En 1940, con esas palabras, el primer ministro británico no suavizó lo que le esperaba a Inglaterra y tenia bien claro que en esa batalla se jugaban los valores de la civilización. Fue el primero en entender que la humanidad peligraba ante el avance de los nazis. A sus 65 años, se dio cuenta de que se había preparado toda su vida para afrontar la pesada misión que le esperaba
Por Infobae
No tenía nada, ni para dar, ni para ofrecer. En cambio, lo pidió todo. Lo obtuvo, y después fue decisivo en la derrota de la Alemania nazi. Los británicos recordaron estos días uno de los más célebres discursos de Winston Churchill, aquel que, ni bien nombrado primer ministro, ofreció al pueblo que soportaba los primeros bombardeos de parte de Adolf Hitler, “sangre, sudor y lágrimas”. Fue el discurso de un gran estadista que no miraba encuestas, no tenía asesores de imagen, pero sí cargaba sobre sus anchos hombros una visión política que le hacía dictar una especie de decálogo para estadistas cada vez que se dirigía al Parlamento, o a los británicos.
A “sangre, sudor y lágrimas” le falta una palabra: “esfuerzo”. Fueron cuatro, y no tres, los sustantivos que usó Churchill en su discurso del 13 de mayo de 1940: “blood, toil, tears and sweat” (sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor), dijo. Luego, la métrica verbal, la regla no escrita que afirma que tres elementos fijan una idea, dos muestran urgencia y cuatro o más, caos y confusión, redujo la frase a sangre, sudor y lágrimas. Hasta fue el propio Churchill quien editó luego, con ese título de tres sustantivos, una compilación de sus discursos.
En mayo de 1940, Gran Bretaña enfrentaba, sola, al nazismo triunfante en el continente. Hitler había invadido Polonia en septiembre de 1939 y poco a poco habían caído Dinamarca, Noruega, Países Bajos, Bélgica y estaba a punto de caer Francia. La política europea, en especial la del primer ministro británico Neville Chamberlain y del primer ministro francés Edouard Daladier, que consistía en apaciguar a Hitler, en ceder a casi todas sus pretensiones como la de anexar Austria y apoderarse de en Checoslovaquia, había llegado a su fin con la invasión a Polonia: el mundo había entrado en la Segunda Guerra Mundial y gran parte de Europa se había rendido a Hitler.
Aislada, como un portaviones anclado en el Mar del Norte, Gran Bretaña soportaba el asedio nazi. Y lo soportaba en soledad: Alemania se había aliado a Italia y a Japón, Hitler había firmado un “Pacto de Acero” con el dictador italiano Benito Mussolini y otro pacto con la Unión Soviética de José Stalin. No había ninguna posibilidad de que estados Unidos regresara a combatir de nuevo en socorro de Europa: había perdido cincuenta y seis mil hombres en la Primera Guerra y un nuevo conflicto era impopular para el gobierno de Franklin D. Roosevelt, que apenas empezaba a emerger de la crisis económica desatada por la caída de Wall Street en 1929. El plan de Hitler consistía en invadir Gran Bretaña, previo debilitamiento de sus fuerzas y recursos desde el aire.
El 9 de mayo, en pleno caos de gobierno y con Londres bajo el fuego y las bombas de la Lutwaffe de Herman Göring, Churchill fue nombrado primer ministro en reemplazo de Chamberlain. ¿Qué hizo? Nombró a un gabinete de coalición y convocó a todos a salvar a Inglaterra. Ni grietas ni pasteles: el flamante gobierno Churchill estaba integrado por conservadores, laboristas liberales e independientes: el ministro de Alimentación y Abastecimientos, Frederick Marquis, primer conde de Woolton, no pertenecía a ningún partido; con mano maestra, curso para estadistas modernos, superó rencillas partidarias y egos supremos: sir Archibald Sinclair, jefe de los liberales, aceptó a pedido de Churchill nada menos que el cargo de ministro del Aire, sin hacer caso a las exigencias partidarias que buscaban el ministerio de Guerra para los liberales. Tejió con los laboristas que amenazaban con “no funcionar bien” en minoría en aquel gobierno una trama de acuerdos y garantías y al final armó una coalición sin fisuras y bajo su mando de hierro.
No se erigió en salvador de ninguna patria, Churchill no creía en esas cosas, ni en un predestinado tocado por alguna divinidad. No se pensó héroe, pero supo enseguida que estaba frente a la misión de su vida. En un pasaje de sus “Memorias”, que también pueden ser conmovedoras, reveló que al día siguiente de asumir como Primer Ministro, “(…) Fui consciente de tener una profunda sensación de alivio. Por fin tuve la autoridad de impartir las órdenes pertinentes en todos los ámbitos. Sentí que caminaba con el destino y que toda mi vida pasada no había sido más que una preparación para ese momento y esa prueba”. Su vida pasada incluía, como militar, la experiencia de la guerra que ahora enfrentaba como líder político, y también como el primero de los primeros ministros de la moderna Inglaterra en haber matado a otros hombres en un campo de batalla.
También supo enseguida que afrontaría todo el curso de la guerra, si se lo permitían y no ocurría ningún desastre. La mañana del 11 de mayo envió un mensaje al relevado Chamberlain en el que le decía: “Nadie se muda de casa para un mes”, aunque vivió en aquellos primeros días en el Almirantazgo, “(…) Convirtiendo su cuarto de mapas y las excelentes habitaciones del piso bajo en mi puesto de mando provisional”. Para cuando se mudara al 10 de Downing Street, le sugirió a Chamberlain: “Como usted y yo vamos a trabajar en estrecho contacto, confío en que no se niegue usted a ocupar sus antiguas habitaciones, que tan bien conocemos ambos, en el número 11?. Se refería al 11 de Downing Street, ocupada casi siempre por los ministros de Hacienda del reino.
Y el 13 de mayo habló a los británicos con aquel famoso discurso de “sangre, sudor y lágrimas”. La fuerte resonancia de esas palabras, lo hicieron histórico. Pero hay más fragmentos de ese texto que son historia y pintan la personalidad, la visión y el genio de Churchill. El andamiaje retórico de Churchill obedecía a una estrategia: palabras cortas, claras, fuertes. “El público –afirmó alguna vez– prefiere palabras cortas y familiares, de uso común. Las palabras más cortas son, por lo general, las más antiguas de la lengua. Su significado está más profundamente inscrito en el carácter nacional y su impacto en la capacidad de comprensión es más fuerte que el de las palabras latinas y griegas de más reciente introducción”.
Pero además de los recursos retóricos, aquel 13 de mayo Churchill habló con la verdad: ni disimuló la crisis, ni la ocultó, ni la suavizó; enfrentó a la cámara de los Comunes a sabiendas de que sus palabras llegaban por radio a todo el país. Empezó con un informe casi sumarial, con el pedido del Rey Jorge VI para que formara un nuevo gobierno: “Ya he completado la parte más importante de esa tarea. Se ha formado un gabinete de guerra de cinco miembros que represente, con el laborismo, la oposición y los liberales, la unidad de la nación. Resultaba necesario que ello se hiciera así, en un día, en razón de la extrema urgencia y el rigor de los acontecimientos. Voy a someter una nueva lista al Rey esta noche. Espero completar el nombramiento de los principales ministros a lo largo de mañana”
Después pidió a la Cámara que dictara una resolución que aprobara los pasos que él mismo había puesto en marcha. Y dictó el texto de la resolución en la que anticipa, pronostica, entrevé un resultado único de la guerra: “Invito ahora a la Cámara a manifestar por medio de una resolución su aprobación de los pasos emprendidos y declarar su confianza en el nuevo gobierno. La resolución: ‘Esta Cámara saluda la formación de un gobierno que representa la determinación unida e inflexible de la nación de continuar la guerra contra Alemania hasta alcanzar una conclusión victoriosa’. Churchill no imaginaba otro resultado.
Después fue un poco piadoso, acaso irónico con la clase política británica: “En esta crisis creo que se me perdonará que no me dirija hoy extensamente a esta Cámara, y espero que cualquiera de mis amigos y colegas, o antiguos colegas, afectados por la reconstrucción política, sean indulgentes con la falta de ceremonia con que ha sido necesario actuar.”
Entonces sí vino el gran texto del mensaje. Pero ya, para esa hora, Churchill tenía en claro pocas cosas, pero decisivas: la guerra desatada por Hitler era una guerra de la barbarie contra la civilización; para Churchill, Inglaterra y Francia representaban la civilización y la Alemania nazi encaraba la destrucción de esos valores. Churchill también tenía decidido convocar a Estados Unidos a la lucha: “Voy a hacer que Estados Unidos entre en la guerra a la fuerza”, le había dicho a su hijo Randolph. Fue el primero de los dirigentes europeos en comprender el peligro que los nazis representaban para la humanidad.
Y como no tenía nada para dar, lo pidió todo: “Digo a la Cámara, como he dicho a los ministros que se han unido a este gobierno: no puedo ofrecer otra cosa más que sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas. Tenemos ante nosotros una prueba de la especie más dolorosa. Tenemos ante nosotros muchos, muchos meses de lucha y sufrimiento”.
Trazó, otro anticipo, la calaña del totalitarismo nazi mucho antes que todo el horror hitleriano se desatara en Europa: “Se me pregunta: ¿cuál es nuestra política? Respondo que es librar la guerra por tierra, mar y aire. La guerra con toda nuestra voluntad y toda la fuerza que Dios nos ha dado, y librar la guerra contra una monstruosa tiranía sin igual en el oscuro y lamentable catálogo del crimen humano. Ésta es nuestra política.”
Y por último explicó en tono inflamado, qué esperaba en los años por venir: “Se me pregunta: ¿cuál es nuestro objetivo? Puedo contestar con una palabra. Es la victoria. La victoria a toda costa, la victoria a pesar de todos los terrores, la victoria, por largo y duro que pueda ser el camino, porque sin victoria no hay supervivencia. Que quede claro: no hay supervivencia para el imperio británico, no hay supervivencia para todo lo que el imperio británico ha defendido, no habrá supervivencia para el estímulo y el impulso de todas las generaciones, para que la humanidad avance hacia sus metas. Emprendo mi tarea con optimismo y esperanza. Estoy seguro de que nuestra causa no sufrirá el fracaso entre los hombres. Me considero con derecho en esta coyuntura, en este momento, a reclamar la ayuda de todos y decir: Vamos, avancemos juntos con nuestra fuerza”.
Eso fue todo. Ese fue el famoso discurso que pasó a la historia por la sangre el sudor y las lágrimas. Detrás de esas palabras, había un hombre de sesenta y cinco años, que ya empezaba a dar las primeras señales de cansancio, pero que se acostaba de madrugada después de debatir el curso de la guerra con los jefes militares. “Me despertaba a las ocho de la mañana –dice en sus Memorias– leía todos los telegramas y desde mi cama dictaba una gran cantidad de instrucciones”. Bebedor empedernido, desayunaba con ansias y con un leve toque de whisky en un vaso al que llenaba con soda: “champanizar” el whisky sólo se le perdona a Churchill.
El diplomático e historiador británico Harold Nicolson lo veía por encima del común de los mortales: “Sus ojos eran opacos, vigilantes, airados, combativos, visionarios y trágicos. Los ojos de un hombre que está muy preocupado y es incapaz de fijar su atención en cosas de poca importancia. Pero, en otro sentido, son los ojos de un hombre enfrentado a una verdadera ordalía o a una tragedia, unos ojos en los que se combinan la amplitud de miras, la truculencia, la resolución y una gran infelicidad”.
En su obra Churchill y la guerra, Max Hastings afirma: “Pocos hombres en la historia de la humanidad han tenido que soportar una carga tan pesada, siempre presente en la primera línea de su conciencia e incluso de su subconsciente. Los sueños lo agobiaban cuando dormía, aunque rara vez revelara a otros su naturaleza.” Hastings también rescata que, en profundo contraste con Hitler y Mussolini. “Churchill conservó en todo momento una humanidad, una conciencia de que estaba hecho de barro mortal, que rara vez perdió su capacidad de conmover los corazones de los que estaban a su servicio. De la misma forma que la brillantez de su conversación provocaba la veneración que sentían por él”.
También había quienes veían a Churchill como un tipo petiso, rechoncho, pétreo, gordo, de espaldas anchas, mandíbula cuadrada, calvo en parte, con algunos cabellos que el viento despeinaba y con un formidable sentido del humor. Después de la guerra, hizo suyo un lema, mensaje para estadistas modernos, que decía: “En la derrota, altivez; en la guerra, resolución; en la victoria, magnanimidad; en la paz, buena voluntad”. Pero durante la guerra lo guiaron otras máximas: de nuevo, mensaje para estadistas modernos: “Si se ocupa el supremo poder, todo se simplifica mucho. Un jefe aceptado no tiene más que decidir lo que procede hacer, o al menos decidirse a hacer lo que sea. En torno al número uno, se centran enormes lealtades. Si el tropieza, ha de ser sostenido. Si comete errores, ha de ser encubierto. Si duerme, se ha de cuidar de que no se le despierte a capricho. Y si no vale para nada, ha de sufrir las consecuencias máximas y ser puesto en la picota. Pero esto último no puede acontecer todos los días y mucho menos en los momentos inmediatamente posteriores a su designación como número uno”.
Churchill pronunció otros dos discursos históricos durante la guerra: el que anunció que Gran Bretaña no iba a ceder, “Jamás nos rendiremos”, y el elogio a los pilotos de la Real Fuerza Aérea que resolvieron a su favor la Batalla de Inglaterra, frente a la aviación nazi: “Nunca tantos le debieron tanto a tan pocos”. Pero “sangre, sudor y lágrimas” cambió la historia del mundo para siempre.
Churchill murió en Kensington, Londres, el 24 de enero de 1965, a los 91 años.