Nacida en la ciudad de Bolonia, Italia, el 18 de junio de 1943, a Raffaella Maria Roberta Pelloni los trabajos familiares -su papá era dueño de un bar y su abuela de una heladería- le auguraban un futuro detrás de un mostrador antes que delante de las cámaras de televisión. Sin embargo, ese destino se empezó a torcer. Como la pequeña se mostraba muy dotada para la danza, en el tiempo libre que le dejaban los trámites de divorcio su madre, Iris Dellutri, la inscribió en la Academia Nacional de Danza. A los nueve años un encuentro casual le permitió entrar a un mundo desconocido y que haría suyo: el espectáculo.
Por infobae.com
Con su madre viajaron a Roma para visitar a un amigo. Allí conocieron a un director de cine que buscaba a una niña para actuar en la película Tormento del passatto. Raffaella reunía los requisitos y la contrató. Su madre, italiana de pura cepa, le impartía una educación “a la alemana”, es decir, estricta y rigurosa. Por eso la obligó a alternar la escuela con los estudio de danza más la formación en el Centro Experimental de Cinematografía. A los 17 años le llegó su primer gran papel en La larga noche del 1943, y en 1963 actuó con Marcello Mastroianni en la película Los camaradas.
Su carrera tomaba fuerza, los estudios estadounidenses pasaron de pregunta: “¿Quién es esa chica?”, a ordenar: “¡Contratemos a esa chica!”. En 1966 Raffaella viajó a los Estados Unidos para rodar algunos episodios de la serie I Spy, con Bill Cosby. Pero el gran desafío llegó cuando le ofrecieron protagonizar El coronel Von Ryan. Su coprotagonista era uno de los actores más seductores y poderosos de Hollywood: nada más ni nada menos que Frank Sinatra, el hombre que con sus ojos azules y el romanticismo de sus letras cautivaba a millones y ganaba millones.
Apenas conocerla Sinatra, el seductor serial, empezó a cortejarla, pero ella le dijo “no” al que todos le decían “sí”. Es que notó que Sinatra “era amable conmigo, pero no con los demás”. Y por otro lado, ella no deseaba convertirse en “la chica del jefe”. El camino al éxito era arduo pero Raffaella no necesitaba atajos.
La Carrà tampoco se dejó seducir por el estilo de vida de la meca del cine. “A las cinco de la tarde cerraban los estudios y todos se alcoholizaban. Me sentía una marciana, muy incómoda”. Ignoró a los productores que le suplicaban que se quedara para convertirla en la nueva Sophia Loren o Gina Lollobrigida, y volvió a Italia, su lugar en el mundo y desde donde conquistaría al mundo. “Ni bebo ni me drogo, por eso Hollywood no era para mí”, dijo en una entrevista.
En su país, la llamaron del programa de Nino Ferrer y para aceptar puso una sola condición: disponer de un pequeño espacio propio para hacer lo que quisiera. En esos tres minutos mostraba lo que luego sería su marca de fábrica: entonaba una canción alegre y pegadiza pero acompañada por una coreografía tan vital y llena de energía que lograba que todo el público se pusiera a bailar y los productores la quisieran contratar a perpetuidad.
A comienzos de la década del 70 ya era una show-girl incuestionable y la RAI le propuso liderar el show nocturno La Canzonissima 70. Al mismo tiempo recibió una propuesta para protagonizar una película en París con Steve McQueen. ¿Qué hacer? ¿Aceptaba el proyecto de cine con ganancias fabulosas o el programa con un miserable sueldito en la RAI? Finalmente se decidió por la tele, porque “desde mi punto de vista el cine es una prisión. Y quiero la libertad de decidir, de equivocarme, de sufrir, de ser feliz…”.
A partir de ese momento impuso el estilo Raffaella Carrà. Dejó atrás su cabellera morena y sin flequillo por su peinado característico: rubio platinado con corte carré lacio y con flequillo. Ideó un vestuario que le permitía bailar con comodidad pero también que destacaba su torneado cuerpo de bailarina. Diseñó unos monos rojos, naranjas bordados con strass y escote profundo que llegaba al ombligo. Su look fue tan impactante como rupturista; años después sería imitado por otras artistas como Madonna o Lady Gaga.
Pero lo que definitivamente selló su éxito fue atreverse a mostrar una de las zonas más pequeñas y más insignificantes del cuerpo: el ombligo. Esa parte de la anatomía, habitualmente oculta en las pantallas de la época, la colocó en boca de todos, incluido el Vaticano, que la censuró porque cuando bailaba la canción “Tuca Tuca”, el bailarían la acariciaba pícara y sensualmente. Se llegó al extremo que en las radios al pasar la lista de temas más escuchados saltaban del puesto 5 al 3 para no tener que nombrar a la canción “impúdica”.
Raffaella cantaba, bailaba, actuaba pero sobre todo, contagiaba su alegría talentosa. Porque para bailar como bailaba, además de ser una dotada, ensayaba seis horas fuera de cámara. Rompía moldes y el público la seguía con pasión. Sus canciones sencillas, divertidas e irónicas se convertían en éxitos inmediatos.
En 1975 su fama comenzó a trascender las fronteras. Sus temas eran escuchados, y bailados por millones de personas. Miles de nenas del mundo –incluso esta cronista- pasaban horas tratando de imitar el latigazo cervical de la Carrà. Es que la italiana, en medio de una canción, movía su cabeza con un golpe seco para atrás y adelante pero, sorprendentemente, toda su cabellera volvía al mismo lugar. No importa las veces que repetía el movimiento, siempre el pelo regresaba a su sitio. Lo que indicaba un pelazo a prueba de frizz y una gracia a prueba de torpes. En cambio, el resto de las mortales que intentábamos copiarla, terminábamos con una contractura de cuello, algo mareadas y totalmente despeinadas.
En la Argentina eran tiempos de dictadura militar y sus canciones traían una alegría despreocupada y contagiosa en tiempos oscuros y violentos. En medio de ese contexto opresivo, Raffaella decidió visitar el país. Antes tuvo que cambiar la letra de uno de sus hitazos que decía “Para hacer bien el amor hay que venir al sur” por una versión casta y libre de censuras que aseguraba que “Para enamorarse bien hay que venir al sur”. Cuando los periodistas le preguntaron por qué siendo ella nativa del norte de Italia cantaba que el mejor sexo estaba en el sur, la respuesta era: “Porque ‘hay que venir al norte’ no rima”.
A finales de los 70 dejó las presentaciones en vivo para centrarse exclusivamente en la televisión. Siguieron otros programas de éxito como Milleluci, Tante scuse, Ma che será y Pronto, Raffaella!. Este último era un concurso de llamadas telefónicas en directo que marcó un hito en audiencias: en un país con 60 millones de habitantes el programa era seguido por 14 millones. Pero también Raffaella abrió un camino de equidad salarial porque cuando se enteró de que había presentadores hombres que cobraban más que ella, pidió su parte y se la dieron.
También se animó a cantar sobre homosexualidad en tiempos donde en las familias se denominaba el tío solterón al tío gay. La canción “Lucas” contaba de manera divertida y sin culpa un enamoramiento homosexual al ritmo de la pregunta: “Lucas, Lucas, ¿dónde te has metido? Lo vi abrazado a un desconocido, no sé quién era, tal vez un viejo amigo”.
Cuando la cuestionaban o la aplaudían por sus canciones, se corría del rol de heroína y simplemente decía: “No hacían daño a nadie. Quitaban del medio muchos prejuicios de gente que no entendía que una vida es una vida cuando tienes libertad”. Pero Raffaella también tenía fobias y obsesiones: odiaba el color violeta y prohibía a su equipo que se lo vista en presencia de ella o que sea usado en decorados de sus programas. También le disgustaba el número 17, asociado a la desgracia. Ni siquiera se atrevía a nombrarlo. “A ese número lo llamo 16 bis”, dijo en alguna oportunidad.
Raffaella no solo era seguida y amada por la audiencia, también logró ser respetada (algo muy distinto a ser temida) por todos. “Cuando ella entraba por la puerta, todo el mundo se callaba para escucharla. No era solo una rubia con ropa ajustada y brillante. Era una mujer muy potente. Con mucha fuerza. Y eso se notaba estuviera donde estuviera”, la describió una de las personas que trabajó con ella.
A fines de la década del 90 se puso al frente de Raffaella Carrá Show, un programa nocturno con entrevistas a estrellas internacionales y todo el glamour posible. Fue la única que logró entrevistar a la Madre Teresa de Calcuta en un estudio de televisión. La religiosa se presentó con su humilde hábito y la conductora –sin tiempo a cambiar su vestuario- la recibió con un vestido de mangas enormes, hombreras de plumas y gemelos con brillantes.
“Cuando la vi me dije: ‘Tierra, trágame’ -recordó en una entrevista a un medio español-. Ella era pequeñita, curva y con las manos llenas de callos por trabajar tanto. Me pregunté: ‘¿Qué pensará esta mujer de mí?’. Sin embargo, el encuentro fue fantástico. Era una mujer fuerte como el acero, pero muy pequeña. Me preguntó si podía decir una plegaria y yo creo, realmente, que un ángel de la guarda me ayudó: pese a que hablaba con un hilo de voz inaudible lo pude traducir todo de principio a fin. Al final me dijo: ‘Thank you’”. A partir del 2006 su presencia en televisión comenzó a ser más espaciada. “He tenido mucho en la vida. Ahora es el momento de dar paso a las nuevas generaciones”, anunció.
En cuanto al amor, estuvo casada con Gianni Boncompagni, quien compuso gran parte de las canciones que la hicieron famosa. Luego formó pareja con Sergio Japino, su coreógrafo. Nunca se hizo una cirugía y conservaba el pelazo y la misma silueta que a los 20 años. Su envidiable estado hizo que en Italia se haya popularizado la frase “nada es eterno, excepto la Carrà”. Cuando le preguntaban sobre su carrera llena de éxitos, contestaba: “La fuerza de un personaje reside en la capacidad de saberse rodear por personas de alto nivel profesional, quererlos y que te quieran. Basta con cuatro o cinco en los que confiar… y puedes conquistar el mundo”.
Y vaya que lo conquistó. Y si no, intente terminar esta nota sin haber tarareado ni una sola vez “explota, explota, explooo, explota explota mi corazón”.