La primera vez fue en el epicentro de la pandemia. Gonzalo estaba “bastante paranoico” así que prefería no salir de su departamento durante el día. Se sentía, sin embargo, reprimido, ahogado, por lo que empezó a salir de noche, al principio, solo a tomar aire a la puerta del edificio en el que vive, en Chacarita. Esa madrugada en particular, en cambio, caminó hasta un kiosco que estaba abierto las 24 horas. A su lado y al ras del suelo, caminaba Jazmín: la perra iba a ser el anzuelo para lo que estaba por pasar, sólo que Gonzalo todavía no lo sabía.
Por Infobae
“Yo había ido al kiosco con la idea de caminar un poco y comprarme un alfajor. Justo cuando estaba ahí aparece una mujer y nos miramos, ¿viste cuando te mirás con alguien y te das cuenta de que está pasando algo?”, pregunta Gonzalo -43 años, músico- a Infobae.
“Yo en ese entonces estaba desencajado, tenía los horarios cambiados, y hacía bastante tiempo que no tenía sexo. Ella estaba ahí medio de contrabando, se notaba que también había salido de madrugada sin decirle a nadie”.
La perrita que Gonzalo le estaba cuidando a su papá -una yorkshire también llamada Jazmín, como la difunta mascota de Susana Giménez- fue la excusa para improvisar un tema de conversación en la vereda. Charlaron un rato y cuando ya la tensión sexual era palpable, cruzaron juntos a un rincón del Parque los Andes: un escenario brumoso a las 2 de la madrugada, con la estación de trenes de un lado y el cementerio de la Chacarita de fondo.
“Nos sentamos a hablar ahí en el parque y bueno, hubo mucha onda. Empezamos a chapar y cuando nos quisimos dar cuenta estábamos recostados en el banco uno encima del otro. En un momento decidimos ir a unos canteros que hay más adentro como para preservar un poco la intimidad pero al toque nos dimos cuenta de que, en realidad, no nos importaba que nos vieran. Tuvimos sexo ahí”.
El cantero del que habla es una fila de arbustos que les llegaba a la altura de la cintura. “No tapaba mucho. No había techo ni nada, cualquier persona que entrara a la plaza o que pasara por al lado nos iba a ver, y eso me dio mucho vértigo, como mucha adrenalina”.
Las prohibiciones se habían sumado y habían potenciado todo: tener sexo en un parque era prohibido, ni hablar el romper el “quedate en casa” para salir y tener un contacto tan estrecho.
Lo que sucedió mientras estaban semi desnudos teniendo sexo en el cantero es que un hombre que andaba vagando se les acercó, les habló, les dijo que si querían les vendía su colchón. “Yo al principio atiné a vestirme, pensé ‘este es un psycho killer, nos va a matar a los dos’, pero ella no, tengo que reconocer que esta mujer tenía mucha personalidad. A ella la vio desnuda, de hecho. Nos habló un rato, después se dio media vuelta y se fue y nosotros seguimos”.
¿Y qué pasó? “Pasó que nos agarró como una especie de pánico, pero un pánico que estaba bueno. Esa adrenalina de saber que alguien nos había estado mirando estaba buena”.
Lo que Gonzalo cuenta se llama “dogging” y existe en el mundo gay desde que el mundo es mundo (el Parque del Retiro de Madrid, por ejemplo, es una de sus mecas). No era, sin embargo, frecuente en el ambiente heterosexual. “Dogging” hace alusión a salir a pasear al perro porque el perro es, precisamente, la señal, la flor en el ojal, la excusa para anunciarle a la otra persona que uno está disponible para buscar algún lugar público para tener sexo. El riesgo de ser observado no es un impedimento: por el contrario, es parte de la fantasía.
Esta es la historia de Gonzalo, que después de aquello del parque siguió probando y volvió a tener sexo en un lugar público, esta vez en Brasil. También la de Micaela, una joven de 30 años que tuvo varias experiencias en autos, de noche, también a plena luz del día. Otra dentro de la pileta de un spa, rodeada de turistas incapaces de imaginar lo que estaba pasando debajo del agua.
Así piensa él
Gonzalo no sabía que aquello de tener relaciones sexuales en un lugar público tenía un nombre. Hay quienes sostienen que algunos lo hacen en pareja, como una fantasía sexual de a dos, pero él cree que “el dogging es más la pesca de lo que surge en el momento, es una especie de fusil que se activa en el momento preciso y en el lugar en el que estás”. De hecho, nunca volvió a ver a aquella mujer.
En su caso, cuenta, no fue específicamente con la idea de que alguien fuera a verlo. “Vos conocés el riesgo de que alguien te vea de casualidad o se pare a mirarte, el morbo es que te vean, pero yo sinceramente no me pongo a pensar en eso, es más inconsciente. Creo que si lo pensás mucho no lo hacés”.
La segunda vez fue durante unas vacaciones en Brasil. Gonzalo estaba en el morro de San Pablo y la pesca, esta vez, no fue con un perro sino a través de Tinder.
“Como no teníamos lugar para ir habíamos propuesto ir a un hueco medio escondido entre unas rocas. No estábamos tirados en la arena sino en una especie de acantilado, como que se veía y no se veía. Esta vez no era la madrugada sino las 6, 7 de la tarde, me dio mucha más adrenalina que la primera vez y y no me importó nada, ni siquiera tuve reparo en cambiarme rápido después. La impunidad que te da estar en un lugar donde no te conoce nadie, ayuda”.
Gonzalo sabe que el dogging no es algo masivo aunque se anima a llamarlo “un movimiento que está creciendo”. Dice: “Creo que se debe a que las mentes de algunas personas se están abriendo. Me parece que hay miedos que ya no tienen, tabúes que ya no tienen, y están buscando maneras de tener experiencias nuevas, de liberar estos morbos”.
Así piensa ella
Micaela tiene 30 años y es comunicadora sexual. Practicó algunas veces el “dogging”, aunque tampoco sabía que esa experiencia sexual que la atraía tenía un nombre. También ella contó algo de su vivencia en una entrevista que hicieron en Telefé Noticias.
“El dogging es tener sexo en lugares públicos. Puede ser en muchos lugares: un auto, un boliche, una plaza, en el trabajo, acostada boca abajo en un caballo, como Luli Salazar, en un avión…tengo amigos que han tenido sexo en boliches sobre la tarima”.
Su primera experiencia fue en un auto en los bosques de Palermo y no de pesca sino con un ex. “Salíamos de bailar y siempre me llevaba ahí. Raro porque era del interior y tenía su departamento, pero siempre me llevaba a tener sexo en el parque”, cuenta. Micaela, que tenía 21 años y estaba ávida de probar nuevas experiencias sexuales, descubrió que el plan la excitaba.
“Cuento lo de la experiencia porque no es que lo hice mil veces y que solo me gusta tener sexo en público. A mí me gusta experimentar, jugar, quisiera el día de mañana probar otras: un trío, ir a un lugar swinger. Lo atractivo, cuenta, es la adrenalina que genera la posibilidad de estar siendo observado.
“Por ejemplo, yo salía con alguien y me encantaba hacerle sexo oral mientras él manejaba. Es como llevar a una persona lo más lejos que pueda ir, una forma de salir de lo rutinario. Siempre va a estar el miedo a que del auto de al lado te vean y se queden tipo ‘che, ¡mirá! ¿qué está haciendo?’. Son miedos que siempre están pero ese es el juego, ¿me entendés?”.
Micaela también tuvo sexo público en el spa del Hotel Meliá, en Buenos Aires, a donde había ido con otro ex novio. “Me acuerdo que estábamos adentro de la pileta climatizada, contra el borde, él abrazándome y de espaldas a toda la gente. Parecía que estábamos abrazados nomás, pero no, nos habíamos corrido las mallas y estaba adentro mío. Eso me re calentaba”.
Las críticas, los límites
Para ambos los límites son obvios. Uno, por ejemplo, es nunca hacerlo en un lugar con niños o para niños, como ser una plaza con juegos, ni aunque sea de noche. “No mucho más que eso, si lo que te excita es que haya chances de que te vean y ponés muchos límites es como que pierde la gracia”, opina ella.
Es que lugares, sobran: “En los parques se da mucho, en las estaciones de tren, de subte”, enumera él. “Acá en Chacarita hay una zona abierta del ferrocarril que conecta con el subte y de noche no se cierra. Hay mucho de vía, de vagones escondidos. De noche acá es otro mundo. También tengo entendido que pasa en los baños de los hospitales públicos, pensá que son lugares a los que cualquiera puede entrar de noche”.
Micaela es contundente: “Para mí se termina si viene la Policía. Me ha pasado y se corta. Ese miedo no me calienta. Me pongo a mirar para adelante y me hago la que estoy escuchando música”.
Es que, quienes lo practican, si no lo saben, lo imaginan. El Código Penal, en el artículo 129, califica a estas prácticas como “actos de exhibiciones obscenas expuestas a ser vistas involuntariamente por terceros”. En ese caso contempla multas de entre 1.000 y 15.000 pesos pero si los “observadores” fueron menores las penas van entre los seis meses y los cuatro años de prisión.
“No somos exhibicionistas, si lo fuera voy a la 9 de julio con alguien, nos desnudamos adelante de todos y tenemos relaciones”, se defiende él.
“Yo tengo claro que hay normas que respetar, no te vas a ir a la feria un domingo a la mañana a tener sexo. De hecho, la gracia no es que te vea todo el mundo sino que está en juego todo: el escondite, el que te pueden llegar a ver o no. La persona que te ve y se acerca es porque claramente se quiere quedar mirando, es su morbo. Pero no es que imponemos que nos vean. El ánimo es que nunca mi morbo dañe a otro”.
Después se despiden y confiesan, ambos, que tienen en mente lugares pendientes. A ella le gustaría tener sexo parada en el baño de un avión, también en la playa, pero no totalmente escondida sino dentro del mar.
El piensa en algo más mundano: en su barrio, sobre Corrientes, hay una estación de servicio muy conocida que no cierra nunca. Gonzalo suele ver entrar a los baños a hombres y mujeres juntos, a veces a dos hombres. “De noche es un movimiento distinto…un mundo paralelo”, cierra. Esa es, se nota, su fantasía pendiente.