Algo venía haciendo ruido en la cabeza de Visitación “Tita” Villamayor desde hacía tiempo, hasta que un sábado de marzo de 1995 terminó la limpieza diaria y alistó su poco equipaje mientras sus compañeras se preparaban para la oración. Nadie debía verla. Cuando el pestillo terminó de cerrar la puerta en la residencia Laya se quedó definitivamente del otro lado: “Desde ese día no existí más para ellos”. Esa mañana se paró sobre la calle Vicente López, en el corazón de Recoleta, a esperar un taxi que la llevara al departamento de unas amigas: era su ticket de salida. En sus manos tenía una dirección y un número de teléfono, 70 pesos, un puñado de monedas y una valija prestada como único prospecto. A los 25 años decidía alejarse de lo que había vivido como un calvario. El lugar que dejaba atrás era una de las principales sedes del Opus Dei en la Argentina, donde viven y trabajan las mucamas de la organización. Una vez en el auto, no se animó a mirar hacia atrás.
Por Clarín
A sus espaldas quedaba La Obra, una institución de la Iglesia católica con una estructura laica que se reserva para sí una serie de reglas propias. Desde su fundación fue extendiendo su influencia en 68 países para difundir su particular interpretación del catolicismo. En la década de 1950 desembarcó en Argentina donde se constituyó su Vicaría Regional -hoy Región del Plata-, con sede en Buenos Aires.
Desde su adolescencia, Tita había pasado allí una década de sumisión y servicio como numeraria auxiliar, un rol reservado para mujeres de pocos recursos que juran votos de pobreza, castidad y obediencia. Como otras chicas de origen humilde, la habían reclutado a los 15 años en Paraguay con la promesa de una beca para completar sus estudios secundarios en Asunción. Ese fue el motivo que la separó de su familia, pero todo resultó un “engaño”, según sus palabras. La esperaba un estricto régimen de trabajo doméstico para atender a miembros de la organización. Por eso muy joven se autoconvenció de una vocación impuesta por la necesidad: su misión era servir a Dios.
Extenuada por una rutina que la había empujado al borde del colapso, se aventuró a lo desconocido. Estaba en una situación límite, no tenía estudios, trabajo, ni dinero para volver a Paraguay. El reloj del taxi llegó al máximo de lo que podía pagar y se detuvo en Caballito; estaba lejos de la estación de Once donde la esperaba una amiga dispuesta a ofrecerle un refugio temporario. “¿Y ahora qué hago con semejante valija?”,se preguntó. Nada de lo que cabía en ese cuadrado de cuero gastado podía resultar útil. Juntó unas monedas para usar un teléfono público y llamó a S.T. para que acudiera al rescate.
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