El 8 de septiembre de 1999, Boris Yeltsin tomó el teléfono para hacerle una llamada especial al presidente de los Estados Unidos, Bill Clinton, con quien, para sorpresa de un mundo aún fijado en la Guerra Fría, había logrado una relación cálida, relajada. El presidente ruso quería hablarle al norteamericano de su flamante primer ministro, un hombre desconocido fuera de Rusia y también poco conocido en su país, a quien había nombrado semanas atrás. Le dijo que en pocos días iba a conocerlo y le dijo algunas cosas más:
Por infobae.com
“Me gustaría hablarte brevemente sobre él para que sepas qué tipo de hombre es. Me tomó mucho tiempo pensar quién podría ser el próximo presidente ruso en el año 2000. Desafortunadamente, en ese momento no pude encontrar ningún candidato idóneo. Finalmente, me crucé con él, es decir, con Putin, y al investigar su biografía, sus intereses, sus conocidos, descubrí que es un hombre sólido que se mantiene muy informado de diversos temas bajo su competencia. Al mismo tiempo, es detallista, fuerte y muy sociable. Y puede tener buenas relaciones y contacto con facilidad con quienes son sus socios. Estoy seguro de que encontrarás en él un socio altamente calificado”.
Vladimir Putin había asumido apenas un año antes como jefe de los servicios de inteligencia rusos (FSB) y meses después había conseguido el cargo de secretario del poderoso Consejo de Seguridad. Yeltsin tenía en mente planes superadores para su delfín: era sabido que quien fuera ungido premier sería el candidato para las siguientes elecciones. Así, dos meses después de aquel llamado de presentación, Yeltsin se encontró con Clinton en Estambul y le confirmó sus planes. Tanto el llamado telefónico como la conversación que mantuvieron en Turquía se conocieron recién en el año 2018, a partir de la desclasificación de documentos que hizo la Biblioteca presidencial Clinton de Little Rock, Arkansas.
“Putin, por supuesto. Él será el sucesor de Boris Yeltsin. Es un demócrata y conoce Occidente”, le dijo el ruso al norteamericano, hablando de sí mismo en tercera persona al mejor estilo Maradona. Enfermo, alcohólico, con varias intervenciones cardíacas y un triple by-pass que lo habían convertido en un anciano decrépito y voluble, Yeltsin conducía su segundo gobierno, que corría sin rumbo, con un país sumido en el colapso económico y presa de los bajos precios de las commodities; más un 84% de inflación y, desde agosto de 1998, en default con los organismos internacionales. Todo esto en el reino de la corrupción y con la mafia al timón. La propia familia Yeltsin (“la familia”, como se la conocía a tono con la retórica mafiosa) estaba involucrada en los negocios más turbios, con la hija del presidente, Tatiana Dyachenko, en el centro de las críticas. Yeltsin renunció finalmente en vísperas de Año Nuevo y su inesperado heredero quedó a cargo del gobierno.
No se lo conocía, no había referencias, pero había expectativas luego de que los rusos padecieran la humillación de que el mundo entero los viera de rodillas. “No es raro que los humanos vean lo que quieren ver. En este caso, los rusos querían ver un líder nuevo, joven, enérgico y mundano. El presidente saliente, Boris Yeltsin, se había convertido en una vergüenza para el país y una angustia para sus antiguos seguidores. Definitivamente, Putin no era Yeltsin: era más joven, vestía trajes europeos bien cortados y no tenía problemas con la bebida. Y la gran mayoría de los rusos, así como los líderes del mundo y los medios occidentales, optaron por pasar por alto todo lo demás, como el hecho de que él era la carne y la sangre de la KGB”, dijo en una entrevista con The New York Times la periodista Masha Gessen, autora de El hombre sin rostro, una biografía de Putin.
El 26 de marzo de 2000, entonces, tal como estaba previsto por quienes lo decretaron candidato, Putin ganó sus primeras elecciones presidenciales y desde entonces se mantiene a la cabeza del país más extenso de la tierra, aunque nunca antes tuvo al mundo en vilo como en estas últimas semanas, desde que ordenó la invasión de Ucrania, en el inicio de una guerra desorbitada que cambió la configuración de Europa a partir de la destrucción, la muerte y los millones de refugiados, mientras amenaza con la destrucción total.
De todas las observaciones de Yeltsin en sus charlas con Clinton, la mayoría se revelaron falsas, algunas muy pronto. Las buenas relaciones y su facilidad para la vida social quedaron en el olvido en cuanto puso un pie en el Kremlin. Su autoritarismo implacable lo pone bastante lejos de cualquier sociedad con otros y no es un demócrata, nunca lo fue, en todo caso la confusión llegó porque era uno más de los funcionarios y políticos que buscaban protagonizar un nuevo capítulo de la historia de la Rusia poscomunista, sin economía planificada y dando en cambio la cordial bienvenida al capitalismo de amigos.
Yeltsin sí tuvo razón al destacar su minuciosidad y su fuerza; también su conocimiento de Occidente, consolidado primero durante sus años como agente de inteligencia en Alemania Oriental y, luego, con su trabajo como vicealcalde de San Petersburgo, donde tuvo a su cargo las relaciones exteriores de la ciudad, la más europea de Rusia. En cuanto a que “se mantiene muy informado de diversos temas bajo su competencia”, el viejo líder se quedó corto. Desde un comienzo Putin dejó en claro que ya nada podría hacerse fuera de su control absoluto. Luego de los años del descalabro que siguieron al colapso de la URSS, el país volvería a tener un Estado fuerte y poderoso, que a partir de ese momento llevaría su nombre y su apellido. El siglo XXI arrancaba en Rusia con un hombre ambicioso sacándole lustre a la vieja frase de Luis XVI: “El Estado soy yo”.
Lejos de cualquier imagen épica, la aparición de Putin en el escenario político sorprendió porque su aspecto era el de un hombre gris. La designación de un hombre trivial y su falta de distinción respecto del resto de los ciudadanos coincidió con lo que ya se percibía como una suerte de nostalgia, un sentimiento que siguió al vacío provocado por el derrumbe de la URSS. En Putin se fusionaban las dosis ideales de carisma y burocracia que en poco tiempo le permitirían convertirse en un líder al estilo soviético pero sin un partido omnívoro cubriéndolo como una sombra ni encarnizadas luchas por la sucesión: en los siguientes 22 años Putin se encargaría de desmalezar el terreno de posibles antagonistas y sucesores con todas las herramientas a mano.
“Hay tres modos de influir sobre la gente: el chantaje, el vodka y las amenazas de muerte”, es una de las sórdidas frases que se le atribuyen.
La llegada al poder
Hay dos análisis principales acerca de cómo fue la llegada de Putin al poder máximo en Rusia. Uno sostiene que fue pavimentando ese camino con paciencia y capital político como vicealcalde y responsable comercial y de relaciones exteriores su ciudad natal al comienzo del proceso de desovietización, y luego como director de los servicios secretos, herederos de la temible KGB. El otro análisis pretende que más bien fue el oportuno trabajo de relaciones públicas con la familia de Boris Yeltsin lo que condujo a Putin, primero, al cargo de primer ministro y, luego, a candidato a presidente para suceder a un Yeltsin desgastado y derruido, un año después del colapso económico.
Ambas teorías pueden ser válidas. Incluso si el hombre hubiera sido sólo un pícaro en el lugar y el momento justo, habría que reconocerle que hizo valer esa picardía como ambición política superior: tener la voluntad de hacerse cargo de un país desmoralizado, desacreditado ante el mundo y con las arcas vacías no sólo requiere orgullo nacional sino una valentía y una ambición desmedida.
Su relación laboral previa con los servicios de inteligencia y con las fuerzas de seguridad en general (los llamados siloviki) fueron de gran ayuda para lograr un poder omnímodo a través de presiones salvajes a los empresarios –los “oligarcas”, beneficiarios de las privatizaciones amistosas de Yeltsin–, el férreo control de toda forma de crítica y protesta, la compra y la creación de medios, y las limitaciones muchas veces criminales de investigaciones de personas y organismos vinculados con los derechos humanos. Con Putin los oligarcas saldrían del poder aunque seguirían haciendo dinero, siempre y cuando no se les ocurriera incursionar en la política.
El hijo tardío
Todas sus biografías cuentan que Vladimir Vladimirovich Putin, nacido el 7 de octubre de 1952, fue el hijo tardío de un matrimonio que padeció el sitio nazi de Leningrado (hoy San Petersburgo) y que sus dos hermanos mayores, Olef y Viktor, murieron de bebés, uno de ellos a consecuencia del feroz asedio nazi de 900 días que costó la vida a un millón de rusos.
Su padre, operario de una fábrica, combatió contra los alemanes y resultó herido, por lo que fue dado de baja por invalidez. Hizo trabajos para la policía secreta, de manera que Putin nació en una familia vinculada a la KGB. Con orígenes campesinos y esclavos de la nobleza, el mayor contacto de su familia con la aristocracia lo había tenido Spiridon, el abuelo paterno, refinado cocinero de lugares como el Hotel Astoria de San Petersburgo y quien, alguna vez, siendo muy joven, preparó las comidas del mismísimo Rasputín y terminó sus días alimentando a los grandes popes del comunismo como Stalin e, incluso, a Nadezhda Krupskaya, la viuda de Lenin.
Los libros que hablan sobre Putin (Volodia, lo siguen llamando sus allegados) dicen también que hasta su primera adolescencia era un chico algo perdido, que no lograba encajar en la cuadrícula soviética; mucho más cerca de terminar como un bandido callejero que como líder del Komsomol, la poderosa juventud comunista. No se sabe si es cierto o una autoficción de superación y resiliencia, lo cierto es que Putin no terminó en la calle.
Perfeccionó su judo hasta el cinturón negro –tiene el mismo nivel en el sambo, disciplina rusa similar al judo– y buscó ingresar a los servicios secretos mientras dejaba atrás su proyecto de estudiar aviación civil para iniciar estudios de leyes. Putin se convirtió así en el cuarto líder ruso (luego de Alexander Kerensky, Lenin y Gorbachov) que estudió Derecho hasta recibirse de abogado. También perfeccionó su alemán.
Durante los primeros años en la KGB fue un empleado más, un burócrata a la espera de un momento de gracia. Su segunda lengua lo llevó a Dresde, ya casado con Ludmila (ex azafata de Aeroflot: se conocieron en pleno vuelo) y con una hija en brazos y otra en la panza de su mujer. En la Alemania Oriental jugó las reglas del espionaje internacional, saltó al cargo de teniente coronel de los servicios de inteligencia rusos en el exterior y vivió con zozobra la caída del Muro de Berlín, anticipo de lo que sería el derrumbe del imperio soviético. Su vuelta fue tan gris como su partida.
Alemania no provocó grandes avances en la carrera burocrática de Putin quien, ya de regreso, en 1990, daba vueltas por las calles de su ciudad en calidad de “reserva activa” de los servicios secretos y en busca de trabajo. Por entonces, junto con Ludmila y las niñas, habían tenido que volver a vivir al departamento de los padres de Putin, ya que no había ni ahorros ni ingresos que permitieran el lujo de una casa sólo para ellos.
A poco de volver, lo nombraron vicerrector de la Universidad de Leningrado, cargo reservado a miembros de los servicios secretos. Desde ese escritorio se encargaba de los contactos internacionales y de reclutar estudiantes extranjeros. Sentado en su oficina, monitoreaba las actividades universitarias y daba aviso de cualquier suceso o contacto extranjero “interesante”. Mientras tanto, seguía buscando un trabajo más sofisticado.
En 1991, el abogado reformista Anatoly Sobchak fue elegido alcalde de Leningrado. Putin había sido su alumno en la cátedra de Derecho Civil de la universidad estatal y por medio de un contacto logró una entrevista con el alcalde. Un dato interesante si se observa la tarea desplegada por Putin para restaurar el crédito de Rusia como actor principal en las políticas mundiales es su tesina, aprobada por Sobchak en la facultad, cuyo título fue “Principios de las naciones con éxito en la esfera internacional”, según recuerda Richard Sakwa, otro de sus biógrafos.
Eran años agitados en el país. En agosto de 1991 se produjo el golpe de Estado contra Mijail Gorbachov, un intento de prolongar el régimen comunista por la fuerza que desplegó como imagen icónica a Yeltsin subido a un tanque y dispuesto a defender al gobierno de Gorbachov de la conspiración en marcha.
Vladimir Putin en tanto fue nombrado adjunto de Sobchak y presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores de la alcaldía, un cargo por el cual estaba en contacto con grandes políticos y empresarios en momentos en que Rusia comenzaba a abrirse al resto del mundo. Aunque iba siempre en segundo plano, estaba cómodo, como recuerda otro biógrafo, Peter Truscott: “Sentía que él manejaba la ciudad mientras Sobchak coqueteaba con los políticos occidentales y era celebrado como un líder reformista democrático”.
Un dato para curiosos: en su película The Event, el gran cineasta Serguei Loznitsa, reúne imágenes documentales de los sucesos de agosto del 91, pero reconstruye las reacciones al intento de golpe en Moscú desde las calles de San Petersburgo. Hay una escena en la que se ve a un hombre joven de pelo ralo y cabeza de ave que, a punto de ingresar a un edificio oficial, saluda a alguien que acaba de gritar su nombre en medio de la multitud. Volodia, lo llaman. Ese hombre que devuelve el saludo es Putin.
Breve resumen de los acontecimientos que convirtieron a Yeltsin en la gran figura de la política rusa mientras Gorbachov seguía presidiendo sin poder ni prestigio lo que quedaba de la Unión Soviética, por entonces una especie de caja vacía, una fórmula hueca. Convertido en presidente ruso, y luego de su exitoso número político arriba del tanque durante el golpe de Estado fallido, Yeltsin disolvió la URSS a fines de 1991 y declaró ilegal al Partido Comunista. Fue entonces cuando inició un programa de reformas económicas radicales que le valieron diferentes enfrentamientos. Su disputa con el Parlamento y con el Soviet supremo prosiguió hasta que en septiembre de 1993 ordenó por decreto la disolución de ambos órganos.
Crisis económica, escasez, especulaciones, manifestaciones en la calle. A principios de octubre, Yeltsin había conseguido contar con el apoyo de los militares. En una demostración de fuerza y espectacularidad, llamó a bombardear la Casa Blanca rusa, sede del Parlamento. El ataque dejó entre 350 y 500 muertos y más de 1000 heridos. Los rusos aún recuerdan ese operativo como uno de los episodios más dramáticos de su historia política. Poco antes, las diferentes repúblicas de la Unión Soviética habían ido declarando su independencia una a una, un previsible efecto dominó que desgajó al imperio que había desafiado por décadas al gran poder de Occidente y que reclamaba -como aún lo hace- que el mundo le agradeciera su papel en la derrota del nazismo, para lo que sacrificó 27 millones de vidas de ciudadanos en lo que los rusos llaman la Gran Guerra Patriótica.
El ingreso de Rusia al capitalismo salvaje había sorprendido a Putin en su ciudad natal, convertida en tierra de mafiosos y políticos corruptos sin límites. La libertad de mercado conducida por Yeltsin se parecía a un ómnibus tambaleante lleno de gente, en camino de cornisa y con los frenos rotos. Desabastecimiento total, desguace de las empresas del Estado, construcción de una nueva clase social: los oligarcas, millonarios crecidos a la sombra de las privatizaciones escandalosas; todo en un espacio anárquico pero bajo un espíritu de libertad de expresión novedoso y excitante para los rusos. En los años que siguieron a estas turbulencias, la ofrenda de Yeltsin a Occidente sería enorme: terminaría de entregar el patrimonio político y también el económico al enemigo, lo que dejaría a Rusia postrada y con el orgullo hecho migajas.
En ese contexto de impudicia, el alcalde Sobchak tenía sus propios recursos y los negociados se concretaban a plena luz del día, mientras la ciudad seguía ofreciendo carencias de infraestructura y Moscú comenzaba a dominar la escena nacional de las inversiones. Los asesinatos tenían lugar a la luz del día porque las cuentas se arreglaban así, a los tiros. El propio Putin dormía con una pistola en la mesita de luz.
En 1996 el alcalde Sobchak perdió la reelección a manos de un subalterno que se animó a competirle, algo que Putin nunca vio con buenos ojos desde su concepción de la lealtad a patrones, amigos y mentores, aún por encima de los manuales de ética y moral. Es desde entonces que califica a cualquier adversario que se postula a un cargo electivo como un “traidor”, alguien que decididamente pone en riesgo sus intereses personales y también los del Estado que, en su concepción, están indisolublemente asociados. Prescott lo analizó así: “La experiencia de dirigir la campaña y perderla le enseñó que la democracia podía producir desagradables resultados imprevistos. En el futuro, estaba decidido a evitar esos tropiezos”.
Uno de sus trabajos más finos en la tarea política es la neutralización del adversario, que muchas veces acaba en el aniquilamiento, cuando del otro lado hay resistencia. Con el mismo empeño aprecia la lealtad, y esto puede observarse en los premios que recibieron compañeros y seguidores de San Petersburgo cuando llegó la hora del salto al Kremlin. En su manera de pensar la política no hay lugar para la competencia ni la alternancia y esta línea de conducta puede seguirse en detalle en los años que lleva en el poder, como puede seguirse su enriquecimiento patrimonial que tantos han investigado, los numerosos testaferros que se sucedieron a lo largo del tiempo y también la calidad en el borramiento de huellas, un trabajo indispensable de todo buen espía.
La llegada a Moscú
El primer salto fue el cambio de ciudad, de San Petersburgo a Moscú, también apañado por viejos compañeros que lo acercaron al gobierno de Yeltsin, cuyo hombre fuerte era por entonces Anatoly Chubais, líder del proceso de reformas y privatizaciones y quien hizo todo lo que pudo para evitar el crecimiento de Putin, tal vez no tanto por temor sino por considerarlo un personaje menor, poco apropiado para altos cargos de gobierno.
Putin aterrizó en 1997 en el Departamento de Asuntos Generales, órgano sucesor del Comité de Control del Partido Comunista, que administraba las propiedades del Kremlin y realizaba auditorías de agencias estatales. Una vez más, igual que con Sobchak en San Petersburgo, mientras él organizaba la limpieza del sistema, sus jefes iban a ser acusados de corrupción, tráfico de influencias y enriquecimiento ilícito, pero todo eso iba a pasar muy cerca suyo sin siquiera salpicarlo.
En 1998 lo destinaron a dirigir el FSB, el organismo heredero de la KGB. Allí se rodeó de gente cercana, al lograr incorporar a varios allegados en la Lubianka, como llaman al gigantesco edificio amarillo que alberga a los servicios secretos y símbolo de terror para los moscovitas, temerosos de caer en sus oscuras prisiones. En rigor, aún hoy esa construcción es un referente intimidatorio en Moscú y símbolo del poder en todas las épocas. Ese mismo año murió su madre.
Fueron Tatiana, la hija de Yeltsin, y su esposo de entonces, Valentín Yumashev, quienes comenzaron a verlo como la persona adecuada para la sucesión. “El gran talento de Putin consiste en saber cómo complacer a sus jefes y hacerse notar para que confíen en él”, dijo un viejo analista peterburgués. Eficiente, discreto, leal, su competencia lo iba depositando cada vez más arriba en la estructura del poder ruso, mientras por debajo de los pies del gobierno la tierra no dejaba de moverse al compás de los caprichos y ambiciones de los Yeltsin.
Durante su gestión en el FSB, a la manera de un killer silencioso, Putin logró desarticular operaciones anticorrupción dirigidas a develar escándalos que incluían a los grandes nombres del poder. El más famoso de sus operativos –y el que lo llevó a la cima– fue el que tuvo como protagonista al entonces fiscal general Yuri Skuratov, a quien logró meter en la cama con dos prostitutas y filmarlo para luego transmitir esas imágenes por TV, con el único objetivo de desacreditar al magistrado que estaba a punto de cazar a 800 funcionarios del gobierno, comprometidos con un fraude de tráfico de información confidencial.
La gratitud de los Yeltsin tomó forma de nueva oferta. Por entonces, el ex comunista Yevgeny Primakov era primer ministro y se estaba convirtiendo en la persona más popular del país y candidato ineludible a suceder a Yeltsin. Yeltsin ya estaba muy débil. En agosto de 1999 Putin se convirtió en primer ministro y, en el mismo acto, en el delfín elegido por Yeltsin para sucederlo en la presidencia. Fue muy poco después que el gobierno ruso lanzaría la segunda guerra en Chechenia, el primero de los grandes eventos históricos en los que Putin pondría de manifiesto su frialdad inclaudicable y su gran capacidad de intimidación.
Dos meses antes de que Yeltsin lo ungiera primer ministro, su padre le anticipó un futuro venturoso en la política desde la cama de un hospital. Ocurrió una tarde en la que Putin llegó para visitar al anciano, quien estaba internado. Mientras él se acercaba, llegó a escuchar cómo su padre les decía a las enfermeras: “Miren, aquí viene mi presidente”. Murió pocos días antes de verlo integrando el gobierno.
De las sombras a la presidencia
Las elecciones presidenciales se adelantaron tres meses. La campaña electoral de Putin fue como presidente en acción -liderando la segunda guerra en Chechenia- y con la televisión apoyando su candidatura. Se negó a participar de debates y el único detalle diferenciado fue una “Carta abierta a los votantes rusos” que hizo conocer en esos meses. El 26 de marzo de 2000 Putin pasó las horas previas a las elecciones esquiando y tomando un tradicional baño de vapor ruso (banya). Llegó a la sede de su campaña en Moscú alrededor de la medianoche y parecía confiado. Ese día votó el 65,8% del electorado y ganó con casi el 53% de los votos, con lo cual terminó ganando según lo previsto pero el triunfo no fue de ningún modo “un paseo”. “Mañana es lunes, un día duro, y toca ir a trabajar”, le dijo a la prensa como comentario de ocasión. Se trataba de la primera ocasión en la que un presidente ruso le entregaba el poder a otro presidente.
A partir de su consolidación como hombre fuerte a lo largo de varios períodos, y más allá de los afortunados ciclos económicos que le dieron la oportunidad de recomponer los bolsillos ciudadanos y hasta dar lugar a la creación de capas medias luego del oprobio y la miseria, las deudas con la democracia son infinitas. Putin construyó un sistema de poder que orbita a su alrededor, volviéndose cada vez más autoritario y mientras los ciudadanos fueron quedándose cada vez con menos libertades y derechos democráticos. La memoria de Stalin fue cobrando cada vez más fuerza en estos años.
Del Putin que mira el mundo, sabemos bastante. Su arrogancia buscaba ya en el comienzo vengar el orgullo pisoteado de los rusos, que vieron en él al líder que llegaba para devolverles su lugar en la Historia. Hoy, en vez de llevar el nombre de Rusia bien en alto, como se propuso desde el vamos con ambiciones imperiales, le puso su sello a la invasión de un país soberano, desató una guerra demencial que, al igual que aquella primera elección, tampoco resultó el “paseo” esperado y cuyo alcance final estamos lejos, muy lejos, de sospechar.