me duelen sus dolores colectivos, y cuando se trata de hablar de ellos
seria un farsante si jugara a la comedia de la imparcialidad.
Rómulo Betancour
Todos, parece, llevamos un autócrata por dentro. Nuestro comportamiento es ambiguo frente a la ley. La aprobación de nuestras constituciones ha ocurrido casi siempre por mayoría accidental; su cumplimiento, a conveniencia. Todos creemos que las instituciones comienzan con nosotros; por eso cuando las presidimos queremos que se parezcan a nuestras ideas y a nuestros gustos. Nos resulta muy difícil acordar; pensamos que siempre tenemos la solución ideal y que los puntos de vista de los otros son secundarios o que quienes los esgrimen son unos pendejos.
Nos encantan los golpes de Estado, y este es el signo más evidente de que desconfiamos de la ley; creemos que al final, cuando el juego institucional se estanca o se tranca, la violencia resuelve todas las contradicciones políticas y es el poder de las armas el que pone las cosas en su sitio e impone a los mejores a punta de pistola. Casi siempre hemos aplaudido a quienes se hacen del poder a la fuerza que, con excepciones, nos ofrecen como a niños cambios y recompensas que al final nunca recibimos.
Somos una sociedad adolescente, vivimos de ilusiones siempre y el futuro no nos importa; por eso es tan fácil desprendernos de un empleo que nos gusta, como si hubiera muchos; basta que te miren mal o te reclamen un incumplimiento para que aparezca la cólera de los pardos y se haga casi imposible distinguir de quién proviene, si de la majestad del conquistador español, de la grandeza del cacique indio o de la solemnidad del jefe de la tribu africana.
A lo largo de la historia ha sido más fácil distinguir en nosotros los defectos que las virtudes que resume nuestra cultura política, pues nuestro proceso de institucionalización ha sido demasiado lento y retrógrado, pleno de insuficiencia y sistematización, de cambios aparentes y falsificaciones, y debe ser porque la vida pública ha devenido en un cruento circulo de golpes de Estado que se confunden con revoluciones que han dado paso a constituyentes y a constituciones que se van produciendo como si cada cierto tiempo cada generación demandara la suya.
Parece imposible lograr una continuidad; uno se asombra de la facilidad con que cualquier negocio de atención al público logra éxito y de la manera estrepitosa en que deja de tenerlo y desaparece, o la manera eficiente en que funcionó durante décadas la prestación del servicio eléctrico y la forma súbita en que colapsó gracias a una administración que no sabía nada de nada. La gente quedaba estupefacta, acostumbrada a cancelar sus servicios puntualmente y de pronto cuando iba a hacerlo se encontraba con que las oficinas ya no existían.
Poseemos como tendencia una cultura bellaca, muy volátil, emotiva y superficial, que nos hace frágiles ante las simulaciones, las ofertas y las mentiras. Somos una sociedad que en realidad no ha fabricado conscientemente su propio modelo de vida, que no ha sido inducida a reflexionar sino a recibir propaganda, instrucciones y mandatos inspirados en caudillos, ideologías fracasadas y doctrinas políticas europeas extrañas a nuestra propia forma de concebir el mundo.
Si alguna vez vimos luces y orientación verdadera durante un tiempo fue gracias al calificado proceso educativo que ya tuvimos en nuestra Bella Época, las décadas del sesenta y setenta, cuando fuimos prósperos y creímos que todo era posible. Basta con señalar que hasta 1979, el 45% de los venezolanos pertenecía a la clase media. En nosotros como cultura destacan la audacia y el ingenio, que apagados por la fuerza del atraso, la quiebra de la educación y el incremento de la pobreza, se tornaron en viveza, fraude y delincuencia generalizada.
Por nuestra forma tan particular de ver al mundo es por lo que ha veces pienso ha tenido tanto éxito García Márquez con su novela Cien años de soledad, entretiene a la curiosidad humana como buena literatura, pero enseña socialmente poco. Somos un país real maravilloso, de ficción; poca gente entiende el porqué de tanto traspiés institucional, a partir del debilitamiento temporal de la democracia, y cómo un puñado de ineptos dotados de vocación autoritaria y criminal, soportados en uniformes, armas y represión, controlan a sus anchas un país de 30 millones de habitantes después de haberlo saqueado, corrompido y desmantelado a nivel económico e institucional.
Es verdad que saben reprimir, dividir y corromper, pero eso no justifica para nada su permanencia en el poder. Se sabe que tienen muchos años teniendo de espaldas al 80% de la población. Algo ha venido aconteciendo en la estrategia y el proceder de las fuerzas democráticas venezolanas que les impide una victoria definitiva.
Las revoluciones también han sido muchas, siempre ofreciendo cambiarlo todo, especialmente a quienes están al frente del Estado. Han sido más bien la mayoría, escaramuzas entre bandos, a quienes los interesado o los historiadores han colocado nombres pomposos: Revolución del 19 de abril de 1810; revolución del 5 de julio de 1811; Revolución de las Reformas (7 de junio de 1835 al 1º de marzo de 1936); Insurrección campesina de 1846 (1º de septiembre de 1846 al 25 de mayo de 1847) Revolución de marzo (1º al 15 de marzo de 1858); Guerra Federal (20 de febrero de 1859 al 22 de mayo de 1863); Revolución Azul o reconquistadora (1867-1868); Revolución de abril ( 14 de febrero de 1870 al 27 de abril de 1870); Revolución de Coro (octubre de 1874 al 3 de febrero de 1875); Revolución Reivindicadora (29 de diciembre de 1878 al 13 de febrero de 1879); Revolución Legalista ( 11 de marzo de 1892 al 6 de octubre de 1892); Revolución de Queipa o grito de Queipa (2 de marzo de 1898 al 12 de junio de 1898); Revolución Liberal Restauradora (23 de mayo de 1899 al 23 de octubre de 1899); Revolución Libertadora (19 de julio de 1901 al 22 de julio de 1903).
La proliferación de constituciones a lo largo de la historia es otro de los indicadores del recalcitrante personalismo militarista y la desmedida ambición de mantenerse en el poder desde 1830 hasta 1958. En el caso de los civiles los dos mejores exponentes de ese personalismo son los presidentes Carlos Andrés Pérez y Rafael Caldera, en el lapso de la dorada vida democrática que nos otorgó la voluntad ciudadana entre 1958 y 1998. La conducta de ambos contribuyó en mucho a abrirle paso a la resurrección del militarismo siniestro, ese que hoy no encontramos la fórmula para que vuelva a la profesionalización. Pues resulta que desde 1811 a la fecha, hemos tenido, según el profesor Rafael Díaz Blanco, nada menos que 26 constituciones, ocho de las cuales se encuentran precedidas de un preámbulo breve, no así los 18 restantes. Diez de ellas fueron elaboradas por Asambleas o Convenciones Constituyentes.
La ultima Constitución, de 1999, tiene un preámbulo y 350 artículos (ordenados en títulos y capítulos). Hoy ya nadie la nombra, mancillada hasta lo indecible, como tantas otras, no de tanto alcance jurídico y social como la última. Los estadounidenses tuvieron solo una revolución, con la que lograron su independencia en 1776, y una sola constitución, adoptada en su forma original el 17 de diciembre de 1787, a la que se han hecho 27 enmiendas.
Algunos historiadores sostienen, y yo lo comparto, que Venezuela debe al general Juan Vicente Gómez haber sometido al caudillismo, organizado el Estado, la hacienda pública y creado las Fuerzas Armadas. En el caso de la democracia, esta se impuso gracias al genio político de Rómulo Betancourt. Imagínense nada más la dimensión de este grande hombre cuando tuvo el carácter, la preparación, el valor y el talento de persuadir, para que lo acompañaran como líder, a Rafael Caldera y a Jóvito Villalba, asunto nada fácil por la arrogancia y los egos de ambos. Los liderazgos emergentes están obligados por lo menos a leer, en el caso de Betancourt, sus cartas y sus artículos.
No veo el futuro con optimismo, el viejo dicho popular: mucho jefe y pocos indios, nos recuerda el carácter fragmentario y anodino de nuestra cultura política. Siempre la idea para la victoria segura será sumar y sumar con sustancia y solidez. Y lo digo con propiedad, los dirigentes de los partidos saben a quienes aceptan en sus filas, no todos caben y eso obliga a los ciudadanos que quieren sumarse a la causa democrática a abrir tienda aparte, así sea con el único propósito de joder o de hacerse de alguna fuente de financiamiento mientras dure la fiesta preelectoral.
Leon Sarcos, 10 de mayo de 2022.