El domingo pasado fue el día más crítico de todo el gobierno de Alberto Fernández. Recluido con un grupo de leales, el Presidente deambuló errante por la quinta de Olivos, destilando bronca e impotencia, así lo reseñó EL TIEMPO de Colombia.
Todos le reclamaban hablar con Cristina Kirchner para salvar su gobierno. Una idea que lo perturbaba casi patológicamente. Se retiró a los gritos del almuerzo y se recluyó en su oficina cinco horas casi sin contacto con nadie. Como si el país se hubiera quedado temporalmente sin presidente.
Ese día repitió una frase que dejó a todos congelados: “Si me siguen jodiendo, renuncio y que se vayan todos a la mierda. No la voy a llamar, no voy a firmar mi rendición”. De ese modo sellaría la dinámica incierta de toda la semana.
Por primera vez aparecía verbalizado en el corazón del poder el escenario más temido. Uno de los testigos de esos momentos críticos confesaría después: “Ese día algunos temimos que se fuera efectivamente. Estaba demasiado reticente a hablar con Cristina”.
Curiosa paradoja para el hombre que en 2008, en pleno ataque de furia de Néstor Kirchner por el fracaso de la resolución 125, había intervenido con Lula da Silva para convencer al matrimonio gobernante de que no abandonara la Casa Rosada.
Ahora le tocaba a él estar del otro lado del mostrador. Emergió allí otra vez la versión negadora de Alberto Fernández, aquella que piensa que puede hacer que las cosas no sucedan solo por su inacción. No llamó a nadie, no convocó ni a gobernadores ni a ministros. Solo lo veían entrar y salir los que fueron espontáneamente: Santiago Cafiero, Juan Manuel Olmos, Julio Vitobello, Gustavo Beliz, Gabriela Cerruti, Vilma Ibarra, Juan Manzur y Marcelo Martín. Con ellos también discutió fuerte.
Lo mismo le había pasado con la renuncia de Martín Guzmán. El aún ministro ya había transmitido a sus íntimos el lunes pasado que no estaba controlando el proceso tarifario por el boicot de Darío Martínez y culpaba a Miguel Pesce de complicarle la gestión con su manejo de la mesa de dinero del Banco Central.
El jueves se lo planteó directamente al Presidente, condicionando su continuidad a que le otorgara el manejo de esas dos áreas. Fernández fue elusivo sobre Pesce, pero le prometió que al día siguiente despediría a Martínez.
Cuando el viernes se consumía y la promesa no se cumplía, Guzmán trató de ubicar al Presidente, infructuosamente. No lo atendía. Vitobello le dijo después que no estaba disponible. Ese día se produjo otra desaparición temporal de Alberto. Horas en las que nadie sabe dónde está. A veces sale solo en su auto. Misterio. Cuando se vieron en el acto de la CGT, Guzmán ya tenía decidido renunciar y a la noche empezó a redactar la carta que daría a conocer al otro día.
El sábado Fernández estaba en lo del empresario Fabián de Sousa, socio de Cristóbal López. Almorzaron y buscaron distenderse viendo televisión, con una premisa: no sintonizar el discurso que iba a dar Cristina Kirchner. Alberto no quería escucharla.
Guzmán le siguió mensajeando sin éxito. Como ya tenía decidido difundir su carta en simultáneo con la aparición de la vicepresidenta en Ensenada, se apuró a decirle por chat que renunciaría. El Presidente buscó convencerlo de que se quedara, pero no encontró margen. En segundos pasó a un estado de furia para decirle: “Vos sos todo por mí; te vas y no vas a ser nadie”. Otra paradoja. Después se quedó algunas horas más en Zárate conversando sobre las implicancias de la salida de Guzmán (quien asegura que se quedará en la Argentina y que no piensa volver a Columbia).
Una charla entre amigos que comentaban la realidad. Dicen que estaba tranquilo. Mientras tanto, en Olivos lo esperaban angustiados sus funcionarios más cercanos para empezar a resolver la situación. Él llegó cerca de las 9 de la noche.
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