A Rafael Diaz Blanco
La mayoría de las naciones de nuestro continente, América, son propensas a elegir redentores que luego se convierten en los verdugos de su libertad. Son sociedades a cuyos dirigentes, en lenguaje coloquial, les encanta patear lo conquistado institucionalmente cuando llegan al poder, para borrar lo que con inteligencia, sentido de justicia y progreso han logrado otros.
Son dirigentes ilusionistas que tienen en la mayoría de las poblaciones de ignaros, ingenuos y desesperados un mercado cautivo para hacerles creer que es posible ascender socialmente y mejorar los niveles de vida sin esfuerzo alguno. Son sociedades adolescentes y por lo tanto tan inmaduras como arrogantes, que la mayor parte de las veces eligen en democracia emocionalmente y que aparentemente casi nunca llegan a desarrollar el sentido común, que a mi juicio simplemente depende de buena intuición —que no la tienen todos— y de una educación de calidad que esa masa no tiene y que cada día es más deficiente e insuficiente.
Se trata de pueblos narcisos que viven contemplándose a sí mismos sin saber qué camino definitivamente trazar para hacer perfectible la democracia, consolidar la institucionalidad y lograr el desarrollo. Recordemos que la democracia es un ser vivo que hay que alimentar con creatividad todos los días. Y para nosotros da la impresión de que el tiempo no cuenta; los dirigentes no pagan sus delitos, y lo más grave aún, los disparates económicos y políticos, los sufrimientos y los muertos no tienen dolientes. Somos una ilusión bien dibujada en aquella expresión popular de Eudomar Santos en Por estas calles, que también utilizo nuestro recordado Teodoro Petkoff, al frente de Cordiplan: Como vaya viniendo, vamos viendo.
Cada determinado ciclo de tiempo, las expectativas para mejorar en base a los cambios en democracia —que son progresivos, paulatinos, lentos— se desmoronan y la gente siente que lo que se ha hecho no es suficiente para permitirle avanzar a un ritmo donde se sienta que el progreso y bienestar son inmanentes al ritmo y rumbo político que conducen sus dirigentes y llevan las instituciones. Las personas se derrumban y piden un cambio sin importar la naturaleza ni, especialmente, el fin último de quien lo promueva. La gente aquí abandona el exiguo sentido común instintivo que posee y, extraviada, se lanza en búsqueda de la novedad sin garantía.
Ya el padre espiritual de la democracia, el francés Alexis de Tocqueville, había identificado en su libro, La Democracia en América, que el principal enemigo de la democracia era consustancial a la eficacia de su funcionamiento: satisfacer las expectativas de participación de las mayorías y de bienestar integral sostenido en el tiempo. De no lograrlo, su comportamiento se traduce en un modelo de inestabilidad política a causa de las esperanzas frustradas y su potencial revolucionario, la disonancia cognitiva de status, es decir, la frustración que se acumula cuando una persona piensa que algo le impide progresar social y económicamente y se ve en un escalafón más bajo del que sus expectativas le habían creado
Samuel Huntington, autor de un libro de gran utilidad para entender a nuestros países, titulado: Political order in changing societies, realizó mucho tiempo después aportaciones sustanciales para reforzar la tesis Tocqueville sobre las esperanzas frustradas:
Huntington demostró con datos reunidos de muchos países que las sociedades agrarias, al igual que las economías capitalistas avanzadas, son más estables, mientras que los países en fase de modernización (como los nuestros) son puntual y regularmente objetos de golpes de Estado, revoluciones, insurrecciones, revueltas, rebeliones y guerras civiles, y agregaba que el asunto está en que las nuevas tecnologías logradas en la modernización para su tiempo (sindicatos, periódicos y partidos políticos) otorgaban a las personas la capacidad de plantear exigencias políticas que los sistemas políticos tradicionales no estaban en capacidad de satisfacer. Los niveles de expectativas cambian mucho más rápido que las respuesta de las instituciones.
La modernización, en opinión de Huntington, posee una enorme capacidad para provocar una disonancia cognitiva de status de dimensiones descomunales en el caso de los países en vías de desarrollo, especialmente en el presente, con la revolución tecnológica, que ha empoderado digitalmente a los ciudadanos para que se sientan falsamente protagonistas y dueños de su propio destino.
Es por eso que los ritmos de movilización social y el auge de la participación son elevados y los de organización e institucionalización política bajos. Eso nos muestra el corolario de lo que está ocurriendo hoy en nuestros países, donde, resultado de una insatisfacción sostenida, se ha creado una tendencia al desorden, a la revancha y el escepticismo en la búsqueda del cambio, promoviendo y aupando nuevos hombres y nuevos proyectos a ciegas, sin importar las experiencias del pasado, la escasa o nula capacitación de los liderazgos emergentes en asuntos del Estado, pero especialmente haciendo caso omiso a sus reconocidas credenciales como enemigos de la democracia liberal y el libre intercambio del occidente capitalista y cristiano.
Hoy suenan las alarmas en todos los sectores que aún poseen sentido común en la sociedad latinoamericana. La gente vive presa de ansiedad pensando que la llegada de Pedro Castillo, Gabriel Boric y Gustavo Petro desencadenará la venezolanización de la sociedad latinoamericana, preocupación valida, pero muy lejos de la realidad. El caso venezolano es único y suigéneris y dudo que se vuelva a repetir. Chávez era un militar que por ignorancia y resentimiento creó espíritu de cuerpo en los militares contra la civilidad, corrompió a las fuerzas armadas e hipotecó su obediencia y lealtad a países enemigos de la democracia, la libertad y el libre intercambio.
El pobre Pedro Castillo es un maestro humilde, preso en su soledad, a quien, náufrago, lo arrastraron las olas a las puertas del palacio presidencial del Perú; no tiene siquiera un equipo de profesionales calificados que lo acompañe y se arriesgue con él en el ejercicio del poder. Es un pobre ser anodino que no sabe qué hacer ni por dónde comenzar; realmente es un personaje folclórico, patético e inofensivo que inspira lástima. A Gabriel Boric se le irá el primer año tratando de conciliar consensos para la aprobación de una nueva Constitución que tendrá en las fuerzas institucionales chilenas sus más fuertes escollos, especialmente en la Iglesia, en las Fuerzas Armadas y en la elite de la sociedad civil chilena, que ya anuncia su alerta ante los dislates contenidos en el primer borrador.
En cuanto a Gustavo Petro, sus adversarios más notorios serán los empresarios colombianos —a quienes los radicales izquierdistas acomplejados del grupo de Puebla llaman oligarquía— y las Fuerzas Armadas, que tienen bastante más de medio siglo combatiendo a los grupos irregulares y conocen bien su pasado como militante del M-19, que tanto dolor causó al pueblo colombiano con su célebre asalto al Palacio de Justicia en 1985, que dejó 98 muertos entre civiles y militares. Petro ve ahora maquillado su pasado con una buena gestión al frente de la Alcaldía de Bogotá. Sin embargo, soy de los que intuyen que no verá realizado su sueño, porque doy por descontado que saldrá derrotado en la segunda vuelta el próximo diecinueve por Rodolfo Hernández.
Las esperanzas frustradas y la disonancia cognitiva de estatus, en sociedades de mentalidad adolescente y de frágil memoria, en un momento de cambios vertiginosos provocados por la globalización, la revolución digital y la pandemia, tienen que producir en una masa emotiva que siente, más que razona, presionada por las carencias y la ignorancia, la atrofia, en las mayorías, del sentido común a la hora de elegir.
Masa tan volátil y desprevenida como la adolescente del barrio que hambrienta y sin futuro se va con el primero que le susurre al oído las mentiras mejor presentadas para garantizarle sus dos más ansiados anhelos: cumplir el hermoso pasaje de la maternidad y el abandono del infierno que significa su casa. Lo que ella no sabe es que el que mejor enamora es el que menos sabrá que hacer con los resultados de su aventura.
América Latina, por lo complejo de sus raíces culturales y su historia, constituye una gama de naciones cuya problemática resulta muy difícil de abordar con las herramientas convencionales utilizadas por los políticos tradicionales, y esa es la parte de responsabilidad que nos toca asumir a todos, porque nuestras respuestas hasta hoy han sido insuficientes a sus voluminosos e intrincados desafíos, además de lentas y burocráticas. Lo que hoy acontece, lejos de abrumar a los verdaderos demócratas, debe convertirse en un gran acicate para perfeccionar lo que siempre hemos hecho mejor que los enmascarados enemigos de la democracia: preservarla, mejorarla y defenderla.
Leon Sarcos, junio 2022