Hace 55 años se estrelló la nave soviética que llevaba como único tripulante al coronel Vladimir Mijailovich Komarov. Fue el primer fallecido de la carrera espacial. Las presiones de Leónidas Brezhnev, las fallas tecnológicas, la abnegación del piloto y el silencio que guardó Moscú durante años sobre las causas del accidente
Por Infobae
Fue un desastre tan grande, que los detalles se mantuvieron ocultos durante muchos años. No por la magnitud del desastre en sí, sino por la mamarrachada, la impericia y la estupidez que lo acunaron. El 25 de abril de 1967, hace cincuenta y cinco años, la astronave rusa Soyuz 1, que debía tocar tierra con lentitud, balanceada por sus poderosos paracaídas y con la velocidad disminuida por el accionar de los retrocohetes encargados de frenar el descenso, cayó en cambio a Tierra a una velocidad de más de doscientos kilómetros por hora y se fundió con el suelo soviético. Los paracaídas jamás se abrieron. Y los retrocohetes, que debían haberse encendido antes del aterrizaje, se encendieron ahora que la nave estaba destrozada: la intensidad del fuego derritió el metal a su alrededor y el cadáver del único astronauta que la tripulaba. El coronel Vladímir Mijailovich Komarov, que tenía cuarenta años recién cumplidos y un futuro brillante en la carrera espacial de la URSS.
Paracaídas y retrocohetes no fue lo único que no funcionó en la Soyuz 1. En la Soyuz 1 no funcionó nunca nada. La misión era de un riesgo altísimo, era, casi, una misión suicida que Komarov aceptó con melancólico fatalismo. El silencio de la URSS, que atribuyó la tragedia al mal funcionamiento de los paracaídas, alimentó alrededor del caso una serie de leyendas románticas e imposibles de confirmar. Por ejemplo, la que dice que Komarov subió a la Soyuz a sabiendas de su muerte segura, pero que no quiso renunciar a la misión porque el designado para reemplazarlo era Yuri Gagarin, el primer hombre en orbitar la Tierra, un héroe nacional. Lo único comprobable de la leyenda es que, en efecto, Gagarin era el piloto suplente de la misión.
Ahora, todo lo que quedaba de Komarov, de sus ansias de conquistar el espacio, de la confianza ciega en el proyecto espacial de la URSS, de su devoción por su mujer, Valentina y por sus dos hijos Yevgeny e Irina, de su esperanza en el grupo de astronautas en formación y destinados todos a la gloria, de todo lo que Komarov había encarnado sólo quedaban unos pocos restos ennegrecidos, imposibles de reconocer como partes de un cuerpo; un extraño carbón humano embebido en parte por metal fundido, reducido todo a la imagen de un tronco de árbol con unas pocas ramas.
Detrás de la muerte del cosmonauta, latía la sorda batalla por ganar la carrera espacial, la urgencia de la URSS por igualar a los Estados Unidos, que llevaban cierta ventaja a los rusos, que habían sido dueños de la delantera seis años antes, cuando Gagarin fue el primer ser humano en orbitar la Tierra. Y también latía la impericia soviética, su tecnología tosca y rudimentaria que chocaba con las urgencias políticas que signaban la carrera espacial. Todo era rudimentario en esos años: la cápsula que llevó al espacio al americano John Glenn, llevaba a bordo un sistema de computación con… ¡64 k de memoria!
Y, además, estaba Brezhnev. Leonid Brezhnev había barrido del poder a Nikita Khruschev en 1964 y se preparaba para ejercerlo hasta el final de su vida. Fue lo que hizo: ocupó el cargo de Secretario General del Comité Central del Partido Comunista de la URSS hasta su muerte, en 1982. Su gobierno fue un desastre y, en cierto modo, abrió camino hacia la disolución de la Unión Soviética en 1991. En 1967, como máxima autoridad del imperio soviético, exigía resultados urgentes en la carrera espacial.
Komarov había nacido en Moscú el 16 de mayo de 1927. Era una luz en matemáticas y siempre estuvo interesado en la aeronáutica. En 1945 se graduó con honores en la Escuela de Vuelo y la Segunda Guerra terminó poco antes de que lo llamaran al combate. Fue piloto de aviones de combate en los años 50 y el 13 de marzo de 1960, junto a otros tres mil candidatos, se presentó al examen como futuro cosmonauta. No lo eligieron. No cumplía con los requisitos de edad (tenía 32 años) altura y peso que requería el programa espacial en pañales. Lo aceptaron luego porque tenía amplia experiencia como ingeniero de prueba de aviones nuevos. Y también porque era un piloto excepcional. Los colegas más jóvenes lo bautizaron “El Profesor” porque los ayudaba en sus estudios académicos.
Cuando empezaron los vuelos espaciales tripulados, en 1961, Komarov era el tercer cosmonauta ruso mejor pago, detrás de Gagarin y de Gherman Titov. Aquellos eran los primeros vuelos espaciales de las misiones Vostok. Fue en una nave Vostok 1 que Yuri Gagarin orbitó la Tierra, una hazaña que fue igualada apenas doce semanas más tarde por los americanos, cuando Alan Shepard suborbitó tres veces la Tierra a bordo de la nave “Freedom 7? del proyecto Mercury.
Komarov tuvo su primera vez en el espacio en 1964 como comandante de la Voskhod 1. No iba solo. Lo acompañaban en el vuelo el ingeniero Konstantin Feoktistov y el médico Boris Yegorov. Fue la primera misión al espacio tripulada por más de un astronauta. La decisión de la URSS era tomar la delantera al proyecto Gemini de Estados Unidos, que también pugnaba por vuelos espaciales con un equipo de tripulantes. Los tripulantes de la Voskhod 1 realizaron pruebas biomédicas en el interior de la nave, aunque la misión especial era diseñar un modelo de organización para vuelos tripulados por tres y más cosmonautas.
Pero desde 1965 a 1967 la URSS no había enviado vuelos al espacio, mientras Estados Unidos había completado con éxito numerosas misiones tripuladas: en el Kremlin querían recuperar el terreno perdido. Además, exigieron una misión espacial exitosa para finales de abril, para presentarla con toda la furia el 1 de mayo, cuando se conmemoraba el cincuenta aniversario de la Revolución Rusa. Para eso, al Kremlin le venía fantástico el proyecto Soyuz, que era muy ambicioso, tal vez más ambicioso que la técnica que debía desarrollarlo y controlarlo. El proyecto planteaba una aventura singular: el intercambio de astronautas entre dos naves y en el espacio exterior. La Soyuz 1, con un solo tripulante, despegaría para ser alcanzada luego por una segunda nave, la Soyuz 2, que debía acoplarse a su gemela para que sus tripulantes pasaran de una nave a otra: el piloto de la Soyuz 1 tripularía la Soyuz 2 de regreso a Tierra y los cosmonautas de la Soyuz 2 harían lo mismo con la Soyuz 1. La experiencia de Komarov en vuelos espaciales hizo que fuese elegido para tripular la Soyuz 1. Su piloto suplente era Gagarin.
Sólo que Komarov tenía muy malos presentimientos con la misión, más que con la misión, con la nave en sí, que vistas con los ojos de hoy, se parecía bastante a un cachivache. No era una cuestión de superstición, eran datos. Los ensayos no tripulados de cuatro naves que debían haber hecho las veces de Soyuz, habían terminado en desastre: la Cosmos 133 se había quedado sin combustible a medio camino, la Cosmos 140ª estalló antes de despegar, la Cosmos 140 tuvo problemas en la altitud y también agotó todo su combustible, y la nave Cosmos 154 se desintegró al intentar regresar a la Tierra. Los técnicos a cargo de esas pruebas habían señalado ciento una fallas o anomalías en distintos sistema de esas naves.
Es verdad que un astronauta acepta todos los riesgos. También es verdad que la presión a la que estaban sometidos aquellos pilotos, rusos y americanos, por parte de jefes militares y de sus colegas, era demasiado grande como para negarse al cumplimiento de una misión espacial, tal como refleja Asif Siddiqi, historiador de la Universidad de Fordham, Estados Unidos, especialista en la carrera espacial rusa.
La leyenda dice que cuando Komarov planteó algunas de las fallas técnicas de la Soyuz (ciento una son muchas fallas) el general Dmitri Ustínov, el poderoso ministro de Defensa de Brezhnev, lo había amenazado con “quitarle todas las estrellas del pecho y todos los galones del hombro”. El director del programa Soyuz, Vasili Mishin, ante algunas quejas de los astronautas, había gritado por los pasillos del centro espacial: “¡No quiero cobardes en mis naves…!”. La última chance de frenar el vuelo de la Soyuz 1 fue encarada por el coronel Aleksandr Kirilov: le dijo a Mishin, por si no lo sabía, que la Soyuz acarreaba unos cuantos defectos técnicos todavía sin resolver y que no estaba lista para la prueba. Mishin estalló y le contestó, furioso, que nadie le iba a decir a él cómo hacer su trabajo.
Lo lógico hubiese sido un vuelo de prueba, no tripulado y exitoso, y un vuelo de prueba tripulado e igual de exitoso. Pero a menudo, lo lógico nunca sucede. El Kremlin dijo no, el lanzamiento sería el 23 de abril, día del cumpleaños de Lenin, y el regreso planeado para antes del 1° de mayo, día de fiesta popular. Brezhnev ordenaba y la URSS cumplía.
La historia de Brezhnev no se puede contar sin una historieta de humor. Gobernó con mano de hierro a la URSS durante veintiocho años, sólo superado por José Stalin; el mundo le debe la “doctrina de la soberanía limitada”, o “doctrina brezhneviana”, que disponía la intervención de las tropas del Pacto de Varsovia (la OTAN de la URSS) a cualquier país del bloque soviético que se alejara de Moscú. Es la teoría que aplica hoy Vladimir Putin en Ucrania, sólo que ya no hay más bloque soviético aunque Putin dispone lo contrario. No hay muchos méritos que adjudicarle al gobierno de Brezhnev: anuló las reformas algo liberalizadoras de Khruschev y desató una notable persecución al mundo del arte y de los intelectuales. Uno de sus últimos actos de gobierno fue enviar tropas soviéticas a Afganistán y mantener las prisiones llenas de opositores políticos. También fue el duro marxista que, cuando el gobierno de Estados Unidos le preguntó en mayo de 1972 qué le gustaría como regalo de parte del presidente Richard Nixon, antes de su histórica visita a la URSS, contestó: “Un Cadillac”. Y Nixon se lo llevó: negro, modelo 72, fabricado por la General Motors.
Pero el rasgo más saliente del gobierno de Brezhnev fue el estancamiento económico de la URSS, también bautizado como “brezhneviano”, que deterioró la calidad de vida de los soviéticos, la de los servicios públicos, la de la salud bajo un sistema sanitario burocrático y decadente; bajó el índice de nutrición infantil y el racionamiento de alimentos volvió a algunas ciudades de la URSS como en los años posteriores a la Revolución Rusa.
Es sobre ese estancamiento que los soviéticos tejieron las historias más sarcásticas y corrosivas. Una de ellas contaba que en un hipotético tren que se dirige a un lugar de la vasta Rusia viajan Lenin, Stalin, Khruschev y Brezhnev. De pronto, el tren se detiene en medio de la nada, tal vez un desperfecto. Lenin, el ideólogo, dice: “No nos preocupemos ¿No estamos en un Estado proletario? Llamemos a algunos camaradas ferroviarios que lo arreglarán todo enseguida”. Stalin, fiel a su estilo, dice: “Esto es un complot. Voy a hacer fusilar al maquinista, al resto del personal del tren y a todas sus familias”. Khruschev, voluntarista y poco práctico, dice: “Debe ser un problema en las vías. Saquemos los tramos de rieles que ya dejamos atrás y pongámoslos en el lugar de las vías que tenemos por delante”. Y Brezhnev dice: “Camaradas… Camaradas… Bajemos las ventanillas del vagón, corramos las cortinas, bebamos una vodka, movamos un poco los hombros de izquierda a derecha y hagamos como si el tren todavía estuviera en movimiento”…
Esa fue la política que mató a Komarov.
Aquel 23 de abril, el astronauta trepó a la Soyuz 1, junto a sus pájaros negros, y la nave despegó sin dificultades. Entró en la órbita terrestre también sin problemas evidentes, hasta que las cosas empezaron a fallar. Uno de los dos paneles solares que tenían que desplegarse cuando la Soyuz orbitara la Tierra, no se desplegó. En ese momento, la misión debió abortarse, pero siguió adelante. La del panel solar no era una falla menor: ambos tenían como misión proveer de energía a la Soyuz y la falta de uno provocó enormes dificultades: primero, hizo que la nave redujera sus reservas de energía, segundo, alteró sistemas vitales como el de telemetría y el de control térmico y alteró el funcionamiento de los sensores de orientación y propulsión. A esa hora, apenas iniciado el viaje, la Soyuz era una cáscara de nuez en el espacio.
En tierra, los ingenieros soviéticos, que ya preveían el desastre, barajaron dos posibilidades: enviar la Soyuz 2 antes de lo previsto para que sus tripulantes le dieran una mano a Komarov. La segunda era hacer regresar a Komarov de inmediato. El viaje de la Soyuz 2 fue juzgado muy peligroso, un juicio sensato en medio del disparate, sobre todo a la hora del acoplamiento de las dos naves, con la Soyuz 1 hecha un cascabel juguetón. Se decidieron por hacer regresar a la Soyuz 1. Y disimularon los fallos y el no lanzamiento de la Soyuz 2 por presuntas tormentas en torno al centro espacial.
Mientras esto se debatía en tierra, sobre todo se debatía quién iba a darle la mala noticia a Brezhnev, Komarov intentaba domar a su cascabel. Era un piloto enorme, capaz y valiente. Las grabaciones de sus conversaciones con el centro espacial muestran serenidad y templanza. Salvo cuando, impotente y furioso, la emprendió a patadas contra el dichoso panel solar, a ver si se desplegaba. No se desplegó. “¡Maldita máquina! ¡Nada de lo que hago funciona!”, gritó entonces. Y volvió a la calma poco después. Arremeter a patadas contra un panel solar, en una nave que surca el espacio, habla del heroico y peligroso mundo de los pioneros y de los rudimentos de una tecnología todavía en desarrollo.
A Komarov le llegaba todo el apoyo de sus colegas desde el centro espacial. Al frente del solidario grupo de astronautas estaba su amigo Gagarin, ambos intercambiaba información y esbozaban maniobras de éxito probable para su reingreso a la Tierra. Había otras personas que pululaban en el centro espacial: el director de la misión, Mishin, que debió haberla suspendido, había llegado para desearle suerte al astronauta. También llegó el primer ministro, Alexei Kosygin, que intentó darle ánimos, que era justo lo que a Komarov le sobraba. Aquello parecía un velorio anticipado. En privado, el cosmonauta llegó a hablar con su mujer de quien, dice la leyenda, se despidió para siempre.
El 25 de abril, durante el décimo noveno giro a la Tierra de la Soyuz, la nave tenía baterías apenas para uno o dos giros más. Las de reserva le daban chance para otros tres giros. El plan era que Komarov orientara a la Soyuz de manera manual cuando navegaba por el lado diurno del planeta. Cuando entraba en el lado nocturno, debía usar unos giroscopios para mantener la orientación y regresar al mando manual cuando volviera a volar sobre la Tierra en su lado diurno. Komarov no había sido entrenado para esta maniobra, que incluía el inicio del frenado de la Soyuz. El tiempo se acababa. Como el frenado debía operarse en el lado oscuro de la Tierra, Komarov no pudo usar el visor para orientarse: lo hizo con su periscopio y por la ubicación de la Luna, en una maniobra que años después, en 1970, emplearían los astronautas de la misión Apolo 13, que casi termina en desastre.
La maniobra de Komarov fue perfecta. Para estabilizar a la Soyuz, caprichosa e indomable, la hizo girar sobre sí misma y el frenado se inició con éxito. Pero algo volvió a fallar. Cuando corrían 146 de los 150 segundos previstos, el combustible usado para controlar a la Soyuz se acabó y el sistema de navegación ordenó el apagado de los motores. Ahora, la nave se preparaba a reingresar a la Tierra en modo balístico, que implica el descenso sin propulsión, con un rumbo fijado sólo por su impulso y con la esperanza que los paracaídas frenaran, suavizaran al menos, el impacto del aterrizaje. De hecho, el sitio previsto para la llegada de la Soyuz, en Orenburg, se había trasladado ahora a Orsk, a unos trescientos veinticinco kilómetros.
Tal vez, todo no pasara de un golpazo en la tundra soviética y, con suerte, Komarov salvara su vida. Pero algo volvió a fallar de nuevo: los vitales paracaídas. Cuando Komarov los accionó, no se desplegaron: el calor al que había sido expuesta la Soyuz al reingresar a la Tierra había fundido el compartimento de los paracaídas. Pero esos elementos vitales también tenían fallos de diseño. El paracaídas principal debió haberse abierto luego de que uno más pequeño, el paracaídas guía, se desplegara. Ese sí se abrió, pero sin la fuerza suficiente para arrastrar al principal, que quedó atascado. El paracaídas de emergencia se enredó y tampoco llegó a desplegarse.
La Soyuz 1 quedó reducida a nada.
En un giro interpretativo que consagra a la hipocresía y la perversidad como estrategias políticas, la URSS, que ocultó la tragedia, o al menos lo hizo con gran parte de sus detalles, intentó convertir en un éxito dolido la tragedia de Komarov.
Tres meses antes del desastre de la Soyuz, Estados Unidos había perdido a tres astronautas. Eran los encargados de la misión espacial de la Apolo 1. En un ensayo del despegue, el 27 de enero de 1967, la Apolo 1 estalló, se incendió y murieron sus tripulantes, Viril Grissom, Edward White y Roger Chafe, los tres en tierra. De manera que Brezhnev impuso que Komarov fuese consagrado como “el primer ser humano en morir en un vuelo espacial”.
Mala estrella cargan los héroes en Rusia.