Las calles estaban colmadas. Sobre las mesas de los bares, en todas las plazas, trascendiendo los balcones pobres y desnudos desde donde solo se advertían sonrisas y emoción, la gente festejaba. Autos, motocicletas y aún los ómnibus del transporte público ofrecían un ensordecedor estampido en el espacio napolitano.
Por Infobae
“Oh mamma, mamma, oh mamma, mamma, mamma/¿Sai per che, me batte il corazón?/Ho visto a Maradona, ho visto a Maradona,/ho visto a Maradona,/e innamorato son”
Y efectivamente, los napolitanos estaban “enamorados” y el corazón les latía. El canto era el canto de todos.
Aquella ciudad donde cada mañana cuatro millones de personas se despiertan desafiando su destino desigual, este domingo 10 de mayo de 1987 les resultaba diferente. Los unía la magia de Diego y el milagro tantas veces pedido a San Genaro de un “scudetto”. Una vuelta olímpica que los pusiera en la historia para formar parte de la poderosa lista exclusiva de los del Norte: Juventus, Inter, Milan… Aunque sea “una vez en la vida”.
Me permitiré recurrir a una parte de la crónica que escribiera en oportunidad de ser el Enviado Especial de El Gráfico a tan importante evento.
“(…) El pueblo napolitano es creyente pero tremendista. Y fundamentalmente, supersticioso. Nunca las iglesias se vieron tan colmadas como en los últimos tres días. Pero, a la vez, el clima fue creciendo de a poco. Un rayo fatal se oponía a la explosión previa pero, paulatinamente, se fueron soltando. Primero algunos balcones, después algunos frentes, después algunas calles”.
“El sábado, el pueblo napolitano le había ganado al tremendismo y todo estaba teñido con los colores de su escuadra. Es más: los números de la quiniela respaldaron la unánime idea de que no se podía fallar. El viernes salió el 47 que aquí significa “Il scudetto” (El campeonato) y el sábado salió el 11 que representa a Dios (Maradona, el Dios del fútbol). Esto les costó a los capitalistas una pérdida de once millones de dólares. Pero está visto que aquí todo es posible (…) Sin el fantasma de la fatalidad y habiéndole ganado a la costumbre de no anticiparse, los tifosi del Napoli no dudaron que habrían de asistir al día más glorioso de su historia: el día del scudetto”.
“La certeza absoluta la tuvieron a la media hora. Tras el gol de Carnevale, después de una fantástica pared con Giordano poniéndole brillante fin a una jugada iniciada por Maradona. Un minuto después de aquel éxtasis, el cartel anunció el gol de Atalanta contra el Inter. Esto significaba que aun perdiendo, el Napoli era campeón. Y una tarantela cantada por 90.000 gargantas vibrantes así lo remarcaban. “Campioni, campioni, campioni”. El grito contenido durante sesenta años sonaba como una plegaria”.
“Un hombre genial y motivado se sobreponía a su limitación física y a su cansancio para conducir a todo un equipo. Ese era Maradona. Enfrente, otro argentino, Ramón Díaz, también nos enorgullecía. El peligro para el Napoli sólo pasaba por él. Lo bajaban como podían y tras un foul de Renica al Pelado, vino el empate. Baggio remató el tiro libre en la puerta del área al palo del grandote Garella. El 1-1 enfrió sin preocupar. Eso sí, escuchando el marcador de Atalanta-Inter”.
“El segundo tiempo fue aburrido. Con el empate el Napoli era campeón y el Fiorentina se salvaba del descenso alcanzando los 24 puntos que lo alejaban definitivamente del Brescia, Empoli, Ascoli y Atalanta, de donde saldrá el segundo descendido junto al Udinese. Los 22 jugadores y hasta el árbitro sólo querían que se llegara al minuto noventa. Y si no, que lo diga Gentile, líbero de Fiorentina, que se la pasaba a su arquero Landucci de cincuenta metros o el propio Renica que, menos exageradamente, hacía lo mismo”.
“Cuando Pairetto, tras un lateral, pidió el balón y marcó el final, ciento veinte hombres, entre policías y carabinieri, se apostaron en los costados del campo. La invasión tan temida no se produjo. Todo lo contrario: los 86 chicos y 109 fotógrafos se mezclaron con una veintena de dirigentes y los jugadores pudieron abrazarse, acercarse a las tribunas para ofrecerle flores y comenzar la vuelta olímpica en dos grupos: uno, encabezado por Garella y Bruscolotti, arrancó por la curva A hacia el palco de honor. Y el otro, liderado por Diego, inició del otro lado hacia el mismo objetivo. Ambos grupos habrían de converger hacia un punto común para unirse y regresar hacia el medio del campo. Allí una enorme bandera italiana los esperaba como símbolo sublime de lo conseguido”.
“De las cuatro tribunas surgió un último suspiro. Un unánime suspiro que nos sacudió el alma. “Diego, Diego, Diego”. Gritaba solamente eso. Simplemente eso: su nombre”.
“La ciudad continúa su festejo. Música y estruendo se confunden en un carnaval sin límites. “Diego, Diego, Diego” repica en los oídos y en el alma. Es un pibe de Fiorito, un muchacho de La Paternal, el hijo de la familia que vive en Devoto. Un orgullo argentino. Un conmovedor orgullo argentino”.
“El árbitro da la pitada final. El estadio explota. Él pega un salto. Abre los brazos. Y corre, corre…. Un muchacho con jean y campera azul deportiva viene hacia él encabezando una maratón desenfrenada. Les gana a todos. Es el hombre a quien él quiere abrazar antes que a nadie. Es su hermano Hugo Hernán, el Turco, y detrás de él, y confundido entre la treintena de festejantes locos, su otro hermano, Lalo. Se abrazan los tres, se besan larga y emocionadamente. Y nadie puede desanudarlos. Allí está el Maradona hombre, el sanguíneo, el cálido y fraternal Diego, más allá del jugador. El Maradona que se siente. Acaba de obtener un nuevo título: campeón italiano con el Napoli, un club que jamás lo había conseguido en sesenta años de historia”.
“Este es el hombre que emociona desde la tribuna, el que se seduce con su magia, el marcador de épocas, tal vez uno de los diez hombres más famosos del mundo…”.
Regreso al hoy. Y a mis recuerdos. La policía, con dos motociclistas entrenados en abrir el paso entre la gente nos llevó hasta la casa de Via Capece 5, el domicilio de los Maradona.
Nuestro fotógrafo y amigo Ricardo Alfieri (h), se quedó en el estadio San Paolo para despachar sus fotos hacia El Gráfico, desde una oficina de la A.P. Diego le puso dos custodios “doble ancho” metidos en negros trajes para que una vez finalizada la transmisión que requería de mucho tiempo lo llevaran al lugar del festejo. Se trataba de un punto geográfico desconocido, sin domicilio, ni referencias. Un castillo a 50 kilómetros de Nápoles.
Fue uno de los momentos mas felices de la familia. Pletóricos, bajo un estado emocional de llantos y abrazos, Claudia y su bebé Dalmita, Don Diego y Doña Tota, Coco Villafañe y su esposa, sus hermanos Lalo, el Turco, Mary y su marido Gabriel ” La Morsa” Espósito, agradecían a Dios ser actores de la máxima plenitud a que una familia, por entonces unida, podría aspirar. Nadie en el mundo podría ser más feliz. Y aquellos primeros brindis fueron con lágrimas descendentes e incontenibles.
Antes de la medianoche, mientras el carnaval sostenía su apogeo en las calles y en las casas, llegamos a un pueblito cercano a Nápoles llamado Pola. Allí se haría la celebración con Diego, su familia y sus amigos. Todo lo había arreglado Guillermo Coppola con el dueño de casa desde mucho tiempo antes. Bruno Passarelli, corresponsal de El Gráfico en Italia, –exquisito escritor y periodista-, Ricardo Alfieri y yo, seríamos los únicos miembros de la prensa invitados.
Dejamos Nápoles y su interminable loco festejo. A través de un camino sinuoso, oscuro y silencioso, entramos a un pueblo quieto. El cálculo sobre la distancia según el tiempo nos alejaba no más de 60 kilómetros desde la casa de Diego.
Nuestro auto era el cuarto en arribar. Ya estaban dentro los invitados y la familia Maradona. Don Diego y Coco Villafañe se habían adelantado como una hora. Estacionamos en una calle sin pulso. Se veía solo un enorme castillo a nuestra derecha. Una manzana, casi. Y largos muros de más de treinta metros revestidos con ladrillos pequeños que bien podrían ser de un estilo normando.
Sobre la estructura, en los simétricos huecos de la parte más alta, tres hombres con escopetas en posición de tiro vigilaban nuestro ingreso al castillo. Eran los custodios del dueño de casa.
Nos recibieron Don Diego y Coco Villafañe, los asadores voluntarios del festejo, al tiempo que una discreta guardia confundida entre los invitados mantenía su mirada sobre cada uno de nosotros.
Cuando llegó Ricardito Alfieri, le advirtieron con una sonrisa: “Bienvenido querido amigo… Verá, aquí fotos no. O sea, nosotros le diremos cuándo podrá hacerlo. Y solo a la familia Maradona y en lo posible sobre un lugar cualquiera, no identificable. Ah, por favor, ninguna foto, ninguna eh, al señor Beppo”. Obviamente, el señor Beppo, era el anfitrión de tamaña celebración.
Don Beppo estaba sentado en la cabecera de la mesa. Lo rodeaba su familia, hijos, nietos, sobrinos. Y Coppola, seguramente conforme con el acuerdo de haberle llevado nada menos que al héroe de Napoli.
Mientras los niños correteaban y la pequeña orquesta ofrecía tarantelas y canciones con algún tango lastimado, Don Beppo brindaba con otros “Don Beppos” de la región por tal demostración de poder. Todo el pueblo estaba en las calles, toda la ciudad vivía su más fantástica convulsión y Don Beppo, tenía en su castillo al capitán del equipo, al mejor jugador del Mundo, a quien le había dado el primer Scudetto al Sur y a quien protegió y habría de proteger mientras viviera en Italia pues Don Beppo no era otra cosa que el más “ilustre” capo Camorra de Nápoles. Y como tal tenía acuerdos “regionales” con la Mafia Siciliana y la ‘Ndrangheta Calabresa.
El acuerdo de Guillermo Coppola quedaba sellado: él le llevó a Diego y éste ya “tenía protección”.
Al momento de cortar la torta gigante de casi un metro con los colores del Napoli y la imagen de Diego convertido en gracioso adorno, Don Beppo fue hasta la mesa, tomó el cuchillo y penetró la masa. En medio del jolgorio, Diego subió a la mesa e invitó al capo a que lo acompañara a bailar. Todos bailamos. Y cuando Alfieri quiso inmortalizar tan grato momento con una foto, dos gigantes cayeron sobre él: “La foto su il padrone non é possibile signore, prego…”. O sea, a Don Beppo, tal como nos habían dicho, no se lo podía registrar fotográficamente, ni aun con Diego.
Todo ha cambiado. Es una inexorable atribución del tiempo. Sin embargo algo permanece inalterable: la devoción que los napolitanos sienten por Diego Armando Maradona. Aun de aquellos que no habían nacido pero que sienten el orgullo de saber que Diego es parte de su identidad napolitana.