios méritos, tiene chance para prepararse para el futuro.