Rudolf Hess, el “niño mimado” de Hitler y la locura detrás del misterio mejor guardado de la Segunda Guerra

Rudolf Hess, el “niño mimado” de Hitler y la locura detrás del misterio mejor guardado de la Segunda Guerra

Rudolf Hess conoció a Hitler en 1920, cuando lo escuchó hablar en Múnich. Quedó encandilado, fascinado, seducido por su personalidad, y se unió de inmediato al NSDAP como miembro número dieciséis del partido (The Print Collector/Print Collector/Getty Images)

 

Fue un disparate. Y provocó, hace ochenta y un años, lo que provocan los disparates: en la superficie, un escándalo; en las entrañas, un terremoto que resquebraja los cimientos. Privó el escándalo por sobre las raíces resquebrajadas del Tercer Reich que ya no volvió a ser el mismo. Adolf Hitler, tampoco.

Por infobae.com

El 10 de mayo de 1941, Rudolf Hess, lugarteniente del Führer, una especie de Führer suplente, que había sido niño mimado del nazismo y había secundado a Hitler desde sus violentos pininos en la política alemana en los años veinte del siglo pasado, se trepó a un avión, piloteó en la noche hasta Escocia, se lanzó en paracaídas y, cuando lo detuvieron, dijo que llevaba a Inglaterra un acuerdo de paz entre el Reich y el Reino Unido para, juntas las dos naciones, acabar con la Unión Soviética y reinar ambas en Europa. Lo metieron preso y jamás volvió a ver la luz del sol en libertad. Pero el episodio es uno de los más curiosos, secretos y controvertidos de la Segunda Guerra Mundial.

Hess había nacido en Alejandría, que era entonces dominio británico, el 26 de abril de 1894. Fue un héroe de la Primera Guerra Mundial, como soldado del Séptimo Regimiento de Artillería de Campo de Baviera y batalló contra los británicos en el Somme y en Ypres, dos trincheras épicas de aquella guerra, en las que ganó una Cruz de Hierro. Fue herido en julio y agosto de 1917, primero en el brazo y luego en el pecho; convaleciente todavía, se inscribió en las bases aéreas de Oberschleissheim y Lechfeld para ser piloto, pero la guerra terminó antes de que entrara en combate.

Los británicos se habían quedado con la pequeña fortuna familiar amasada en Egipto y Hess se unió en Alemania a la Sociedad Thule, un grupo antisemita de derecha y a los Freikorps, una organización paramilitar en la entonces República de Weimar, una experiencia socialista que terminó en desastre. Estudió Historia y Ciencias Económicas en la Universidad de Múnich y aprendió geopolítica de labios del ex general Karl Haushofer, que impulsaba el concepto de “espacio vital” para justificar las ambiciones alemanas de conquistar por la fuerza un territorio ubicado en la Europa del este. Hitler haría de ese concepto uno de los pilares del NSDAP, Partido Nacional Socialista Obrero Alemán. Hess diría de sí mismo, años después, que Egipto lo había hecho nacionalista, la Primera Guerra lo había hecho socialista y Múnich lo había hecho antisemita.

Hess conoció a Hitler en 1920, cuando lo escuchó hablar en Múnich. Quedó encandilado, fascinado, seducido por su personalidad, y se unió de inmediato al NSDAP como miembro número dieciséis del partido. Participó del famoso “putsch” de la cervecería con el que Hitler y los suyos quisieron dar un golpe de Estado en Alemania. Los dos fueron a parar a la cárcel y la relación entre Hitler y Hess tornó a ser íntima. En la prisión de Landsberg Hitler redactó su plataforma política vertida en Mein Kampf (Mi lucha), que fue transcrita por Hess, que también aportó sus propias ideas antisemitas a la que sería la columna vertebral ideológica del nazismo.

Hitler lo hizo su secretario privado en 1925 y su asistente personal en julio de 1929, lanzado ya a la toma del poder. Hess lo acompañó por todo el país en sus actos y discursos de campaña, mejoró la oratoria y la gestualidad de Hitler y se volvió su amigo y confidente. Algunos historiadores sugieren una atracción homosexual entre ambos, al menos velada. En diciembre de 1932 Hess fue nombrado comisionado político del NSDAP y con Hitler ya en el poder fue su lugarteniente y hombre de confianza, el único que podía verlo en cualquier momento del día sin cita previa. En 1935 Hess firmó, junto con el Führer, las infames leyes raciales de Núremberg.

No era cualquier nazi el que huyó a Inglaterra en 1941. Sólo que en siete u ocho años, todo había cambiado bastante para Hess. En 1941 había sido relegado del círculo íntimo de Hitler, que enfrentaba entre sí a las principales figuras del Reich por los favores del jefe: Herman Göring, Heinrich Himmler, Joseph Goebbels y Martin Borman estaban enfrascados en una guerra personal por el dominio de los resortes del Reich y por la suerte de Alemania en la Segunda Guerra.

Göring, por ejemplo, que al inicio de la guerra había sido considerado un héroe por las acciones de su fuerza aérea, la Lutwaffe, había perdido parte de su prestigio cuando no pudo doblegar la feroz resistencia aérea de la Royal Air Force en la Batalla de Inglaterra. Himmler estaba detrás de los servicios de inteligencia y de la poderosa y temida policía del Estado, Gestapo, enfrentado a Göring, que tenía su propio servicio de informaciones en Baviera. Todos miraban con recelo a Goebbels, que no confiaba en nadie y armaba, con la paciencia de un entomólogo, carpetas de antecedentes de sus enemigos en el Gobierno. El Reich triunfante, se deshacía en duras peleas internas.

Hess había quedado al margen no sólo de esas internas, sino de los favores de Hitler, que mantenía su amistad y lo mantenía también en el cargo de lugarteniente. Pero su influencia era nula. Existían sospechas, fundadas, de que Hess se inclinaba con lentitud a la demencia. Se había volcado al esoterismo, a los designios del péndulo sobre la realidad, a lo que los astros decían de la guerra a través del horóscopo y a la posibilidad de mover objetos y condicionar voluntades a través de la energía mental. Si Hess estaba chiflado es algo que no se sabrá nunca del todo porque fue esa, la locura, la excusa que Hess le dijo a Hitler que exhibiera si su plan de paz con Inglaterra fracasaba. Y fue esa, la locura, la razón que Hitler esgrimió para borrar del mapa alemán la figura de Hess después del fracaso de su misión de paz.

Para contribuir a la confusión, el historiador británico Peter Padfield reveló en su libro Hess, Hitler and Churchill: The Real Turning Point of the Second World War A Secret History (Hess, Hitler y Churchill, el momento decisivo de la Segunda Guerra Mundial Una historia secreta), que Hess voló a Escocia con un tratado de paz diseñado por el propio Hitler, y con su anuencia, en el que el Führer ofrecía al primer ministro británico retirarse de Europa a cambio de que Gran Bretaña se declarara neutral cuando Alemania invadiera Rusia. “El viaje de Hess no fue un complot del lugarteniente de Hitler, sino un tratado de paz completamente desarrollado. Fue rechazado por Churchill porque tiraba abajo sus esfuerzos de lograr que Estados Unidos entrara de lleno en la guerra”, fijo Padfield al diario The Economist. Si es cierta la teoría de Padfield, se derrumba el mito del viaje loco de Hess para ofrecer la paz a Churchill, que por ahora es la historia oficial.

Fue la decisión de Hitler de invadir la Unión Soviética lo que lo cambió todo. Hess, que había quedado al margen del debate y la decisión, pensó que era una locura; que Alemania, con dos frentes de combate abiertos al mismo tiempo, estaba condenada a la derrota. Göring pensó exactamente lo mismo, pero decidió adular a Hitler. Hess decidió hacer algo. Y lo hizo. No sólo para evitar la derrota que preveía, sino para recuperar su prestigio que Hitler había desdeñado. Si su misión tenía éxito, Hess volvería a ser quien había sido. Ni siquiera contempló la posibilidad de que los británicos lo apresaran.

La tarde del sábado 10 de mayo de 1941, Hess, que se había despedido horas antes de su mujer, Ilse, y de su hijo, Wolf Rüdiger, a quienes les aseguró que regresaría el lunes por la noche, llegó en su Mercedes a la fábrica de aviones Messerschmitt, vecina a Ausburgo. Allí se cambió de ropa, se enfundó en un taje de piloto, forrado de piel, y se calzó una chaqueta de capitán de la Lutwaffe. Poco antes de las seis de una tarde soleada de primavera, su avión Messerschmitt 110 despegó con Hess como único piloto. Poco después de las once de la noche, después de cruzar Alemania, el Mar del Norte y las tierras bajas de Escocia, cerca de Glasgow, y ya casi sin combustible, Hess abrió la carlinga del avión, se arrojó al vacío en paracaídas, se lastimó el tobillo en la maniobra y cayó en una granja, para asombro de sus habitantes.

Escocia, y Glasgow, no era una elección casual. Cerca vivía Douglas Douglas-Hamilton, décimo catorce duque de Hamilton, un noble escocés, piloto de treinta y ocho años, a quien Hess dijo haber conocido en los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936. Pensó que el duque podría abrirle las puertas del 10 de Downing Street para hablar con Churchill. Hamilton negó siempre haber conocido a Hess, aunque sí estuvo en Berlín y en los juegos aquel año.

El primero en llegar a Hess, que también se había lastimado una pierna al tocar tierra porque, entre otras cosas, era la primera vez en su vida que saltaba en paracaídas, fue el granjero Donald McLean. Lo vio luchar contra el viento para desprenderse del arnés, vio también que el misterioso paracaidista estaba desarmado y le preguntó si era alemán o inglés. Hess le dijo que era alemán, que era el capitán Alfred Horn y que tenía que entregar un importante mensaje al duque de Hamilton.

Para entonces también había llegado a la granja un hombre mayor que Hess y que McLean, William Craig, que decidió ir a pedir ayuda que. Por otro lado, estaba a punto de llegar. La defensa aérea había detectado el vuelo solitario del Messerschmitt alemán, había seguido su ruta y los observadores aéreos habían visto abrirse el paracaídas de Hess, de manera que la Home Guard, una milicia de voluntarios locales, llegó para llevarse al extraño viajero.

Hess había llegado rengueando y con McLean hasta la casa donde el granjero vivía con su mujer y su madre. Allí, fiel a la costumbre inglesa, le ofrecieron una taza de té que Hess rechazó: pidió un vaso con agua. Antes que actuaran los voluntarios de la Home Guard, llegó a la granja ya convertida en celebridad, el comandante Graham Donald, oficial del Royal Observer Corps, que había seguido el curso del avión de Hess hasta que desapareció su señal en los radares: el Messerschmitt se había estrellado cerca del aterrizaje de Hess y sus restos se exhiben hoy en el Museo Imperial de Guerra, de Londres.

Donald había reconocido a Hess. O había creído reconocer a Hess. Le costó trabajo creer que fuese el segundo Führer del Tercer Reich, pero sí estaba seguro que el prisionero no era quien decía ser. Así que habló por teléfono con el duque de Douglas. El duque ya había sido informado del regalito que le había caído del cielo y que el regalito quería hablar con él. Pero no sospechó la verdadera identidad del viajero hasta que Donald se lo dijo. Aun así, no estuvo dispuesto a abandonar su casa a esas horas de la noche. Recién fue a hablar con el prisionero a las once de la mañana del domingo 11 de mayo. La conversación entre ambos no llegó a nada, pero el duque supo que el prisionero era Hess. A últimas horas del día voló al sur para informar en persona a Churchill.

A esa hora Churchill estaba en plena cena en Ditchley Park, Oxfordshire, una residencia imponente del siglo XVIII que el primer ministro usaba a menudo como cuartel general de fin de semana. Londres había sido víctima la noche anterior de un feroz bombardeo alemán y el primer ministro intentaba averiguar la magnitud de los daños y, si era posible, distraerse de las umbrías noticias de la capital del reino: tenía pensado ver esa noche, junto a sus invitados, Los hermanos Marx en el Oeste. Fue entonces que llegó el duque de Hamilton, a quien Churchill conocía muy bien. Lo recibió con una broma: “Bueno, venga y cuéntenos esa extraña historia suya”. Pero Hamilton, serio como una tumba, le dio que se trataba de una historia que debía relatarle en privado.

Todos los invitados de Churchill se retiraron a un salón vecino y sólo quedaron Hamilton, el primer ministro y el Secretario de Estado del Aire, sir Archibald Sinclair. Hamilton contó su historia. Dijo que el prisionero era Hess, que le constaba pero que, de todas maneras, había que esperar el parte oficial, después de la medianoche. Y Churchill salió con una de las suyas: “Bueno, sea Hess o no sea Hess, yo voy a ver a los hermanos Marx”.

Era Hess. Lo tomaron prisionero y lo enviaron al castillo de Buchanan primero y a la Torre de Londres luego, sin hacer caso a las pretensiones del número dos del nazismo de entrevistarse con el primer ministro británico. Churchill afirma en sus memorias que nunca dio crédito alguno a aquella aventura de Hess, que suponía que el alemán tenía sus facultades mentales un poco achispadas, si no voladas del todo, y que su intento tenía como finalidad volver a recuperar los favores de Hitler.

Al otro lado del mar, en Alemania, la furia de Hitler no tenía límites. La primera noticia que tuvo sobre la desaparición de Hess fue a media mañana del domingo 11. En la fortaleza de Berghof, el famoso “nido del águila”, Hitler recibió a Karl-Heinz Pintsch, ayudante de Hess. Llevaba en la mano una carta personal que Hess le había dejado para que la entregara, en mano, al Führer. La carta decía: “Mi Führer, cuando reciba esta carta, estaré en Inglaterra”, y luego detallaba el plan que había pergeñado y que no se había animado a revelar a Hitler. Y agregaba: “Y si este plan, que, lo admito, no presenta sino una débil posibilidad de éxito, termina con un fracaso y la suerte me es adversa, ni usted ni Alemania tendrán que padecerlo: siempre les será posible declinar toda responsabilidad. Dígase simplemente que he perdido la razón”.

Hitler leyó la carta y palideció y convocó a gritos a Borman, a Göring y a von Ribbentropp. Göring, que estaba en su castillo vecino a Múnich, llegó sobre la tarde para escuchar a Hitler expresar, en voz alta, su esperanza de que Hess se hubiese estrellado con su avión. También llamó a Goebbels que ese día anotó en su diario: “Qué espectáculo para el mundo: la persona que ocupa el segundo puesto después del Führer, víctima de un trastorno mental”. Esa fue la excusa: Hess había enloquecido. Cuando al día siguiente, en Berghof, le mostraron a Goebbels la carta de Hess, dijo que se trataba de “un caos mental descabellado, una ingenuidad de colegial, llena de ocultismo mal enfocado. Un caso absolutamente patológico”

Pero el daño estaba hecho, el Partido Nazi estaba envuelto en el desprestigio, el descontento popular aumentó en los meses que siguieron al escándalo Hess, quedaron expuestas las feroces internas que sacudían al gobierno de Hitler, se desataron una serie de rumores sobre casos de corrupción y los nazis intocables dejaron de serlo. Goebbels, taciturno, lo plasmó en una frase: “Es como un horrible sueño. El partido tendrá que meditar esto durante mucho tiempo”. Ni Hitler se salvaba del desastre. El humor popular imaginaba a Hess por fin ante Churchill. Con su peor gesto de bulldog al acecho, el británico le decía: “¿Así que vos sos el loco…?” Y Hess: “No, sólo soy su segundo”.

Rudolf Hess permaneció prisionero de los británicos hasta 1945. Churchill dio órdenes para que fuese bien tratado, aunque no se le permitió leer diarios ni escuchar radio. Lo rodearon siempre tres oficiales de inteligencia y ciento cincuenta soldados. Dos psiquiatras, Henry Dicks y John Rawling Rees, que trataron a Hess, diagnosticaron que, aunque no estaba loco, era “mentalmente inestable”, con tendencia a la hipocondría y a la paranoia.

El 16 de junio de 1942 se desprendió de sus guardias y saltó por la baranda de una escalera: su intento suicida falló, cayó sobre el piso de piedra y se fracturó el fémur izquierdo. El 4 de febrero de 1945 intentó suicidarse de nuevo: se apuñaló con un cuchillo de pan: la herida, leve, precisó dos puntos de sutura.

El 10 de octubre de 1945 fue enviado a Núremberg para ser juzgado. Lo hallaron culpable de crímenes contra la paz, planificación y preparación de una guerra de agresión, conspiración con otros líderes alemanes para cometer crímenes. No lo hallaron culpable de crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. Lo condenaron a cadena perpetua y fue trasladado a la prisión militar de Spandau, en Berlín, el 18 de julio de 1947.

Nunca salió de detrás de esos muros. Jamás habló. Nunca reveló cuál había sido su plan, sus intenciones, sus objetivos; si Hitler sabía o no de todos ellos; si el plan de paz con Gran Bretaña había siso una idea de él o del Führer; no escribió memorias, no concedió entrevistas: calló para siempre.

En la prisión de Spandau estuvo custodiado, junto a otros seis jerarcas nazis, por tropas de Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña y la URSS. Fue el preso número 7. Dispuso de cuatro hojas de papel al mes para escribir cartas. No podía hablar con el resto de los presos sin permiso y todos salían al aire libre una hora al día, distanciados nueve metros uno de otro. Los visitantes disponían de media hora al mes para conversar, pero Hess prohibió a su familia que lo visitara hasta diciembre de 1969, cuando una úlcera perforada lo llevó al Hospital Militar Británico de Berlín Oeste. Allí volvió a verlo su hijo Wolf Rüdiger, que tenía ya treinta y dos años y su mujer, Ilse, de sesenta y nueve: no se habían visto desde la mañana del sábado 10 de marzo de 1941, cuando Hess se despidió de ellos y les prometió regresar el lunes. A partir de entonces, permitió visitas de sus familiares, en especial la de su nuera, Andrea.

En Núremberg había fingido amnesia; ahora, en Spandau, gritaba por las noches por supuestos dolores de estómago, Y se quejó porque la comida, afirmaba, estaba envenenada y había regresado la amnesia. Nunca lo consideraron lo suficientemente enfermo como para derivarlo a un hospital psiquiátrico.

Sus compañeros de prisión Konstantin von Neurah, Walther Funk y Erich Raeder, fueron liberados por un estado precario de salud; el almirante Karl Dönitz, Baldur von Schirach y Albert Speer, el arquitecto del Reich, cumplieron sus condenas: Dönitz salió en 1956 y von Schirach y Speer en 1966. Hess quedó como único prisionero de Spandau.

En 1977 intentó suicidarse. En los años 80 las condiciones mejoraron un poco: pudo moverse con mayor libertad alrededor del bloque de celdas, pudo elegir qué hacer sin seguir un programa determinado de acción y optar por la televisión, la lectura o la jardinería. Instalaron un ascensor, en 1980 Hess tenía 86 años, para que pudiese acceder al patio de la cárcel con más facilidad. A esa altura era uno de los pocos recuerdos vivientes de la barbarie nazi.

El 17 de agosto de 1987, en una especie de casa de verano instalada en el jardín de la prisión y usada como sala de lectura, Hess tomó el cable de extensión de una lámpara, la colgó sobre el pestillo de una ventana y se colgó. El comunicado de las cuatro potencias dictaminó suicidio. Una nota en el bolsillo, en la que agradecía a su familia todo cuanto habían hecho por él parecía avalar el dictamen.

Fue enterrado en secreto pero su familia logró luego que fuese enterrado en Wunsiedel, en 1988. Ilse, su mujer, fue sepultada junto a él en 1995. Su abogado pensó siempre que Hess era demasiado viejo y frágil para suicidarse. El hijo de Hess, Wolf, dijo que a su padre lo habían asesinado los británicos para evitar que revelara información sobre la conducta británica durante la guerra. Hess jamás habló de la guerra durante su cautiverio. El historiador Peter Padfield, el mismo que habla de un plan de Hitler que llevaba Hess en su viaje a Escocia, sostuvo que la supuesta carta de suicidio había sido escrita por Hess en 1969, cuando lo internaron por la úlcera perforada.

Wunsiedel, la ciudad que cobijaba los restos de Hess, fue lugar de peregrinación de los grupos neonazis, hasta que el consejo parroquial decidió no extender más arrendamiento del solar donde estaba su tumba. Con el consentimiento familiar, los restos de Hess fueron incinerados y las cenizas echadas al mar por la familia. La lápida que coronaba su tumba, fue destruida. El epitafio decía “Ich hab’s gewagt”: Me atreví”.

La prisión de Spandau fue demolida en 1987, el mismo año de la muerte de Hess. Fue para evitar que la convirtieran en un santuario nazi.

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