El 22 de diciembre de 1984, Bernhard Goetz atacó a tiros a cuatro jóvenes afroamericanos que intentaron asaltarlo, desprovistos de armas. El pistolero, un ingeniero nuclear de 36 años, flaco y desgarbado, convirtió el vagón en un western. ¿Vengador o agresor racista? Se cumplen 35 años de su liberación
Por Infobae
Aquel 22 de diciembre de 1984 en Nueva York, el hombre, porque en ese momento nadie sabía quién era, se subió al subte en Manhattan. Parecía en alerta, como si una amenaza estuviera al acecho, y no se equivocó. En un momento se le acercaron cuatro jóvenes afroamericanos para exigirle 50 centavos cada uno. Luego le pidieron la billetera. No era un buen comienzo. El percibió que iban a agredirlo. Y bastó que uno de los ladrones de poca monta se riera mientras le brillaban los ojos. Para el hombre fue una señal clara: sacó de su abrigo un revólver calibre 38 y les disparó a los cuatro como en una película Western.
El conductor del metro frenó entre dos estaciones y el pistolero saltó y se perdió en la oscuridad del túnel. No hubo muertos, de milagro. Las víctimas fueron Troy Canty, Darrel Cabey, James Ramseur y Barry Allen, de 19 años. Uno de ellos llevaba destornilladores que iban a usar como armas blancas.
Este episodio inspiró a la escena en la que el notable Guasón de Joaquin Phoenix mata a balazos a tres hombres que se burlaron de él en el metro. Y la historia real forma parte de un capítulo de Juicios mediáticos, que puede verse en Netflix.
Lo cierto es que el misterioso “justiciero” estuvo prófugo nueve días. Se hizo un identikit que se repartió a la gente y se publicó en los medios. El caso ocupó la portada de los diarios y horas en la televisión. Muchas personas se pusieron en lugar del hombre, cansadas de los delitos en Nueva York. Lo convirtieron en un héroe anónimo.
Un detective reconoció que si el buscado no se hubiera entregado, es probable que nunca lo hubieran atrapado. A los policías les llamó la atención que el pistolero fuera Bernhard Goetz, de 36 años, ingeniero nuclear de perfil bajo, un hombre flaco, encorvado, de lentes, tímido y de pocas palabras. El imaginario policial, judicial y popular apostaban a que era una especie de Charles Bronson: rudo, musculoso, imperturbable.
Se entregó, dijo: “ustedes no se imaginan lo que es ser una víctima” y dio su versión. “No voy a luchar contra eso. No me importaba que me mataran. Lo que no quería es que me lastimaran, me mutilaran o me empujaran fuera del metro”, declaró sin mirar a los ojos de los interrogadores.
Contó que llevaba un arma porque en 1981 lo habían asaltado en el subte. Lo golpearon en una rodilla y lo empujaron contra una puerta de vidrio.
Su testimonio fue escueto pero contundente. “Dos estaban a mi izquierda y los otros dos, a mi derecha. En ese momento yo ya sabía que tenía que sacar el arma. Cuando vi la sonrisa de uno de ellos y cómo le brillaban los ojos y lo estaba disfrutando, ahí me di cuenta de que los tenía que matar a todos”.
Pero en el juicio surgió un hecho que hablaría no de un justiciero que actuó en legítima defensa, sino en un peligroso hombre dispuesto a matar a sangre fría. “Al que estaba parado al lado mío lo vi bastante bien, y no creo que él pueda contar esto porque ya estaba fuera de sí, pero le dije ‘vos no estás tan mal, acá tenés otra’, y volví a dispararle. Me quedé sin balas, sino hubiese seguido liquidándolos”.
En este último caso se refiere a Darrel Cabey, que estaba en el suelo, recibió el segundo disparo en la columna vertebral y quedó paralítico.
En el juicio le recordaron una frase que reconoció haber dicho: “La única forma de limpiar la calle es matar hispanos y negros”. El llamado “Justiciero” se mostró arrepentido por esa afirmación y pidió perdón.
Cientos de personas lo apoyaron durante el proceso judicial con pancartas, fotos suyas y cánticos. Hasta le pidieron autógrafos. Para un sector de la sociedad representaba un defensor de las víctimas de asaltos y homicidios.
Según las estadísticas oficiales, en 1984, en los vagones y pasillos del metro se registraron 8 asesinatos, 19 mujeres violadas, 209 hurtos y 838 asaltos.
Pero al mismo tiempo, del otro lado surgieron los cuestionamientos por su racismo y porque consideraron que no actuó en defensa propia porque los jóvenes no estaban armados, aunque tenían antecedentes por hurtos menores.
Goetz siguió alimentando la polémica: “Esos jóvenes querían divertirse conmigo y darme una paliza. Nadie nos defiende a los ciudadanos honestos. Reconozco que actué a sangre fría y los quise liquidar a todos. Pero era ellos o yo”.
¿Quién era el hombre que para algunos era un justiciero y para otros un racista asesino? Había nacido en Kew Gardens, el 7 de noviembre de 1947. Su madre se llamaba Gertrudis Karlsberg y su padre Bernhard Goetz Willard.
Eran inmigrantes alemanes que se conocieron en Estados Unidos. Su padre era luterano; su madre, que era judía, se convirtió al luteranismo. Goetz se casó pero el matrimonio duró poco.
En el metro había otras veinte personas. Para los detractores de Goetz puso en peligro a los otros pasajeros.
El activista por los derechos civiles, Al Sharpton, opinó. “Si los cuatro supuestos asaltantes no hubieran sido afroamericanos, Goetz no hubiera asumido que estaban a punto de robarle. El caso demostró que puede tenerse el máximo prejuicio a una vida afroamericana y para la ley eso no va a tener ningún valor. Fue realmente triste el mensaje que le dio a la sociedad”.
Pero Goetz tenía un apoyo mayoritario. Incluso algunos políticos salieron en su defensa. Y un grupo de la Asociación Nacional del Rifle (ANR) formó “Los ángeles de la guarda”, voluntarios dedicados a patrullar el subte de Nueva York y a recaudar fondos para los gastos de la defensa legal del ingeniero. Goetz era la mejor cara propagandística que podían tener: un hombre como cualquier otro, con estudios y con apoyo popular. A partir del hecho crearon un nuevo eslogan: “Lo único que frena a un hombre malo con un arma es un hombre bueno con un arma”.
Los abogados de Goetz argumentaron que el ingeniero había actuado en defensa propia, y el 17 de junio de 1987, hace 35 años, la justicia lo absolvió de los cargos de intento de homicidio, pero lo condenó a 250 días de cárcel por posesión ilegal de armas.
En abril de 1996, Cabey -una de las víctimas- demandó en lo civil a Goetz por los daños que le causó y la justicia determinó que tenía que pagarle 43 millones de dólares, aunque casi una década después del ataque, el acusado se declaró en bancarrota, por lo que Cabey nunca fue indemnizado.
Un dato no menor: a los jueces les llegaron más de mil cartas pidiendo que se retiren los cargos contra Goetz. Además, un grupo de personas creó un fondo para costear los gastos de su defensa y el club de tiro de Nueva York lo nombró “Ciudadano del año” y le donó mil dólares. Algunos muros se llenaron de leyendas a su favor: “Poder al vigilante, Nueva York te ama”.
Y surgió otro debate, aun vigente en los Estados Unidos, y tiene que ver con que un sector está convencido de que los ciudadanos deben armarse para defenderse.
Goetz fue trasladado a una celda especial en Rikers Island, donde compartió muros con Mark Chapman, el asesino de John Lennon, y con Christopher Thomas, acusado de haber matado a 10 personas en la masacre de Palm Sunday. Goetz recibió las donaciones para pagar la fianza. Hasta un bar en Manhattan creó un cóctel nombrado “El vigilante” en su honor y le destinaron la mitad de las ganancias como donación para su defensa.
De Goetz se supo poco y nada. Que intentó ser candidato político, que se hizo vegano y que en 2013 lo detuvieron por venta de marihuana aunque lo absolvieron por el beneficio de la duda.
De sus víctimas se supo que uno de ellos acusó falsamente a Goetz de querer secuestrarlo, otro de ellos murió de una sobredosis de heroína y el que quedó inválido murió por su enfermedad.
Ninguno de ellos volvió a subirse al subte. Goetz nunca dejó de hacerlo. Podía cruzarse con admiradores que lo aplaudían o personas que lo acusaban de racista. Goetz no discutía. Otros le miraban el bolsillo de su saco, por si seguía llevando un arma. El se mantenía callado. Como si el subte hubiese dejado de ser un peligro para él. Como si se sintiera rey de ese territorio subterráneo. Y ya nada podía pasarle.