La noticia no sorprende. Protestas de campesinos a compañías extranjeras extractoras de recursos naturales parecieran ser un subgénero político-literario en la región. La imagen de un presidente declarando un estado de emergencia, con el puño alzado y acompañado por generales, tampoco es extraña en el imaginario latinoamericano. Por supuesto que el detalle de cada caso de excepción merece un análisis completo e involucra un universo de subjetividades, individuales y grupales. Sin embargo, la frecuencia con la que los gobiernos de la región suspenden los derechos fundamentales de las personas para resolver conflictos sociales es alarmante. La situación económica de la región está generando mayores niveles de conflicto social e ingobernabilidad. Los presidentes en América Latina, de izquierda y derecha, están acumulando cada vez más poder bajo el pretexto de seguridad nacional. La democracia se está convirtiendo en mayoritaria y no liberal, debemos defender las instituciones que garantizan los derechos fundamentales de los individuos y grupos ante una ola de polarización y populismos.
Situación socioeconómica
América Latina registrará la recuperación económica más débil postpandemia en todo el mundo, con un crecimiento promedio de 2,5% en 2022 y 2023. De igual manera, el aumento de los precios de los combustibles y alimentos, como consecuencia de la guerra en Ucrania, incrementó la presión inflacionaria para las economías de América Latina que registran en promedio un alza de 8,7% en los precios de la canasta básica.
Actualmente ya existen más de 60 millones de personas en la región que viven con hambre, según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). Para la mayoría de aquellos que tenemos acceso a este artículo por internet o el dinero para comprar un periódico impreso, la realidad del hambre y la subjetividad política detrás de un ciudadano en situación de carencia es posiblemente distante e inimaginable.
La realidad del ámbito público en América Latina la resumió el representante regional de la FAO, Julio Berdegué, durante la edición 37 de la Conferencia Regional de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, en la ciudad de Quito, Ecuador, el pasado 4 de abril, así: “En América Latina y el Caribe no hay hambre por falta de comida. No hay hambre porque los agricultores no hacen su tarea. La hay porque existe demasiada desigualdad y pobreza”. Para subrayar la gravedad del problema vis-a-vis lo distante que estamos del mismo: 4 de cada 10 latinoamericanos (267 millones de personas) están en una situación de inseguridad alimentaria.
Esta realidad económica, la peor que ha registrado la región en dos décadas, es un polvorín de conflictos sociales. Las protestas y la inestabilidad que empezaron en 2019, solo se volverán más recurrentes, volátiles y violentas. Recordemos, en 2019 fue un alza de 800 a 830 pesos chilenos en el precio del boleto del Metro urbano de Santiago lo que desencadenó protestas sociales que destruyeron $1,400 millones en propiedad y causaron una treintena de personas fallecidas. En el mismo 2019, en Ecuador, el gobierno de Lenin Moreno tuvo que huir de la capital, como en tiempos coloniales, escapando de cientos de miles de campesinos y opositores que rechazaban el fin de las subvenciones estatales a los precios de los combustibles. Similarmente, Colombia vivió fuertes protestas que paralizaron al país en 2019 y 2021 debido a reformas económicas y, de igual manera, casi todos los países de la región.
El resultado macabro de estos estallidos sociales que nacieron de demandas sociales reales ha sido el uso recurrente de la violencia, por parte del Estado y sus opositores, como mecanismo de resolución de conflictos, y, por lo tanto, la socavación de los mecanismos democráticos y el aumento de la polarización política.
Seguridad nacional
Recientemente en la región, los presidentes han rescatado el eslogan de seguridad de las dictaduras militares del siglo XX, para consolidar su poder y mantener el control. La seguridad nacional, nuevamente, es la carta blanca que hemos permitido que nuestros presidentes utilicen para aplastar cualquier síntoma de desgobierno u oposición. Y los estados de emergencia son la nueva herramienta constitucional favorita de los gobiernos con pírricas mayorías parlamentarias.
En El Salvador, el presidente Nayib Bukele declaró un estado de emergencia el pasado 27 de marzo, luego de que el país registrara más de 60 asesinatos relacionados a pandillas, en un fin de semana. Tras dos semanas de emergencia, el gobierno arrestó a más de 12 mil personas por fuera del debido proceso regular (sin que le leyeran sus derechos, sin representación legal y sin lectura de cargos); aprobó la detención de niños de hasta 12 años de edad, bajo cargos criminales; aprobó una legislación que penaliza hasta 15 años la diseminación de información que aluda a las pandillas (incluyendo grafitis o distintas expresiones artísticas); redujo el número de comidas a reos en centros penitenciarios, de tres a dos al día. Esto ocurrió con el apoyo de cerca del 80% de los salvadoreños. Una verdadera tiranía de la mayoría, en donde los derechos de un grupo de personas han sido clasificados como inferiores.
En mayo de 2021, el presidente de Colombia, Iván Duque, utilizó el poder ejecutivo para militarizar la tercera ciudad del país, Cali, y siete departamentos, durante las protestas en contra de las reformas tributarias.
En octubre de 2019, Lenin Moreno declaró estado de emergencia en todo el país para disponer de la fuerza para controlar las protestas masivas en contra del alza del combustible. Ese mismo año, en Chile, el presidente Piñera también utilizó la emergencia para responder a las protestas en la capital. Y el 8 de abril de este año, el presidente de Perú, Pedro Castillo, intentó declarar un estado de emergencia en la capital para aplastar las protestas en contra de su gobierno, además del estado de emergencia decretado esta semana en la zona minera. Es importante evidenciar que estas medidas no están atadas a ninguna ideología, y están siendo utilizadas por gobiernos de izquierda y de derecha.
El caso de Perú debe ser una advertencia para la región. En 10 meses de gobierno, Pedro Castillo ha invocado el artículo 137 de la Constitución que alude a los estados de emergencia un total de cinco veces. También ha disuelto su Gabinete cuatro veces. Y ha sobrevivido dos votos de no confianza en el parlamento. El contexto material de la región y las capacidades actuales de nuestros gobiernos son las que son. A falta de una cohesión social y un mínimo compromiso ideológico común, la inestabilidad que vive Perú y la violencia autoritaria de Estado que se vive en El Salvador, pronto podrían ser la norma.
Democracia mayoritaria
Nuestras democracias han demostrado altos niveles de polarización en la última década. Castillo llegó a la Presidencia con 0,5% más de votos que Keiko Fujimori; Guillermo Lasso, en Ecuador, superó a Andrés Araúz por solo 2%; Gabriel Boric, en Chile, superó a José Antonio Kast por 5%.
En Costa Rica, Rodrigo Chaves resultó victorioso con solo 2% más, en fin nuestros países están divididos entre varias formas de “nosotros” y “ellos”. Y nuestros políticos, con el afán de mantener el poder, han avivado los discursos que dividen a nuestras sociedades en grupos: blancos, negros, pobres, ricos, izquierda, derecha, entre otros.
La clase política se apoya en el descontento popular para maximizar sus estrategias políticas. A nivel discursivo y de políticas públicas, las facciones políticas buscan maximizar privilegios para sus respectivos grupos, por encima de la población en general. El recurrente uso del estado de emergencia es evidencia de esto: el presidente suspende los derechos fundamentales de un grupo especifico de personas (en una población problemática), a favor de la protección privilegiada de los derechos de grupos simpatizantes.
Por supuesto que los estados de emergencia tienen su razón de ser, sin embargo, su uso recurrente para aplacar protestas es un síntoma del fracaso de los mecanismos democráticos para resolver un conflicto de manera pacífica y reglamentada.
Conclusión
Es normal que pensemos en grupos y que por naturaleza busquemos privilegios o protecciones dentro de grupos en relación a “otros”. Y, por supuesto, que en momentos de dificultades económicas y de divisiones sociales es más reconfortante buscar la protección de un grupo de poder y no de ser uno mismo defensor de los derechos de todos. Sin embargo, la promesa de la democracia liberal es la protección de derechos fundamentales del individuo y de las asociaciones en que decida participar.
La democracia liberal debe proteger, por ejemplo, los derechos de minorías étnicas o religiosas de la misma manera que protege al individuo de las presiones sociales impuestas por grupos. Y la virtud del modelo liberal de la democracia vis-a-vis una democracia de simples mayorías es que en la diversidad liberal existe el espacio para deliberar múltiples realidades y así tomar decisiones más acertadas en el ámbito público.
De cara a la difícil situación económica por la que atraviesa y continuará atravesando la región durante la próxima década, debemos escapar al impulso animal de supervivencia y rechazar propuestas políticas que dividan al país en grupos o utilicen la suspensión de derechos básicos como medida de control social.
Debemos tener presente y defender que la democracia es el experimento social de asociación de aquellos que aman la libertad.
La democracia es el Estado y el poder que comanda el contrato social consensuado entre un grupo de personas para la protección de la vida, de la libertad y la plenitud.