En los tiempos de Pericles, el depositario de la autoridad era una persona que tenía como función principal servir a los demás. Una de sus actividades más comunes era, abrir las puertas donde sesionaba la asamblea de ciudadanos que se encargaba de los asuntos públicos de la ciudad. Esa misma asamblea se convertiría, más tarde, en el senado. Al principio el senado era una carga para los atenienses, pero con el tiempo la carga se volvió cargo y se convirtió en una manera de conseguir “honores y prebendas”, y entonces los miembros del rebaño político empezaron a pelearse por el cargo y lo hacían con rudeza.
Para sus contiendas, los aspirantes al senado, utilizaban un garrote con púas o una maza. El que aguantara más castigo, era nombrado senador. En vista de los dolores insoportables que estos suplicios producían, inventaron una fórmula menos traumática: el que contara con el mayor número de mazas, tendría derecho a quedarse con el coroto. Tiempo después, los garrotes fueron reemplazados por votos y de esa manera nació la democracia, una variedad suavizada de la fuerza bruta. En democracia tiene la razón, aunque no la tenga, el que aglutine de su lado a la muchedumbre. El sistema ha subsistido, como decía Churchill, porque las demás formas de gobierno, son peores.
Hablando de democracia, resulta conveniente resaltar la desventura de un maestro que se reunió con veinte indígenas africanos, los llamados hotentotes, para exponerles la complicada teoría de que, uno más uno, sumaban dos. Los africanos no estuvieron de acuerdo con tan extraño planteamiento y alegaron que, la sumatoria de uno más uno, era tres. Se formó la sampablera y cuando estaban a punto de salir a relucir los garrotes, alguien propuso que, para resolver la disputa, se apelara al procedimiento democrático de la votación. El maestro resultó derrotado, y desde entonces se sabe que, en el África Meridional, uno más uno, son tres. De ese continente también procede la teoría de que puede haber más votos que electores, por supuesto que, con centros electorales vacíos, aparecen 8, 9 o 10 millones de votos, algo muy común en Venezuela, por cierto.
En algunos lugares se aplica el sofismo envenenado de los hotentotes para criticar lo malo o lo bueno: Si Trotsky toma rehenes, está bien, pero si lo hace Stalin, está mal. Frente a esta “moral de hotentote” no es difícil dar pruebas de noble indignación. La democracia tiene sus propias reglas. Una de ellas es que requiere el consentimiento de una mayoría, pero esta puede ser engañada con facilidad a través de instrumentos propagandísticos o chantajeada debido a carencias económicas o sociales. Cuando la democracia se fundamenta en los votos de ciudadanos con libertad económica y capacidad selectiva, siempre son elegidos los mejores. Pero, cuando los electores ignoran dónde están parados, votan con un velo en los ojos y allí aparecen los impostores.
Si de impostores se trata, Hitler era un ciudadano austriaco, de escaso talento e inepto, comenzó su escalada al poder con el partido obrero alemán, convertido en el miembro 55 y, en poco tiempo, llegó a ser jefe de propaganda, por la fuerza de la palabra y sus discursos. En solo meses el partido pasó de 74 miembros a 3.000 y con él, en la dirección del mismo, tres años después tendría 56.000 miembros. Luego de un intento fallido de golpe de estado, Hitler fue condenado a cárcel, de donde salió con la convicción de usar la vía legal para acabar con el régimen político democrático. En palabras suyas sobre los demás partidos, “le costaría más tiempo dejarlos en minoría que matarlos a tiros”.
“La burocracia política es un poder “monocrático” que destruye la democracia. Las máquinas de asedio, se encargan de colocar a “personas o funcionarios, con poco perfil director o democrático, en niveles altos y medios de la jerarquía de mando y por supuesto, alineados a los mandatos de sus cabezas, verdaderos ajedrecistas, que no solamente mueven las torres, también en algunos casos hasta a los mismos reyes o reinas en su tablero, todo bajo la eficiencia, alcance y control casi perfecto”, escribió Max Weber.
Un buen ejemplo es, Stalin, quien fue nombrado secretario del partido comunista. A los ojos de Trotsky, era una mediocridad creada por la maquinaria del partido, y con la colocación de personas afines a él en la burocracia, fue consolidando su poder. Al punto que, Lenin en su testamento lo nombró como la sexta opción. Posteriormente, el mismo Lenin, en un acto de arrepentimiento, dio la orden escrita de separar del puesto de secretario a Stalin, pero la dirección del partido decidió no prestarle atención y no publicó la carta.
En política, los errores tienen un alto precio, en corto tiempo, los cinco dirigentes que antecedían a Stalin en la maquinaria partidista, fueran fusilados, utilizando como argumentos, lo que hoy se conoce como falsos positivos. Nikolái Bujarin, el primero en la lista, en su testamento detalló lo sucedido: “en presencia de la muerte, enfrentado a una máquina diabólica, que aplica métodos medievales”. No hace falta recorrer mucho espacio para encontrarse con hechos semejantes, por estas calles también se han dado casos similares.
Coordinador Nacional del Movimiento Político GENTE
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