Alberto Ray: El síndrome del enemigo

Alberto Ray: El síndrome del enemigo

Estamos en tiempos de guerras híbridas, aunque últimamente he visto el término guerra multidimensional, utilizado para resaltar los distintos terrenos o espacios en los que el conflicto se desarrolla, y como ya es bien sabido, la dimensión narrativa es uno de las más activos y complejos.

Hoy, lo narrativo no es un mero relato tendencioso de lo que ocurre sobre el terreno geográfico, la guerra narrativa es en sí misma, un plano más de confrontación, y como en toda guerra, surgen bandos.

Carl Schmitt, el conocido filósofo y politólogo alemán, miembro del partido nazi, fue quizás quien mejor entendió, a través de su hipótesis, amigo – enemigo, que la política puede zafarse de su aparato institucional y hacerse ubicua y desterritorializada, si se forman binomios polarizados, favoreciendo así la pugnacidad de los extremos y haciendo de aquel que no es amigo, enemigo a exterminar, pues es la única forma de imponer la política.





A partir de la guerra fría, la distinción amigo – enemigo tomó un valor esencial porque se trataba del establecimiento de dos extremos que se veían en su narrativa como enemigos dispuestos a aniquilarse el uno al otro, en una parálisis por tensión de fuerzas explotada por las agencias de inteligencia, que hábilmente magnificaban los atributos malignos de su opuesto, haciéndolo ver como cruel y despiadado, capaz de exterminarlo para imponer su política.

A este conjunto de fenómenos producidos a partir de la magnificación narrativa del contrincante se le conoce como síndrome del enemigo y es uno de los elementos axiales en el plano narrativo de los conflictos postmodernos, y elevado a la potencia en esta guerra entre Rusia y Ucrania.

Para entrar en un análisis actualizado del síndrome del enemigo en estos tiempos debemos comenzar por entender que ahora las guerras no se limitan a dos bandos dicotómicos, en los que el enemigo de mi enemigo puede ser mi amigo. Estamos más bien en el reino de lo heterárquico. una nueva forma de reordenar el mundo, en la cual las relaciones pueden clasificarse de múltiples formas, con tendencia a privilegiar estructuras flexibles conformadas en redes, en lugar de las pirámides jerárquicas.

Lo heterárquico divide o une de acuerdo con intereses, es polivalente o indiferenciado cuando no responde a una determinada clasificación. Son sistemas donde sus elementos poseen la potencialidad de ser clasificados de diversas formas y cada uno se entreteje en red con sus pares. Al no poseer una categoría definida, las partes de un sistema heterárquico pueden ordenarse en función de sus propósitos, por tanto, un elemento puede ser amigo ante determinado objetivo y enemigo frente a otro.

En tiempos de guerra, las organizaciones heterárquicas, no pueden mantenerse indiferenciadas, porque al verse amenazadas en sus intereses están forzadas a mostrarse y a alinearse en torno a un conjunto de propósitos, formando así bloques amigos y bloques enemigos, que tampoco son completamente nítidos, pues que existen espacios grises entre ellos en los que se mueven actores y agendas.

Un segundo aspecto y que tiene que ver con el contenido narrativo, es aquel que se refiere a la definición del enemigo. Este conflicto Rusia – Ucrania es quizás el primero de importancia mundial desde el inicio de la curva aceleracionista de expansión tecnológica digital y globalización, por tanto, e inevitablemente el criterio amigo – enemigo tiene alcance planetario.

La narrativa del Estado y los medios rusos la expresan presentando a su país como víctima de un intento de potencias occidentales de apoderarse de la madre tierra y que, como la mejor defensa es el ataque, Rusia está obligada a contener tales las intenciones. En este sentido, la cohesión de Estados Unidos y la Unión Europea en el objetivo de proveer armas y apoyo económico a Ucrania es prueba suficiente o “verdad” para demostrar que su líder Putin hace lo correcto.

Por otro lado, Europa y los Estados Unidos utilizando a la OTAN y la ONU principalmente señalan que Putin ha decidido poner en marcha una nueva era expansionista de la Gran Rusia y su primer objetivo es Ucrania (que ha sido anexada varias veces en la historia), pero que no se detendrá allí, sino que se trata de volver a los antiguos límites de la URSS, a partir de los cuales relanzarse como polo de un nuevo orden global.

Existe una tercera narrativa, la de países o agendas que ven el conflicto desde una distancia prudente sin condenarlo, en búsqueda de un nuevo y más favorable posicionamiento estratégico, frente al desgaste de los contendientes. Es una especie de narrativa del silencio, en que no intervenir ya fija una posición.

El síndrome del enemigo no sólo magnifica la maldad y la crueldad del adversario, sino que exalta las virtudes del “amigo”. Dependiendo del bando y si se cuestionara la visión “occidental” de la guerra, Zelynsky quizás no sea un héroe internacional, ni un desprendido defensor de su soberanía, como tampoco Putin sea el cruel asesino de ancianos y niños que arrasa con ciudades enteras. O puesto de otra manera, la guerra es la ocasión necesaria para etiquetar al enemigo, al tiempo que las virtudes del amigo se crecen casi de forma sobrenatural.

Durante la breve guerra por las Islas Malvinas en 1982, la dictadura argentina tomó el control total de los medios e hizo creer a su país y a quienes querían escucharlos que estaban ganando la guerra, sin embargo, al poco tiempo, la siempre terca realidad terminó mostrando la vedad de los hechos, lo que destruyó la narrativa del enemigo y hasta con la propia tiranía militar argentina.

En las últimas dos décadas hemos visto como en Latinoamérica, y ahora casi en todo el planeta han venido surgiendo con mucha tracción formas de hacer política en las que el síndrome del enemigo está completamente presente. Es suficiente con observar términos como; antiimperialistas, apátridas, escuálidos o ultras para entender que el proceso de polarización hacia los extremos es una realidad incuestionable y que la guerra de aniquilación se convierte en el escenario probable para imponer visiones y modelos de gobernar al mundo.

El orden mundial, fundado a partir de 1945 con el fin de la Segunda Guerra pareciera estar caduco y así lo anuncian estos tiempos de tanta incertidumbre y complejidad.

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