Gracias a la educación que recibimos, por cierto, muy superior en todo a la del presente siglo, logramos aprender procesos y adquirir información que nos permite distinguir entre los conceptos de gobierno y Estado. El primero es un dato circunstancial, administrativo, sujeto a los vaivenes electorales, mientras que el segundo es, entre otras características, permanente, trascendente y celoso de sus componentes existenciales (población, territorio y poder). En Venezuela, con todos los problemas del caudillismo, siempre estuvo presente la diferencia aunque fuesen muy marcadas las personalidades de algunos de ellos, como Páez, los Monagas, Guzmán Blanco, Gómez o Pérez Jiménez. Después de 1958, hubo plena consciencia de la separación, por mucho que el presidente de la República fuese, al mismo tiempo, jefe de Estado y de Gobierno hasta que llegó Chávez, que por mucha escuela militar que tuviese encima, siendo las Fuerzas Armadas una institución del Estado, él y el PSUV se confundieron con el Estado mismo hasta el sol de hoy.
Aquí debemos recordar que hay actos de Estado que, por su permanencia, deben ser sobrios, estrictamente apegados a la constitucionalidad, porque – sencillamente –conciernen a toda la población, sin excepción. Deben demostrar unos modos y una narrativa del poder que responda a los valores proclamados, empezando por la propia Constitución. Por esta razón, existe lo que se llama protocolo de Estado, para que no haya equivocaciones, ambigüedades o errores. Este protocolo contrasta con los actos de gobierno que, por lo general, suelen ser los del partido de gobierno, proselitista, más espontáneos y controversiales. Y, aunque a mucha gente le parezca inútil, estos actos, frecuentemente, se relacionan con determinados lugares. Los actos de Estado son los que tienen por escenario los espacios más simbólicos como por ejemplo: el Palacio de Miraflores, la avenida de Los Próceres, el Panteón Nacional; todos ellos convertidos en sitios para el proselitismo populista, lo que ha llevado a su degradación
Desde que Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez crearan la institución armada en Venezuela, los desfiles militares han sido la máxima expresión de los actos de Estado. Llevan un protocolo riguroso y un desempeño muy propio de los soldados. En el presente siglo estos actos han perdido seriedad y debilitado su organización. Estos actos son ahora ocasión para los mítines presidenciales, como hemos visto durante los últimos desfiles. Viene ocurriendo, desde hace un muy buen tiempo, que se hacen los desfiles por costumbre. No tienen la vistosidad y el calor popular de antes. El 5 de julio del presente año nos presentó un acto militar aparatoso, improvisado e irrespetuoso: incluyó un gigantesco muñeco inflable llamado Superbigote. La transmisión televisiva no fue directa, como siempre, sino parte de la programación de Venezolana de Televisión donde el periodista, reportero o animador, desde el estudio, comentaba las escenas que se reproducían. No hubo un discurso directo antes o después del desfile, pero las imágenes hicieron creer que Nicolás Maduro estaba en la tribuna presidencial. De repente, sueltan un video con una perorata desde Miraflores.
Estos actos incongruentes han sido recurrentes. Que sepamos, aún en medio de la insurrección armada ordenada por Fidel Castro, desde Cuba, y aún con un dictador demencial como Chapita Trujillo de Santo Domingo, Rómulo Betancourt jamás dejó de asistir, encauzar y liderar los actos de Estado, como tampoco sus sucesores, en el siglo XX. Quien informalizó al extremo los actos de Estado, confundidos con los del gobierno, fue Chávez. Por supuesto, actos de Estado y de Gobierno, finalmente, confundidos con él mismo. Esto es lo que le permitió hacerlos anecdóticos, pasajeros, jocosos, maniqueos, revanchistas, según su estado de ánimo. Características propias de regímenes como el que esta transitando ya por algunos años en Venezuela. Acostumbrando a la población a no tener respecto por la institucionalidad.
Este respeto tenemos que recuperarlo porque las instituciones deben volver a hacer lo que estos momentos de la historia nos demandan. Para lograrlo se necesitan cambios profundos. Cambios que parten desde el ciudadano quien es el responsable de elegir gobiernos que sepan diferenciar que los partidos y los gobiernos pasan, mientras que el Estado queda. Cambios que ameritan de una unidad y una política de conducción seria que nos regresen al camino democrático aunque sea cuesta arriba. Hemos insistido, persistido y resistido en nuestro trabajo por la añorada unidad que nos lleve, nuevamente, a encontrar el rumbo que nos permita llegar a puerto seguro. Ojala y no olvidemos que el tiempo, como amigo, es una escalera para llegar a la cima, pero como enemigo es un destructor implacable. Decidamos por el cambio ahora.
@freddyamarcano