La habitación tenía una chimenea, velas grandes rojas, amarillas y azules con distintos aromas, cinco cuadros, una heladera llena de comida y champán, y en el centro una cama grande con un colchón de agua cubierto por frazadas y cobijas de primera línea. De noche, la atracción era ver el paisaje iluminado de Medellín a través de un amplio ventanal.
Por Infobae
No es la descripción de una suite de un hotel cinco estrellas de Colombia. Ese fue el lugar de detención de Pablo Escobar Gaviria, el Jefe del Cartel de Medellín, en la cárcel La Catedral. No sólo por su impero de la droga, sino por los asesinatos políticos que ordenó.
Su celda sin rejas, ni cemento húmedo ni paredes escritas y mucho menos la hedionda letrina de toda prisión.
Ese lugar lo había a decorado su esposa Victoria Eugenia Henao. Le había dado un tono romántico y se imaginaba compartiendo noches apasionadas con el amor de su vida. El narcotraficante más famoso del mundo.
Pero lo más insólito, único a nivel mundial, fue que la prisión fue mandada a construir por el propio Escobar Gaviria cuando tomó la decisión de entregarse la mañana del miércoles 19 de junio de 1991.
Esa fue la condición que puso para que no ser extraditados a lo Estados Unidos. “Prefiero una tumba en Colombia antes que una celda en Estados Unidos”, solía decir. Su encarcelamiento fue acordado con el gobierno del presidente César Gaviria.
Fue enviado a “su” cárcel en helicóptero, acompañado, entre otros, por el sacerdote eudista Rafael García Herreros.
Al mismo tiempo se entregaron sus más cercanos lugartenientes: Otoniel González (Otto), Carlos Aguilar (Mugre), John Jairo Velásquez (Popeye), Valentín de J. Taborda, Roberto Escobar (Osito), Gustavo González (Tavo), Jorge Eduardo Avendaño (Tato) y Johnny Rivera (El Palomo). La lista sigue: José Fernando Ospina (El Mago), John Jairo Betancur (Icopor), Carlos Díaz (La Garra) y Alfonso León Puerta (El Angelito).
Más que una cárcel de máxima seguridad parecía una residencia de mafiosos y sicarios.
Henao estaba ilusionada. Sentía que era una oportunidad para que su marido pague por sus delitos, esté lejos del peligro y llegue algo de normalidad a su vida con el hombre más temido.
“Finalmente, siete años después de correr y correr, de pronto me invadió una agradable sensación de tranquilidad porque imaginé que iba a recuperar mi feminidad, mi lugar de esposa, de madre, de compañera, de amante. Pensé que él pagaría muchos años de cárcel y que resarciría su deuda con la sociedad”, se ilusionó.
Pero el criminal que se transformaría en mito, no iba a torcer su destino de narcotráfico, asesinatos y guerra.
Ella subía varios días a la semana a La Catedral y mientras Pablo se reunía con alguna persona o jugaba al fútbol, Victoria aprovechaba para ordenar, cambiar o decorar la habitación de su esposo. Pero su deseo duró tres semanas. No sólo descubrió que Pablo seguía liderando el negocio narco desde adentro, sino que encontró decenas de cartas que le llegaban al Patrón. Eran mensajes de mujeres de distintos países. Le enviaban declaraciones de amor, le pedían sexo violento y hasta le mandaban fotos en las que aparecían desnudas. Una gran cantidad de ellas se ofrecían a cambio de dinero o casas.
En su libro Mi vida y mi cárcel con Pablo Escobar, Henao revela: “Mi sorpresa fue mayor cuando leí cartas escandalosas de mujeres que recordaban con todo tipo de detalles los recientes encuentros íntimos con él y lo invitaban a repetirlos cuantas veces quisiera; otras escribían textos floridos en los que soñaban con otra noche de pasión en La Catedral. Fue espantoso. Recuerdo que lo esperé y le hice una escena en la que le reproché la falta de respeto y el hecho de que no reconociera mi entrega y sacrificio por estar siempre con él”.
Pero Pablo le decía lo de siempre:
-Tata de mi vida, no puedo evitar que las mujeres quieran visitar a los muchachos que me cuidan.
-Eres un mentiroso, Pablo, no te creo, déjame en paz, quiero regresar a Medellín, no quiero estar más a tu lado.
Y se fue. Él salió detrás y varias veces le pidió que hablaran, pero ella no quiso.
Había algo que ya había nacido y era imposible cambiarlo. La Catedral se convirtió en el templo de la perdición.
Después de la humillación que vivió Henao, Escobar le mandó un ramo de flores amarillas, como acostumbraba a hacer cuando traicionaba a su mujer, con una tarjeta que decía: “Nunca te cambiaré por nada ni por nadie”. Era su frase de cabecera a la hora de pedir perdón.
Henao llegó a pensar en no volver al lugar de “castigo” de su marido, pero sus hijos Juan Pablo y Manuela querían visitar a su padre.
“Cuando llegábamos observaba cierta malicia en los rostros de los lugartenientes de mi marido. Era más que evidente que la compañía femenina estaba desbordada. No podía hacer nada”, se desahoga la mujer en el libro que escribió. Y asumió que las cosas iban a ser así: su vida y su cárcel con Pablo Escobar.
Y cambió de postura. En vez de enojarse con él o hacerle planteos, se propuso reconquistarlo. Ser más seductora y romántica que las amantes oportunistas que buscaban al narco.
Y al igual que esas mujeres, comenzó a enviarle cartas. Pero sin desnudos ni propuestas indecentes. Le escribía poemas de amor. Tomó clases con un poeta y profesor de filosofía.
“Eran hermosas cartas que solo pretendían superar desde el corazón y el amor, a cualquier reina de belleza que subiera a La Catedral. Si lo perdía como hombre, pensaba, que no fuera por falta de romanticismo, detalles y cuidados. A mis treinta años me comportaba como una adolescente y llegué al extremo de consultar a un sexólogo porque quería ser la mejor en la intimidad. Mi única intención era cuidar a toda costa mi relación de pareja”, escribió Henao.
A Pablo lo hechizó ese juego de seducción y se volvió un ida y vuelta.
Como podía tener casi todo lo que quería, le pidió a Mugre, uno de sus hombres de confianza, que construyera un palomar en La Catedral y compró palomas mensajeras. Pablo escribía pequeños mensajes de amor que las aves llevaban sin perderse al edificio Altos de San Michel, donde vivía su familia.
Pero Pablo no paró de recibir mujeres, aunque sostenía que sólo amaba a su esposa. Y volvió a una vieja pulsión: lo fueron a ver unas cinco reinas de belleza.
Uno de los hombres de Pablo, Jerónimo, le contó a la esposa de Escobar que varias veces llegaba a la prisión un camión de doble fondo con no menos de doce hermosas mujeres perfumadas y maquilladas exageradamente.
El reconocido arquero de la Selección de Colombia, René Higuita, lo iba a visitar. Un rumor refirió que Diego Maradona fue otro de los invitados en 1991, justo cuando estaba suspendido por doping en el Napoli.
“No fui a la hacienda Nápoles, te lo juro por mi viejita que ni lo conocí. Y menos a jugar a la pelota a la cárcel de lujo que era suya. Nunca me regaló nada y lo que hacía era horroroso. Cuando no pudo llenar más de dólares la casa que tenía, empezó a construir casas para los pobres, pero no porque fuera bueno, era capaz de matar niños”, declaró Maradona.
El astro sabía que La Catedral era una cárcel con habitaciones cómodas, salas de billar y pool, bar, cancha de fútbol, y habitaciones donde se celebraban orgías y fiestas para amigos y sicarios.
Los medios apodaron a La Catedral como “Cárcel de Máxima Comodidad” en lugar de “Cárcel de Máxima Seguridad”. El Ejército era el encargado de la seguridad a las afueras de la prisión pero hacía la vista gorda a los actos escandalosos de Escobar. Se sospecha que los guardias fueron sobornados y extorsionados por el capo.
Pero poco más de un año después, ese infierno de lujuria y donde vender el alma al diablo era como desprenderse de un bien material, Escobar desaprovechó, según su mujer, la oportunidad de resarcirse ante la sociedad.
Los excesos lo llevaron a un laberinto sin salida. Y no le quedó otra que huir. Sobre todo después de que el Gobierno ordenara su traslado a una base militar.
Escobar nunca se imaginó que el ocaso lo acechaba. Que el poder lo iba a perder como a esas mujeres que querían ser sus esclavas. O sus sicarios, que fueron dejándolo como si Escobar contagiara una peste.
Los únicos que siguieron a su lado, y así sería hasta su muerte, iban a ser su esposa y sus hijos.
No le quedaba nada. Ni su prisión, hecha a su medida.
Sin que lo supiera, sus enemigos lo esperaban con balas y una tumba con su nombre.