Comencemos por aclarar que no es necesario expiar culpa alguna: Elisa Vegas (sí, en plural) y Horacio Blanco, protagonizaron ayer un espectáculo de extraordinarias reminiscencias. Sencillo, pusieron al aire libre lo que queda del espíritu de los ochenta del siglo pasado, la década en la que hicimos feroz resistencia a la verdad de un país que ya no podía aceptar que la renta petrolera era insuficiente y no todos teníamos ocasión de capturarla.
Después de veintitantos años sin pisar el Teatro Teresa Carreño (¿será ahí que vimos a Sabina y al petrificado Serrat la última vez?), asistimos sin complejo alguno por un generoso obsequio de la entrada. Quisieron sorprendernos los muchachos y lo hicieron, de modo que ella y yo fuimos al espectáculo denominado “Sinfonía Desordenada” que, inevitable, nos lleva prematuramente a apostar por tres reflexiones.
La una, no todos podemos pagar unas entradas para un evento como el de ayer, por lo que no serán muchos los casos como el nuestro: acudimos gracias a una sorpresiva y generosa donación de los hijos que viven muy apretados fuera del país. De modo que, si bien es cierto que no se hizo notable un despliegue de guardespaldas, por ejemplo, no menos cierto lo es que una buena parte o la mayoría de los asistentes está enchufada o tiene generosos vínculos con los enchufados: quizá los demás piense así de nosotros.
Lo otro, hay un mérito gigantesco de los arreglistas para versionar sinfónicamente el ska, antes insospechado, con una conducción muy buena de Elisa (por cierto, no lo sabía, hija de Federico Pacanins) y una interpretación equivalente de Horacio, dominando magistralmente la escena (posteriormente vimos subir a Danel Sarmiento al escenario con su hija, ¿dejó la batería de Desorden Público?). No es fácil la fusión para llegar a un género novedoso y con suficiente identidad, así como tuvimos que esperar por Yes, Camel o Pink Floyd para saber del rock sinfónico, como no l entendió en su momento Deep Prple y su catastrófico concierto para banda y orquesta del año de la nana.
Luego, dijo legitimarse el concierto de ska para orquesta (así lo entendemos), en tres actos que concluyeron en un llamado a la reconciliación: la crítica fue ácida y el corolario era obligado, pero absolutamente nadie gritó nada contra el régimen, acaso, la conclusión terapéuticamente obligada de tanto desahogo y nostalgia. Pero, ¿cómo?, ¿en el Teresa Carreño, tribuna por excelencia de la pompa del PSUV?, ¿el silencio fue un pacto tácito de la audiencia que autoriza a Horacio a dejar solamente el testimonio?, ¿es parte de la campaña de la normalización ansiada por el régimen que ya anuncia la importación de otros grandes artistas?, ¿o para qué fastidiarnos la vida si solo fue un espectáculo?