Le molestaba cumplir ochenta años. Refunfuñaba con amargura y con una dulce ironía. Cuando le preguntaron cómo se sentía, contestó con una genialidad: “Cómo se siente un hombre de ochenta años no es un motivo de conversación”. Pero Sigmund Freud había llegado a esa alta edad, sacudido por su cáncer de garganta del que fue operado más de treinta veces: había entrado al quirófano en marzo de 1936, dos meses antes de su cumpleaños.
Por infobae.com
Enterado de que su discípulo, y luego biógrafo, Ernest Jones, le preparaba una fiesta, le envió una carta deliciosa y contundente en la que, entre otras cosas, le decía: “Y ahora, unas palabras desde detrás de las bambalinas. Ha llegado hasta mí la información de que usted está preparando una celebración especial para mi 80 cumpleaños. Aparte de la posibilidad de que puede no llegar a ocurrir y de mi convicción de que un telegrama de condolencia sería la única reacción adecuada para un hecho así, soy de la opinión de que ni la situación que impera en los círculos analíticos, ni el estado del mundo justifican celebración alguna (…)”.
La “situación que impera” era el nazismo que acosaba a Freud y a su ciencia. En marzo, casi en coincidencia con su operación de garganta, Martin, el hijo de Freud, había sufrido en Berlín el embate de la Gestapo que se había apoderado de los bienes de su editorial, que a partir de entonces funcionó, mutilada, en Viena, hasta que la Gestapo la expropió en 1938.
No había manera de lograr que Freud asociara su aniversario a un motivo de alegría, aún leve. Escribe a Jones: “¿Cuál es el significado secreto de esto de celebrar las cifras redondas de la edad avanzada? Es seguramente una medición del triunfo sobre lo transitorio de la vida, que, como nunca olvidamos, está dispuesta a devorarnos a todos. Uno se regocija entonces con una especie de sentimiento común de que no estamos hechos de un material tan frágil como para impedir que uno de nosotros resista victoriosamente los efectos hostiles de la vida durante 60, 70, 80 años. (…) Pero la celebración evidentemente tiene sentido solamente cuando el sobreviviente puede, a despecho de todas las heridas y cicatrices, intervenir en ella como una persona sana; pierde este sentido cuando se trata de un inválido tal, que de ninguna manera se puede hablar de festejos comunes con él. (…) Preferiría que mi octogésimo cumpleaños fuera considerado como asunto privado mío… por mis amigos”.
Era imposible. Freud era famoso en todo el mundo, ese año había sido nombrado miembro correspondiente de la Royal Society, y los telegramas de felicitación llegaban por centenares. El día de su cumpleaños, las habitaciones de su casa eran una florería y Freud sentía la pesadez de tener que responder a todos y cada uno de los mensajes de felicitación que le habían llegado.
Días antes, sin embargo, había contestado con placer una carta muy especial que le había llegado de Estados Unidos. Era de Albert Einstein, que se la enviaba desde Princeton, adonde había llegado un mes antes de que Adolf Hitler tomara el poder en Alemania en enero de 1933.
El padre de la física moderna y el del psicoanálisis se conocían. Se habían visto en la Navidad de 1926 en Berlín y en casa de Ernst, el hijo de Freud. Comentario de Freud, genio y figura, sobre Einstein y sobre aquel encuentro: “Él es alegre, seguro de sí mismo y un hombre agradable. Entiende tanto de psicología como yo de física, así que tuvimos una charla muy placentera”, le escribió a la princesa María Bonaparte.
Y agregó un comentario referido a Einstein, teñido por su impiadosa amargura: “El afortunado lo ha pasado mucho mejor que yo. Ha contado con el apoyo de una larga serie de predecesores, desde Newton en adelante, mientras que yo he tenido que abrirme paso solo, a zancadas, a través de una jungla enmarañada”. No le faltaba razón.
Los dos científicos, judíos, acorralado uno por el nazismo y por una Europa que se acercaba a las llamas, y el otro con el alivio de haber escapado a tiempo y preocupado por la Europa inminente e inevitable desde su voluntario exilio en Estados Unidos, no volvieron a verse jamás. Einstein, veintitrés años más joven que Freud, lo había impresionado con su “juventud y con su energía que le permiten apoyar tantas causas con tanto vigor”.
Ambos habían intercambiado correspondencia años antes. En una de sus primeras cartas, en febrero de 1930, Freud le confió a Einstein, que era sionista, las reservas que a él le inspiraba el sionismo. En julio de 1932, fue Einstein quien escribió a Freud una “carta-ensayo” sobre “¿Por qué la guerra?”, que Freud respondió en septiembre con otro ensayo en el que incluso traza una correlación entre derecho y violencia. Son dos documentos extraordinarios de dos mentes brillantes.
Pero ahora, Freud tenía en sus manos el saludo de Einstein por su ochenta cumpleaños. La relación entre ambos era difícil. No escapaba a una de las tres condiciones que el psicoanalista juzgaba como probables causas de la infelicidad. Decía Freud: “El sufrimiento tiene tres fuentes; el corporal, los peligros del mundo exterior y los problemas en nuestras relaciones con nuestros semejantes, acaso los más dolorosos de todos ellos”. En las relaciones entre los dos científicos existía una marcada incomprensión sobre las teorías del otro.
En una carta de diciembre de 1930 dirigida a Max Eitington, por entonces presidente de la Asociación Psicoanalítica Internacional, Freud admite que la teoría de la relatividad de Einstein le resulta incomprensible. Eso no debió haberle preocupado: el tribunal que decidió el Nobel de Física para Einstein en 1921, tampoco la entendió y el premio le fue adjudicado por otro de sus hallazgos. Por su parte, Einstein desconfiaba del psicoanálisis, o al menos era escéptico. Dijo una vez, acaso resignado, “Prefiero, con mucho, vivir en la oscuridad de aquel que no ha hecho un análisis”.
Pero los dos hombres mantenían un respetuoso intercambio, un vínculo que estaba por encima de la comprensión de sus teorías. La carta de Einstein a Freud por su cumpleaños, fechada en Princeton el 21 de abril de 1936, muestra una novedad: una especie de cauteloso acercamiento del físico hacia la ciencia de Freud. Decía: “Estimado señor Freud: Me siento feliz de que a esta generación le haya tocado en suerte la oportunidad de expresar su respeto y su gratitud a usted, que es uno de sus más grandes maestros. Seguramente no le fue fácil lograr que la gente profana, escéptica como es, haya llegado a hacerse al respecto un juicio independiente. Hasta hace poco, lo único que me era posible captar era la fuerza especulativa de sus concepciones, a la vez que la enorme influencia ejercida sobre la Weltanschauung (concepción del mundo) de nuestra presente era, sin estar en condiciones de hacerme un juicio independiente acerca del grado de verdad que contenía. Pero hace muy poco tuve oportunidad de oír algunas cosas, no muy importantes en sí mismas, que a mi juicio descartan toda interpretación que no sea la que usted ofrece en su teoría de la represión. Me sentí encantado de haber dado con esas cosas, ya que siempre es agradable ver que una grande y hermosa concepción concuerda con la realidad. Con mis cordiales deseos y mi profundo respeto. Suyo, Albert Einstein. P.S. Por favor, no conteste usted a esta carta. El placer que me produce la oportunidad que tengo de escribirle ya es suficiente para mí”.
Freud no iba a perder la ocasión de responder. Y de celebrar, con temperada alegría, el giro que había dado el escepticismo de Einstein. Su respuesta, fechada en Viena el 3 de mayo, tres días antes de su aniversario, dice: “Verherter (Estimado) Einstein. En vano objeta usted la idea de que yo conteste a su muy amable carta. Realmente tengo que decirle cuán contento me he sentido al comprobar el cambio registrado en su opinión, o al menos el comienzo de un cambio. Siempre he sabido, por supuesto, que usted me “admiraba” por cortesía y creía muy poco en cualquier aspecto de mis doctrinas, si bien me he estado preguntando a menudo qué es lo que en realidad se puede admirar en ellas si no son verdaderas, es decir, si no contienen una gran parte de verdad. De paso, ¿no cree usted que yo hubiera sido tratado mejor si mis doctrinas contuvieran un porcentaje mayor de error y de extravagancias? Yo le llevo a usted tantos años que puedo permitirme la esperanza de contarle entre mis “partidarios” cuando usted haya alcanzado mi edad. Como yo no podré enterarme de ello, estoy saboreando ya esa satisfacción. Usted sabe lo que ahora está cruzando por mi mente: ein Vorgefühl von solchem Glück geniesse ich, etcétera. Con cariño y admiración inmutables, suyo, Freud”.
La frase en alemán del final de la carta, es un fragmento del Acto V del “Fausto” de Goethe y significa: “En el presentimiento de esa gran alegría, disfruto ahora del instante supremo”.
De nuevo, dos documentos sutiles, filosos, de dos mentes brillantes rescatados en la excepcional biografía de Freud escrita por Jones.
La carta de Einstein fue una gran alegría para Freud. Junto con la visita de Thomas Mann, fue lo más agradable, o lo que menos le molestó, de su desdeñado aniversario. También recibió algunos saludos de sus colegas vieneses, hechos en sordina porque los nazis vigilaban. Freud, miembro de honor de la Asociación Psiquiátrica Americana y de la Asociación Psicoanalítica Americana, de la Asociación Psicoanalítica Francesa, de la Sociedad Neurológica Americana y de la Royal Medico-Psychological Association jamás recibió honor alguno de una universidad alemana. Mann le acercó también un regalo especial: una declaración de reconocimiento que firmaban el propio Mann, Romain Rolland, Jules Romain, H.G. Wells, Virginia Woolf, Stefan Zweig y otras ciento noventa y una personalidades de la literatura y el arte.
Cercado por el nazismo, con la Gestapo sobre los hombros, con sus hijos Martin y Anna detenidos e interrogados por la policía secreta de Hitler, sometido por su implacable enfermedad, Freud dejó Viena para instalarse en Londres en junio de 1938. Explicó sus razones a su hijo Ernst en una carta: “Dos son los motivos que me empujan a irme a Londres en estos días tan deprimentes: reunirme contigo y morir en libertad”.
Murió antes de la medianoche del 23 de septiembre de 1939, veinte días después del inicio de la Segunda Guerra Mundial.