Los candidatos que se disputarán la presidencia de la hermana República, como bien se sabe, son el exguerrillero Gustavo Petro y el empresario Rodolfo Hernández. El primero es un populista redomado, integrante del marxista Grupo de Sao Paulo, y el segundo, además de populista, también se presenta como el candidato de la antipolítica. Se trata, sin duda, de dos alternativas nada fiables, aunque Hernández aparezca en este caso como “el mal menor”.
El populismo y la antipolítica encantan a la gente con todo tipo de promesas, al tiempo que echan mano a prejuicios, resentimientos y odios atávicos para alcanzar el poder. Esa fórmula combinada la hemos conocido y padecido aquí desde 1998, cuando algunos decidieron salir de AD y Copei votando por un militar golpista, lleno de rencores y complejos, con un discurso populachero, antipolítico y antipartidos. Aquella invención nos ha salido muy cara y hoy, sin duda, el “remedio” que buscaron ha resultado “peor que la enfermedad”.
En cuanto al populismo, hay que señalar que todas partes donde ha engañado a las mayorías para tomar el poder ha producido casi siempre los mismos resultados, ofreciendo políticas demagógicas y asistencialistas para redistribuir la riqueza, pero sin crearla, “y así acabar la pobreza”. Al final, como bien se sabe, solo se enriquecen ellos e igualan a los demás, empobreciéndolos exponencialmente. Esas políticas de dádivas y limosnas bien pueden ayudar en algún momento, pero nunca resuelven la situación de miseria, indigencia y subdesarrollo, sino que más bien la agravan. Sin embargo, se trata de un espejismo que seduce a muchos ingenuos.
Por eso mismo, al llegar al poder, los populistas se dedican a liquidar la iniciativa privada, arruinar industrias y empresas, en fin, destruir el aparato productivo que no sea propiedad del Estado. Por eso, las expropiaciones y confiscaciones se convierten en medidas indispensables para ejercer finalmente su dominio sobre los demás. No quieren que el Estado comparta su poder con la sociedad, porque los debilita, e impide su dominio totalitario. El caso venezolano actual es fiel ejemplo de tal propósito.
En cuanto a la antipolítica, sus protagonistas, por lo general, pretenden hacerse pasar como gente interesada en los asuntos públicos, pero sin vinculación con los partidos y los políticos. Más aún, se presentan como contrarios a ambos y se exhiben como una alternativa cierta de cambio frente a aquellos, a los que siempre acusan de corruptos, incompetentes e insensibles. Así, explotan el resentimiento existente contra la política y sus partidos, responsabilizándolos por todos los problemas.
Sin embargo, quienes promueven la antipolítica son, en el fondo, políticos taimados e hipócritas, aun cuando rechacen tal definición por conveniencia y cálculos políticos o electorales. Esa la misma actitud fue la que adoptó en su tiempo el dictador Juan Vicente Gómez, cuando se definía a sí mismo “como un hombre de trabajo, y no como un político”. Lo mismo hizo el general Marcos Pérez Jiménez, otro dictador que odiaba a los políticos y sus partidos, y se definía como un hombre de armas entregado a la tarea de “hacer el bien nacional”. El generalísimo español Francisco Franco daba gracias a Dios “porque él no era político”, aunque encabezó una dictadura terrorífica por más de 40 años. La antipolítica, así concebida, ha sido también un viejo recurso de autócratas y tiranos de toda laya para ocultar su despotismo y sus crímenes, pretendiendo no haber sido contaminados por la política y sus partidos.
En el caso venezolano hay que señalar que en 1998 el populismo y la antipolítica se conjugaron tras la candidatura del militar golpista Hugo Chávez, al afirmar que, visto el fracaso de los políticos, tocaba ahora a una unión “cívico-militar” tomar el poder y aplicar en consecuencia un confuso cocktail de ideas militaristas, fascistas, autoritarias, perezjimenistas y marxistas, difícil de digerir, por lo demás.
Fue así como entonces ofreció a cada quien –convertido en un buhonero que oficiaba como candidato presidencial–, lo que cada quien quería oír. A la plutocracia caraqueña, ya “cansada” de AD y Copei, la embelesó con sus teatrales cualidades de manumiso. A la clase media, que votó mayoritariamente por él, le ofreció “villas y castillos”. A la gente de abajo les dijo que como los “de arriba” los robaban, él, moderno Robin Hood, les devolvería todo. Y a la dirigencia política –como si él no lo fuera– la amenazó “con freírles sus cabezas en aceite”. Lo increíble fue que toda esta puesta en escena la hizo simultáneamente, porque entonces cada quien oía sus particulares “cantos de sirena”, sin poner atención a los otros.
En todo caso, aquí ya sabemos y sufrimos la colosal tragedia que ha traído consigo el populismo y la antipolítica chavistas –ahora madurista– que hemos aguantado los venezolanos en estas dos décadas.
Ojalá Colombia no se convierta en otra Venezuela, como la actual.