Llegó el momento de la primera vuelta para las elecciones presidenciales en Colombia, hito de la mayor trascendencia para el país y para todo el Continente americano. No es poco lo que está en juego, dados los intereses y fuerzas que se mueven en esta contienda, y de allí la expectativa que la misma genera a nivel nacional e internacional.
Aunque no es la primera vez que Colombia celebra comicios polarizados, en esta oportunidad trascienden a un evento electoral más, para convertirse en una decisión crucial para su futuro. Las tres opciones con mayor opción difieren entre el mensaje populista del candidato de la izquierda radical, quien propone cambios disruptivos y riesgosos; un segundo candidato de centroderecha que ha crecido en las encuestas, que tipificaría más un populismo de plaza pública; y la tercera, quizás la más sensata, que asume una visión de país desde lo regional, con cambios apegados al Estado de Derecho y la alternabilidad política, con valores propios de la civilización occidental, y conciencia del papel del sector privado como motor de la generación de empleo y riqueza.
Nadie duda que existen factores que generan inconformidad, como son la corrupción, el desempleo, el narcotráfico, el clientelismo político, la inseguridad, la inflación o la inequidad en la distribución de la riqueza, pero no es menos cierto que varios de ellos se han visto exacerbados por el fuerte componente externo de carácter coyuntural representado por la dura pandemia que ha azotado al país y al mundo, y más recientemente por los efectos de la invasión rusa a Ucrania, que han agravado el problema de precios y de las cadenas de suministro, tanto en logística como en oferta de bienes e insumos esenciales para la alimentación y el giro normal de la actividad económica.
Los logros de la democracia y del actual gobierno, en aspectos como la recuperación económica, los programas sociales, el plan nacional de vacunación, el impulso a la transición energética, la infraestructura, la transformación digital, entre otros, son deliberadamente minimizados con el propósito de generar un clima de pesimismo, de nihilismo, como premisa al mensaje de que todo debe cambiar, aunque no se sepa hacia dónde. Los cambios son innegablemente necesarios para corregir las fallas de la democracia, pero no a ciegas o con promesas demagógicas incumplibles, que pueden derivar en saltos al vacío. Tampoco es razonable que el mensaje de cambio esté marcado por la siembra de un frenético antiuribismo, que luce ya extemporáneo o vacío de contenido.
De la experiencia en varios países de la región, hay que aprender lecciones. Una de ellas es que, en ningún caso, bajo modelos socialistas, populistas o demagógicos se han resuelto los problemas medulares, sino que se han visto sensiblemente agravados. No es concebible que en Colombia, con tres vecinos bajo serias crisis múltiples: Venezuela, Perú y Nicaragua, no se analice racionalmente su situación, y las condiciones que han conducido a tan trágicas realidades. Ello sin mencionar otros casos como los de Argentina, México, Chile y Cuba, cada una con sus particularidades.
Analizando el ejemplo venezolano en una circunstancia similar a la que hoy vive Colombia, es decir en meses previos a la elección de diciembre de 1998 en la cual fue electo Hugo Chávez como presidente de la República, podemos encontrar algunos referentes. El país venía de un largo ciclo de precios bajos del petróleo, que obligó a la reducción del gasto público y a la desmejora del nivel de bienestar de la otrora próspera clase media, así como de una fenomenal crisis bancaria desatada en 1994 que le costó al país ingentes recursos, y obligó a mantener un control de cambios y a encarar un fenómeno de devaluación e inflación al cual el país no estaba acostumbrado. De otra parte, el bipartidismo que rigió los cuarenta años anteriores había sufrido un natural desgaste, sin que sus líderes hubiesen abierto paso a las nuevas generaciones y a una renovación doctrinaria. Además, las fuerzas democráticas no definieron un candidato único, salvo intentos de última hora, lo cual favoreció la opción de Chávez, quien venía de aventuras golpistas y de una marcada inclinación izquierdista, bajo la mentoría política que de manera directa ejerció Fidel Castro Ruz desde Cuba. Y un error imperdonable de sectores políticos, juveniles, empresariales y medios de comunicación, fue apoyar a Chávez bajo la presunción de que podía liderar una alternativa de cambio democrático. Así, algunos políticos, empresarios y medios, compraron la soga con que luego los iban a ahorcar.
A varios de esos engañados actores que creyeron que Chávez cumpliría la promesa de gobernar democráticamente, de no expropiar y de respetar las libertades políticas o de información, los vi posteriormente despojados de sus bienes o establecimientos, y llorar lágrimas de sangre por el error de apreciación cometido. Es que, insisto, las democracias son perfectibles y susceptibles de la alternancia política, pero los regímenes que llegan por medios democráticos y luego derivan en autocracias no lo son, pues su objetivo es llegar al poder para demoler el sistema desde adentro, y causar daños irreversibles a las estructuras económicas, políticas, sociales e institucionales. En pleno siglo XXI, el papel del Estado debe ser el de garantizar la soberanía, el imperio de la ley y el bienestar de los pueblos, pero no asumir un papel omnipotente u omnipresente, de Estado empresario y en extremo interventor, como ha sido el caso venezolano, lo cual llevó al socialismo al más estruendoso fracaso, con más corrupción y pobreza que jamás en la historia, con ruinas y un cementerio de empresas expropiadas o incautadas, tanto en el ámbito industrial, agropecuario y de servicios.
Observo en la realidad actual de Colombia mucha confusión, especialmente entre los más jóvenes. Algunos, porque el atractivo mensaje del cambio ha sembrado en el terreno de la rebeldía y la protesta violenta, o que los ha convencido la narrativa de que la situación del país es pésima, aunque en términos relativos es uno de los mejores de la región, o finalmente por falta de capacidad de discernimiento sobre las consecuencias objetivas de lo que puede ocurrirle a Colombia de no elegir en forma responsable y consciente. El país constituye hoy las joyas de la corona de la izquierda radical encarnada en el Foro de Sao Paulo, el Grupo de Puebla y afines, dado el importante papel geopolítico que juega en el concierto continental. Y si por el contrario, Colombia opta por un candidato identificado con la democracia y el resguardo del régimen de libertades, el clima hacia la inversión y el desarrollo mejorará para beneficio de todos, incluyendo los grandes retos de mejoramiento de la educación, la salud y la justicia. El desafío es crear riqueza y mejorar su distribución, y no de destruirla para distribuir pobreza, de la cual tenemos ya suficientes ejemplos.
Es el momento de que los colombianos, particularmente los jóvenes abran los ojos y asuman su voto no emocional sino racionalmente, como aporte a la construcción de un mejor futuro. Un error de cálculo puede resultar fatal, y hasta irreversible. Hay que verse en el espejo de los vecinos, y tratar de alejar al país del camino del abismo hacia el que se le pretende conducir, y del cual es luego muy difícil salir. Que cada uno dentro de sus preferencias vote en esta ocasión por el que considere más apto para asumir con seriedad la bandera de una democracia fuerte y de la libertad y la dignidad del hombre como valores supremos. Solo puedo añadir a estas reflexiones, que la democracia se valora y se añora cuando se pierde. Que Dios ilumine a Colombia en esta histórica coyuntura.