El origen de los países fantasma que acosan a Kiev y justifican la ofensiva final del Donbas

El origen de los países fantasma que acosan a Kiev y justifican la ofensiva final del Donbas

Soldado, en el frente de Donetks y Luganks – AFP

 

Vladimir Putin, el zar del siglo XXI, ha movido ficha. Después de extender sus líneas lejos de la frontera rusa y avanzar como una exhalación hacia Kiev por el norte de Ucrania, ha plegado velas y dirigido sus fuerzas contra el Donbass. Habla de ataque de distracción y afirma que pretende proteger las repúblicas independientes de Donetsk y Lugansk, el centro de sus desvelos. Mucho se ha escrito durante este mes de guerra de estos territorios; dos regiones en conflicto con Kiev desde hace ocho años y nacidas al calor del Euromaidán que sacudió el oeste de la zona. Un par de países fantasma que, sobre el papel, se dicen repúblicas populares.

Por abc.es

Euromaidán

La crisis que divide a Ucrania en dos empezó a alumbrarse a finales de 2013.

El 21 de noviembre de ese mismo año, la antigua República Socialista (o más bien su presidente, Víktor Yanukóvich) destruyó los puentes tendidos con Occidente al rechazar la firma del Acuerdo de Asociación entre su país y la Unión Europea. Con esta decisión se esfumaron también las esperanzas de que la región se alejase de Rusia. De hecho, en la práctica suponía que se arrojaba a los brazos de su líder, Vladimir Putin.

A partir de entonces, los hechos se sucedieron a una velocidad de vértigo. El 22, lejos de calmar la situación, el gobierno de Kiev cargó de forma frontal contra el Fondo Monetario Internacional y le hizo responsable de la decisión tomada por haberles prometido una ayuda económica nimia para su modernización. «Nos ofrecen una miseria», afirmó Yanukóvich. El ejecutivo creía que el pasado soviético del país movilizaría a la población en contra de las potencias que habían obtenido la victoria en la Guerra Fría.

Pero no fue así. Entre el 24 y el 25 de noviembre, pocas jornadas después del demoledor anuncio, una multitud de 100.000 europeístas bloqueó el centro de la capital. El lema del nuevo movimiento, conocido a la postre como la revolución del Euromaidán, era claro: «Ucrania es Europa». Como colofón, derribaron una de las estatuas de Vladimir Lenin al calor de la bandera con las doce estrellas de la UE. La icónica Plaza de la Independencia de la ciudad se convirtió en su centro neurálgico, el lugar desde el que presionar a un gobierno que, superado, recurrió primero al encarcelamiento masivo de opositores y, poco después, se vio obligado a amnistiar a muchos de ellos para relajar la tensión local e internacional.

La calma duró un suspiro. El 18 de febrero de 2014 los disturbios se recrudecieron y las fuerzas de seguridad enviadas por Yanukóvich (de tendencia prorrusa) cargaron contra los hombres, mujeres y niños organizados en Kiev. El 20, con la tensión por las nubes, se vivió uno de los días más negros del país cuando grupos aislados de francotiradores dispararon, principalmente, sobre manifestantes y acabaron con la vida de medio centenar de ellos.

Mientras se sucedía el baño de sangre, Occidente y Putin hicieron sus particulares acercamientos, respectivamente, hacia los ciudadanos ucranianos más proclives a la europeización, ubicados en torno a Kiev, y a unirse a Rusia, situados al este del país. Europa brindó su apoyo, desde el principio, a los manifestantes. El Kremlin, por su parte, aprobó ayudas económicas a la región para ganarse el favor de los prorrusos. Pero, para entonces, la semilla del Euromaidán ya había florecido y el movimiento se había extendido a otras tantas ciudades. En una rápida sucesión de acontecimientos, y en mitad del caos, los revolucionarios tomaron las sedes del Gobierno y del Parlamento ante la neutralidad de unas sobrepasadas autoridades.

El presidente no aguantó la presión y escapó de su residencia, que fue asaltada y vejada poco después. Con su líder huido, los políticos locales eligieron como su sucesor al opositor Alexander Turchínov. El golpe fue severo para Rusia, desde donde se afirmó a toda velocidad que Yanukóvich era «el único poder legítimo». Por el contrario, Bruselas celebró la decisión. La revolución había ganado el primer asalto.

Cruenta guerra civil

Sin embargo, el discurso repetido desde el este cuajó en algunas de las regiones de Ucrania más favorables a Putin. Una de las zonas en las que fue recibido con los brazos abiertos fue en la península de Crimea, la misma que fuera entregada por Nikita Kruschev al país en 1954. El 26, una manifestación multitudinaria que clamaba por adherirse de nuevo a sus vecinos tomó las calles y, el 1 de marzo, las autoridades locales, de tendencia prorrusa, solicitaron la ayuda de Moscú para el mantenimiento de la paz. En los días siguientes las concentraciones se generalizaron.

El Kremlin intensificó entonces el envío de tropas hasta la región en lo que llamó la «ayuda a Crimea», un movimiento iniciado en febrero de forma oculta y que los miembros del G7 y otros tantos organismos consideraron una ocupación. «Rusia debe poner fin a sus actividades militares y a sus amenazas», sentenciaron desde la OTAN. De poco sirvieron las palabras, como bien demuestra el que, el 11 de marzo, el Parlamento regional aprobase su declaración de independencia y se desligara del gobierno de Turchínov. Cinco jornadas después se celebró un referéndum en el que el 96% de los que acudieron a las urnas votó a favor de formar parte de Rusia.

Como en el caso del Euromaidán, la decisión de Crimea fue un ejemplo para otras tantas regiones de Ucrania ubicadas al este de Kiev. Zonas con una mayoría de ciudadanos rusoparlantes que deseaban su anexión a Moscú y que habían sido testigos de la imposibilidad del gobierno interino para evitar la ocupación orquestada desde el Kremlin. Así, entre el 6 y el 13 de abril de 2014, cuando ya se había confirmado desde el nuevo ejecutivo que se celebrarían elecciones en mayo, los manifestantes prorrusos tomaron los óblast de DonetskLuganskOdessaJersonDnipropetrovskZaporizhia Járkiv. Una revolución acababa de alzarse contra otra.

La reacción del gobierno fue similar a la de su predecesor: organizar una operación antiterrorista contra unas milicias que, en sus palabras, Putin apoyaba con hombres, dinero y armas. En aquella primera batalla fueron aplastados la mayor parte de las revueltas. Solo dos zonas, Donetsk Luhansk, resistieron el envite y se convirtieron en repúblicas populares tras sendos referéndums.

Desde entonces el país vive una verdadera guerra civil en la región de Donbass, ubicada al este del río Donets. Una cruenta contienda que enfrenta a los partidarios del gobierno de Kiev, hoy dirigido por Volodímir Zelenski como sucesor de Petró Poroshenko, electo en 2014, y a las repúblicas populares prorrusas de Donetsk y Lugansk. El punto álgido de la misma se sucedió hasta 2015, cuando ambos contendientes firmaron un alto el fuego en Kiev que todavía perdura. Al menos sobre el papel, ya que, aunque se han detenido los recurrentes bombardeos enviados desde Ucrania y los derribos de aviones civiles por parte de las milicias opositoras, los movimientos de refugiados y los golpes de mano aislados siguen produciéndose.

A nivel local los números son dantescos: según la ONU, entre 2014 y 2019 ha habido que lamentar 10.300 muertos y cientos de miles de desplazados. Más de 14.000 hasta que Putin lanzó sus carros de combate contra la frontera ucraniana el pasado febrero. Desde el punto de vista internacional la situación no es mejor, pues las autodenominadas repúblicas populares se han convertido en un pequeño tablero de ajedrez que enfrente al Kremlin y a Occidente.

 

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