El recuerdo de Studio 54: las interminables noches de sexo, drogas y placeres prohibidos en la discoteca neoyorkina que marcó una época

El recuerdo de Studio 54: las interminables noches de sexo, drogas y placeres prohibidos en la discoteca neoyorkina que marcó una época

La entrada de Bianca Jagger en un caballo blanco tal vez sea el momento más icónico de la historia de Studio 54 (Photo by Robin Platzer/Twin Images/ & Online USA)

 

El 26 de abril de 1977, 45 años atrás, miles de personas se agolparon en la Calle 54 de Manhattan. Había vallas, policía, fotógrafos. Se inauguraba una nueva discoteca. Decían que nunca se había visto algo igual. La promoción previa había conseguido su objetivo. Todos querían estar allí. El portero no se cansaba de rechazar gente. El criterio era arbitrario. Uno de sus dueños se paseaba por la puerta saludando con énfasis a las celebridades que arribaban. Frank Sinatra, Warren Beatty y Mick Jagger no pudieron superar la muralla de curiosos y se perdieron la noche inaugural en la que cantó Diana Ross. Pese al gran movimiento de esa primera jornada, los siguientes días cayó mucho el flujo de gente. Tal vez, los rechazos masivos en la puerta hicieron que el público desistiera de ir ante el temor a no entrar.

Por infobae.com





Todo cambió pocas semanas después. Esa noche era el cumpleaños de Bianca Jagger. Mick reposaba en un sillón con la camisa abierta. De pronto las luces se apagaron, atronó Simpathy for The Devil y Bianca entró montada en un hermoso caballo blanco. Delante abría el paso un joven alto y musculoso desnudo, que portaba sólo un bodypainting que simulaba un smoking. No era para menos. Era una noche de gala. Cuando Bianca desmontó, una modelo desnuda se subió y cabalgó por la pista como una Lady Godiva Disco. La foto con la esposa del Rolling Stone a caballo en el medio del boliche cambió la historia. A partir de ese momento, cada noche de los siguientes tres años, cientos de personas se agolparon en la puerta de Studio 54, tal vez la discoteca más famosa de la historia.

La leyenda dura (mucho) más que su apogeo. Fueron 33 meses en los que un club nocturno se convirtió en el centro de Nueva York. Studio 54 nacido de la ambición de dos jóvenes, transformó las noches de la gran ciudad y generó una leyenda que perdura más de cuatro décadas después de su clausura.

Ian Schrager y Steve Rubell eran jóvenes y ambiciosos. Se les ocurrió una manera única de combinar negocios con placer. Manejar boliches nocturnos. Eran los años de la música disco y todavía no había llegado la epidemia del Sida. El auge de lo que mostró Fiebre de Sábado por la Noche. Así que la competencia era mucha. Había que hacer algo muy especial para distinguirse del resto. Ellos ya estaban asociados en otras dos discotecas cuando les acercaron una propuesta especial. Un local enorme en el corazón de Manhattan, a tres cuadras del Central Park. Inaugurado en 1927, había sido un teatro y un cine que nunca había tenido demasiado éxito. Sus obras bajaban rápido de cartel y los años se sucedían sin poder equilibrar los números. Hasta que a mediados de los cuarenta lo compró la CBS y montó estudios televisivos. Pero a mediados de los setenta decidieron centralizar la operación y construyeron nuevos estudios, por lo que se desprendieron del viejo teatro. Schrager y Rubell compraron la propiedad con un sólo objetivo: crear el mejor boliche nocturno de Nueva York. Aprovecharon lo que ya había, las huellas del pasado en el edificio: los palcos del teatro, las impresionantes parrillas de luces de los estudios televisivos. Y fueron imaginativos. Por ejemplo, contrataron iluminadores audiovisuales para manejar la potencia lumínica y crear efectos únicos: no había especialistas para discotecas.

El logo se lo encargaron a Gilbert Lesser. Querían diferenciarse del resto y la imagen era un punto vital. Ese cinco panzón, suculento, con curvas, pegado al cuatro estilizado y recto con el “Studio” escrito en blanco dentro de él, es una marca visual reconocible de inmediato y que todavía perdura. El nombre fue una combinación del uso anterior (un estudio de TV) y la calle en que se encontraba.

Robin Williams solía decir: “Quien dice recordar algo de los años sesenta es que no estuvo ahí”. El actor era habitué de Studio 54 (eran tiempos de su primer gran éxito, Mork y Mindy). La ocurrencia puede aplicarse de manera exacta al club nocturno. Las cantidades ingentes de alcohol y cocaína que corrían a la vista de todos hicieron que la amnesia fuera el estado más frecuente. Sin embargo, las anécdotas, cuentos y leyendas surgían con velocidad.

Studio 54, el lugar donde todo (lo prohibido) sucedía

Marc Benecke tenía 19 años. Llegó al puesto de casualidad. Parecía que no podía tener demasiados problemas ni exigencias. Se le requería pulcritud, amabilidad y levantar y bajar la soga de terciopelo que franqueaba el paso en la entrada del lugar. Sería el portero del nuevo local bailable. Creyó que era una buena posibilidad de conocer gente interesante y dar el salto. La plata le venía bien para pagar sus estudios universitarios de abogacía. Su delgadez se manifestaba en los pómulos salientes. La nariz triangular y puntiaguda hacía creer que la cara había sido dibujada con una escuadra. El pelo rubio con jopo a lo Bowie.

Pero ese trabajo protocolar se convirtió muy rápidamente en uno de los más influyentes de todo Nueva York. Y Marc se convirtió en la persona a seducir. Mientras las largas filas esperaban para entrar, Benecke las recorría con lentitud, examinando a los que deseaban ingresar a Studio 54. Era una mirada panorámica pero profunda. Una especie de scanner que detectaba detalles que determinaban quién obtenía el pase al paraíso y quién no. Unos zapatos estrambóticos hacían entrar a alguien y un peinado demasiado formal hacía que fuera rechazado. Pero nadie tenía la clave. Era como una contraseña que cambiaba todos los días. Lo único que se mantenía firme, que permanecía en el tiempo era la arbitrariedad de los que dejaban pasar o no. Hoy sería un escándalo. Se hablaría de discriminación. Pero uno de los secretos del éxito de Studio 54 fue la dificultad para ingresar. Generar una expectación desmedida, demostrar que no cualquiera lo hacía. Y, la clave, residía en que no había parámetros determinados. Un concepto etéreo, indefinible como tener onda. Así podían mezclarse drag queens, jóvenes con apretados pantaloncitos de tenis, hombres de traje, mujeres con vestidos de noche o uno de los Village People ataviado como su personaje aún antes de integrar el grupo.

Benecke desechaba personas -hasta miles por noche- con un breve meneo de cabeza, o un gesto despectivo de su mano. “Por favor, Marc. Por favor, Marc” era la frase, el ruego más escuchado en Manhattan.

El otro que patrullaba la puerta y oficiaba de Nerón, levantando su pulgar o bajándolo para informar sobre el destino de las personas era Steve Rubell, uno de los dueños, el de perfil más alto: “Dejaré entrar a cualquiera que tenga aspecto de hacer que adentro las cosas se pongan divertidas”, decía. La contracara de esa rase fue la orden que Rubell le dio a la gente de la puerta el día de la inauguración: “Asegúrense de no dejar pasar a nadie que se vea como yo”.

Esta política restrictiva a veces les hacía pasar malos tragos. Se dice que los problemas que terminaron ocasionando el final de Studio 54 se iniciaron en el enojo y resentimiento de algún poderoso humillado en la puerta.

A veces, en las grandes noches, hasta miles de personas se amuchaban en la puerta para que los dejasen ingresar. La selección era estricta y parsimoniosa y no conocía instancia de apelación. Los que lograban entrar se sorprendían porque el local no rebosaba de gente. Los medios también aprovecharon. Mandaban sus cámaras para captar el gesto y las declaraciones llenas de enojo de los rechazados. Esa también era excelente publicidad para los dueños.

Cada noche convivían cientos de celebridades en los sillones inflados y la pista de parquet de Studio 54. Pero casi como una novedad, otro pequeño detalle que aumentaba la expectación y el aura de exclusividad del boliche era que todos pagaban su entrada y lo que consumían. El ingreso (que según el día variaba entre los 8 y los 10 dólares) era abonado por cada persona sin importar su fama o prestigio. Ellos no estaban sometidos al escrutinio de Benecke ni a las colas pero pasaban por la boletería. Dentro, tenían reservados los mejores lugares y acceso al salón del sótano, el lugar más exclusivo de todo Nueva York durante décadas. Según los rumores, una especie de salón infernal o salón de los placeres prohibidos.

La lista es impresionante. Sería más fácil decir quién no era habitué de Studio 54. Jack Nicholson, los cómicos de Saturday Night Live, Diana Ross, Bianca Jagger, Andy Warhol, Liza Minelli, Calvin Klein, Truman Capote, Woody Allen, Cher, Debbie Harry. Cada celebridad que pasó por Nueva York en esos años estuvo una noche en esa pista. Se decía que las estrellas que iban a los late night shows televisivos de Johnny Carson y otros presentadores, después de salir de los canales, terminaban en Studio 54.

En un sillón podían charlar David Bowie, Mick Jagger y Liz Taylor; en la pista Margaret Trudeau bailaba con el actor de moda; Calvin Klein de madrugada entraba en la cabina y oficiaba de disc jockey por una hora; un millonario dueño de medio Manhattan podía tomar algo con una drag queen; Stallone abrazaba a Michael Jackson; y cualquiera podía terminar teniendo sexo con cualquiera en uno de los baños, en un reservado o hasta en un rincón algo oscuro de la pista.

En las fotos se ven tres celebridades que su presencia hoy provocaría un escándalo: Brooke Shields con 14 años, una Tatum O’Neal adolescente o Drew Barrymore con 8 también pasaban noches en Studio 54.

Los meseros y meseras llevaban muy poca ropa (a veces breves taparrabos como si se trataran de émulos de Tarzán y Jane) y los clientes los manoseaban y eran manoseados por ellos. Para una celebración estuvieron ataviados como cupidos con corazones, flechas y pequeñas alas.

Mientras Ian Schrager casi no salía de su oficina y sólo se dedicaba a hacer números, Steve Rubell ataviado de manera llamativa paseaba por el salón interactuando con los presentes. Dicen que solía tener los bolsillos llenos de drogas y de fajos de billetes.

Otro beneficio de las celebridades era que tenían protección anti paparazzis. Las fotos se consensuaban, nadie salía registrado en una aventura extramatrimonial ni consumiendo sustancias prohibidas. Las fotos que eran “robadas” sólo eran de momentos inocuos. Famosos bailando, tomando algo, riéndose. Ni siquiera Ron Galella, el más temido paparazzi, lograba violar esa intimidad. Sólo les quedaban las imágenes de entrada y salida del club.

Y Studio 54 generó algo que luego perduraría entre los famosos y el jet set. No necesitaban hacer nada para estar en los medios. Ni un escándalo, ni un romance oculto, ni un estreno, ni siquiera una declaración estentórea. Sólo con estar en el lugar indicado cada noche su imagen llegaría a las páginas de las principales revistas. La fascinación se retroalimentaba: la gente quería ver a los famosos divertirse y ellas querían seguir teniendo presencia en los medios sin arriesgar demasiado. Ese esquema de consumo de la celebridad explotó con Studio 54 y ya nunca salió del menú de la fama.

Las fotos de Studio 54 son hipnóticas. Las vestimentas extravagantes, los estilos que se mezclan, la transpiración, la sofisticación, el sexo, el deseo, las celebridades, los bailes, los peinados afros. La mayoría en un elegante blanco y negro que sólo aumenta la nostalgia (de lo no vivido).

Las anécdotas y rumores se acumulan, son innumerables (y algunos incomprobables). El ejemplo de Bianca Jagger cundió y para el cumpleaños de Dolly Parton llevaron un par de vacas; en otras ocasiones hasta hubo leopardos y leones. Una noche, Linda Blair posó con un elefante. Las autoridades de salubridad de Nueva York labraron actas y le pusieron multas millonarias por violar varias leyes. No fue el único problema con autoridades municipales. A la semana de abrir los clausuraron porque no tenían permiso para vender bebidas alcohólicas. Reabrieron al día siguiente sirviendo sólo jugos frutales y agua mineral (la droga no dejó de circular ningún día). Tardaron más de un año en conseguir la licencia definitiva pero lo solucionaron con un ardid. Renovaban todos los días una licencia por 24 horas como si se tratara de una empresa de catering.

En otra velada a los dueños se les ocurrió hacer La Fiesta del Glitter. El local se inundó con glitter. Dicen que desparramaron cientos de kilos por el piso, lo alfombraron. Todo brilló esa noche. Pero la consecuencia principal de esa fiesta fue que durante meses cada uno que fue a la discoteca volvió con su ropa llena de brillantina.

Una vez, Grace Jones cantó uno de sus temas y de pronto encandiló al público bajando su vestido y mostrando sus pechos. Distraídos por su belleza, los concurrentes se sorprendieron con lo que siguió. Grace Jones los mantuvo a todos tensos y los obligó a no despegar los ojos de ella hasta que abandonó el escenario. Siguió cantando en topless mientras apuntaba al público con un arma cargada.

Para una Navidad, Rubell decidió que los concurrentes a esa fiesta merecían un regalo. Así cada uno tuvo un souvenir: un logo de Studio 54 tallado en madera y una bolsa con varios gramos de cocaína para cada invitado.

Una o dos veces por semana el lugar se ambientaba de una manera especial. Estas fiestas temáticas no se anunciaban. No era necesario. Lo importante era lo que pasaba adentro y de la manera en que se hablaría de ello al día siguiente. Se creó la sensación de que ahí dentro todo podía suceder. Se creó la necesidad en el público de estar ahí dentro. Noche a noche los que quedaban afuera sentían que se estaban perdiendo algo irrepetible.

Fue una tormenta perfecta. El lugar exacto en el momento adecuado. Uno de esos componentes ineludibles fue la música disco. Sin ella, denostada por la intelligentsia, nada hubiera sido igual. Los bajos machacantes y sexuales, la libertad, el funk, los cantantes susurrantes, el ánimo festivo, el frenesí bailable y despreocupado.

Kool & the Gang, KC and The Sunshine, Gloria Gaynor, Donna Summer, los extraordinarios Earth Wind & Fire, los Bee Gees que rompieron récords con la banda de sonido de la película de Travolta. Pero también tuvieron sus hits disco artistas del rock como Kiss, Rod Stewart y los Rolling Stones. I Will Survive era el lado B de un single de Gloria Gaynor. Se convirtió en himno disco (y obligó a una reedición como Lado A) en la pista de Studio 54.

Una paradoja: Chic, la banda disco por excelencia, tal vez la más refinada, comandada por Nile Rodgers y Bernard Edwards compuso Le Freak, un single que llegó al número 1 y que vendió más de 7 millones de copias, llevados por el enojo. La canción describe el ambiente de Studio 54, las clases altas, las colas en la calle y lo hace con una mirada llena de sarcasmo que el tiempo se encargó de ir erosionando. El tema en el que el boliche quedó perpetuado nació de la bronca de Rodgers y Edwards porque una noche de 1977 fueron rechazados, con muy malos modos, en la puerta. Invitados por una de las reinas de Studio 54, Grace Jones -sus imágenes en la pista con su belleza inquietante, siempre desafiante y la piel negra brillante son una cima de la fotogenia-, alguien no los puso en la lista y Bernecke no dudó en echarlos destempladamente. El estribillo que repite Freak Out originalmente era un insulto para los dueños y el portero del club: Fuck Off.

Schrager, uno de los dueños, solía decir que el motivo por el cual todo había terminado tan rápido era que cada noche él se iba demasiado temprano y Rubell, su socio, demasiado tarde.

El exhibicionismo y la altanería, bases de su éxito, los llevaron a la ruina. A finales de 1978, Rubell declaró que habían ganado más de 7 millones de dólares. “Ni siquiera los mafiosos recaudan más que nosotros” se ufanó. Las autoridades impositivas enviaron una inspección de inmediato al club nocturno. Los números no cerraban. La evasión era flagrante. Contrataron a Roy Cohn, una leyenda de la abogacía, un hueso duro de roer, muy conectado y de perfil altísimo (parte de su historía quedaría inmortalizada en la obra “Ángeles en América”). Pero sólo pudo dilatar el final. Cuando terminaba 1979, otra inspección produjo la debacle final. Además de la evasión se encontraron grandes cantidades de cocaína.

Schrager y Rubell fueron condenados a más de tres años de prisión efectiva. La noche previa a ir a prisión celebraron la última gran fiesta. Fue el 2 de febrero de 1980. Ese día cerró Studio 54.

Al año y medio fueron liberados. Juntos se dedicaron a otro negocio. Crearon el concepto de los hoteles boutique y construyeron otra fortuna. Rubell murió de VIH en 1989. Schrager es en la actualidad un magnate hotelero.

Studio 54 fue vendido y reabierto. En los primeros años de los ochenta volvió a conocer el éxito pero su impacto cultural no fue el mismo. Con diferentes dueños siguió abierto hasta que un par de años atrás la pandemia le dio el golpe definitivo.

Se escribieron canciones, libros, se filmaron películas y documentales sobre Studio 54. Hasta se montó una muestra en el Museo de Brooklyn. “Si antes nada se asemejaba a Studio 54, donde el verdadero polvo de diamante caía desde el techo a los bailarines como nieve intergaláctica, no hay dudas de que no volveremos a ver nada similar”, sentenció The New York Times.

Fue mucho más que una discoteca. Fue un fenómeno cultural. Un ícono irrepetible de una época.