Traicionado por su partido, olvidado por Hitler y apresado por el Rey: la caída de Mussolini y el fin del fascismo

Traicionado por su partido, olvidado por Hitler y apresado por el Rey: la caída de Mussolini y el fin del fascismo

Mussolini fue respaldado por el poder militar, y por una sociedad exaltada por el patriotismo infantil que desbordaba sus discursos, un histrionismo sobreactuado, vecino al ridículo que, como suele suceder, era festejado y admirado por las multitudes que se reunían para escucharlo bajo el pequeño balcón de la Piazza Venezia, en el centro de Roma (Bundesarchiv via Wikipedia)

 

El 24 de julio de 1943, el Gran Consejo Fascista de Italia decidió remover de su cargo al Duce. Dino Grandi, que había sido su ministro, fue quien lo enfrentó. La entrevista con Hitler. La reunión con el rey Vittorio Emanuelle que lo hizo encarcelar. El llamado a su amante. Su liberación por un comando nazi. Y el fusilamiento

Y un día, el fascismo italiano cayó, no como el sueño cesarista de Benito Mussolini, que pretendía devolver a Italia las glorias del imperio, sino como un castillo de arena barrido por la marea alta. Así fue como, casi sin notarlo, la dictadura que durante veinte años había sojuzgado a Italia, había instaurado un régimen de terror, de represión y de silencio; un régimen que se había enseñoreado con los decorados fastuosos del nazismo, que había ansiado emular a Adolfo Hitler y a su Tercer Reich que iba a durar mil años, y que se había embarcado junto a Alemania y a Japón en una guerra por el dominio de Europa primero y del mundo después, se diluyó ante el giro de esa guerra, que empezaba a inclinarse hacia el bando aliado. Así fue como ese régimen, que competía en arrogancia con el temor a Dios, acabó de un plumazo, después de una reunión de Estado y hundido en el fango.





Por Infobae

Mussolini terminó arrestado primero y preso después. Fue liberado por los alemanes que lo hicieron primer ministro de una república de pacotilla en la que funcionó como títere de Hitler. Y cuando, ante la derrota inevitable, Mussolini pretendió huir a Suiza, fue capturado por los partisanos, fusilado junto a su amante, Clara Petacci, arrojados sus cuerpos a la Piazzale del Loreto, en Milán, y, junto a otros jefes fascistas, colgados ambos por los pies, como reses, de unos ganchos de carnicería instalados en las vigas de una estación de servicio en construcción.

Benito Mussolini y Adolfo Hitler en un desfile nazi en Alemania

 

En julio de 1943, Italia había decidido olvidar a sus eventuales salvadores para salvarse a sí misma. Si el apocalipsis de la derrota alemana tuvo la impronta de las tragedias wagnerianas, el giro de Italia hacia la independencia militar e ideológica de la Alemania nazi tuvo, en cambio, los aires de una ópera bufa, algo del Falstaff verdiano, con su protagonista al que Shakespeare imaginó gordo, festivo, cobardón, fanfarrón y pendenciero. Si en el primero de los actos de esa ópera, Italia formaba parte de las fuerzas aliadas con Alemania y Japón, en el último acto se había unido a los aliados y abría el paso a las fuerzas inglesas y americanas en su camino a Berlín.

El principio del fin del fascismo italiano, y el primer paso hacia la muerte de Mussolini, se dio en la tarde del 24 de julio de 1943 y las primeras horas del 25, cuando el poderoso Gran Consejo Fascista votó su destitución. No fue ninguna fuerza extranjera, no fue la oposición italiana, no fue siquiera la Alemania de Hitler la que terminó con Mussolini. Fueron los propios fascistas los que acabaron con él, impulsados por el curso de la guerra. En 1943 las fuerzas de Mussolini habían sido derrotadas en el norte de África; el Octavo ejército italiano también había sido casi aniquilado durante la campaña de Rusia junto a las fuerzas nazis; quince días antes de la caída de Mussolini, los aliados habían invadido Sicilia, que se rindió casi sin resistencia, varias ciudades italianas habían sido bombardeadas, faltaban los más elementales artículos de primera necesidad y las más básicas materias primas, la población estaba desmoralizada y harta: exigía el fin de la guerra y que se denunciara la alianza con Alemania.

El rey Victor Emanuel junto con Benito Mussolini. El monarca le dió el último empujón. Cuando se reunieron después de la destitución del Duce, lo hizo encarcelar

 

Mussolini estaba convencido de que el destino final de la Segunda Guerra tendría el Mediterráneo como escenario. Estaba equivocado. En abril, en una de sus últimas reuniones con Hitler, se permitió aconsejarle al Führer que buscara una paz por separado con Stalin y moviera al ejército alemán hacia el sur. Hitler no estaba para recibir consejos, lo que menos quería era una paz con Stalin, y viceversa, y rechazó de un plumazo las ideas de Mussolini, a quien trataba con cierto desdén.

Todo se hacía un poco más complicado porque Mussolini estaba enfermo; había sufrido fuertes dolores abdominales y le habían diagnosticado gastritis y duodenitis de origen nervioso; sin una certeza total, los médicos habían descartado el cáncer. El Duce se mostraba deprimido, falto de voluntad, fatigado y, a menudo, se quedaba en su casa, aislado, lejos del empuje, muchas veces payasesco, que había mostrado en sus célebres discursos en Piazza Venecia, en el centro histórico de Roma.

Dino Grandi, el fascista que derrocó a Mussolini, en una foto de 1932

 

El último bastión italiano en África, Túnez, cayó en manos aliadas en mayo de 1943, lo que desató dos fuerzas opuestas en aquella Italia sacudida. Los alemanes perdieron la menguada fe que tenían en las fuerzas italianas; pretendían que sus ejércitos ocuparan el centro y norte de Italia lo antes posible y sugirieron que fuese el mariscal Erwin Rommel quien asumiera el mando total de las fuerzas del Eje en la península. Al mismo tiempo, el rey Vittorio Emanuele III empezó a pensar en cómo salir de aquella guerra y evitar la segura destrucción de su país.

Cuatro fuerzas se movieron también para derrocar a Mussolini, o al menos para explorar su posible derrocamiento: la corte del reino, los partidos antifascistas, algunas personalidades del fascismo y el Estado Mayor de las fuerzas armadas. En abril, el canciller británico, Anthony Eden, informó al gabinete de Winston Churchill que el curso de la guerra y las derrotas en África, “incitan a los italianos a auspiciar una rápida victoria de los aliados para salir de la guerra”. También decía el informe que el rey era “un hombre envejecido, falto de iniciativa, aterrorizado por la idea de que el fin del fascismo abriera un período de anarquía incontrolable”.

El general Pietro Badoglio resultó electo primer ministro en reemplazo de Mussolini

 

Eden no estaba tan en lo cierto. El veterano rey Vittorio Emanuele, tenía setenta y tres años, era a la vez escéptico y realista: sabía que los días de la monarquía estaban contados, cualquiera fuese el resultado de la guerra. Cuando Dino Grandi, el artífice del derrocamiento de Mussolini, fue a ver al Rey para proponerle destituir a Mussolini, el Rey le contestó que él era un monarca constitucional y que sólo daría un paso en esa dirección luego de una votación del Parlamento, o de una decisión del Gran Consejo del Fascismo.

Grandi era un fascista convencido; había sido ministro de Justicia y de Asuntos Exteriores de Mussolini y presidente de la Cámara de los Fascios y de las Corporaciones. Si estaba decidido a borrar a Mussolini del mapa, y a dejar en manos del rey la formación de un nuevo gobierno sin fascistas y, además, a atacar al ejército alemán en Italia, esto es, hacer del antiguo aliado un nuevo enemigo, era porque estaba seguro de que sólo con esas medidas podían atenuar las duras condiciones impuestas por los aliados luego de la Conferencia de Casablanca de enero de ese año, entre Franklin Roosevelt, Winston Churchill y Charles De Gaulle, que exigían la rendición incondicional de los países enemigos.

A Grandi se le oponían otros jerarcas fascistas que proponían seguir a Alemania en su destino, tal vez sin Mussolini, pero con Italia inmersa en la guerra total: el poder debía pasar entonces a manos del Partido Fascista. Entre el 13 y el 16 de julio, pidieron a Mussolini la reunión del Gran Consejo Fascista. Para sorpresa de todos, Mussolini dijo sí y fijó la fecha para el 24 de julio.

Benito Mussolini: la tarde del 28 de abril de 1945, hace setenta y seis años, un grupo de partisanos comunistas lo fusiló en el pequeño pueblo de Giulino di Mezzegra (Ealing/Kobal/Shutterstock)

 

Una semana antes, el 19, el Duce se encontró con Hitler en San Fermo, una aldea de Belluno, a unos ochenta kilómetros al norte de Venecia. Hitler, fiel a su estilo, habló durante las dos primeras horas de la reunión ante militares de los dos países pero, por parte de Alemania, sin Herman Göring y sin Joachim von Ribbentrop, una señal de que los alemanes estaban pendientes de otras cuestiones militares y no de Italia. Mussolini escuchó en silencio a Hitler, hasta que el encuentro fue interrumpido por sorpresa por un consejero del Duce que informó que los aliados, en ese mismo momento, bombardeaban por primera vez la histórica ciudad de Roma: murieron tres mil personas.

Mussolini le confesó a Hitler que durante meses había pensado en abandonar la alianza con Alemania, o continuar con la guerra, sin poder llegar a una decisión. Después del almuerzo, para furia de Hitler, Mussolini dijo que no estaba en condiciones físicas y mentales para continuar las charlas, que debieron durar tres días. Quería regresar a Roma. Todos regresaron a Belluno en tren y, tras despedirse de Hitler, Mussolini piloteó su avión privado rumbo a la capital: desde el aire, vio arder los barrios del este de Roma tras el bombardeo aliado.

Cortesía

 

A las cinco de la tarde del 24 de julio de 1943, los veintiocho miembros del Gran Consejo Fascista se encontraron alrededor de una mesa en forma de U en el “Salón de los Papagayos” del hermoso Palazzo Venecia. Todos vestían el uniforme fascista; Mussolini ocupaba una silla más alta que el resto, frente a una mesa decorada con un mantel rojo con fascios, el haz de cañas coronada con un hacha, símbolo de la autoridad republicana en la antigua Roma, y adoptado como emblema por Mussolini y los suyos. El Duce no había ido sólo: el patio, las escaleras y la antecámara del salón estaban copados por camisas negras, todos armados. Grandi pidió que se incorporara un taquígrafo a la reunión, pero Mussolini se opuso. No se redactó ningún acta y si hoy sabemos qué pasó aquel día es porque en 1965 la revista italiana “Época” publicó el texto de cuanto se dijo aquella tarde y noche, más la propuesta enarbolada por Grandi que prescindía de Mussolini, gracias al descubrimiento de los documentos que había conservado Nicola De Cesare, su secretario personal.

Como era tradición, Mussolini abrió la sesión. Empezó por recordar su gestión al frente del gobierno italiano; resumió la realidad que mostraba la guerra y planteó al final lo que llamó “il dilemma” ¿Guerra o paz? ¿Rendirse a discreción o resistencia a ultranza? El Duce esperaba que triunfara en la votación la propuesta de los jerarcas fascistas, quienes querían seguir a Hitler, y que devolvía al rey sólo los poderes militares. Grandi, en cambio, propuso a su turno restablecer en el rey “todas las funciones estatales”, lo que implicaba la destitución de Mussolini, e invitó al Duce a devolver al rey el mando de las fuerzas armadas. Grandi terminó su cita con una frase contundente: “Que perezcan todas las facciones, para que viva la Nación”. Era una frase de Mussolini. Como sabía con quiénes trataba, Grandi había ido a la reunión y a presentar su propuesta con dos granadas de mano Breda escondidas en sus ropas; había cambiado su testamento y se había confesado antes del encuentro. Tenía la impresión de que no iba a salir vivo de él.

Con los Pactos de Letrán, el Papa Pío XI logró independizarse de la Italia de Mussolini | Foto: Vatican News

 

Mussolini dijo que no tenía ninguna intención de renunciar al mando militar y se inició un largo debate que siguió hasta la madrugada. Grandi fue una especie de titán que insistió en la destitución de Mussolini. La jerarquía partidaria propuso unificar la dirección de la guerra con los alemanes y devolver el mando supremo de las fuerzas al rey, lo que fortalecía al Partido Fascista. Grandi dijo que había sido Mussolini quien había traicionado la constitución italiana y que la verdadera víctima de la traición era el fascismo. Fue un debate apasionado que se suspendió a las once de la noche, pero sólo por unos minutos. Mussolini dijo que sus camaradas le habían pedido continuar al otro día. Y Grandi respondió que era “una vergüenza irse a dormir mientras los soldados italianos morían por su patria”.

Las tradicionales reuniones del Gran Consejo Fascista terminaban con un alegato y arenga de Mussolini, pero, ya en la madrugada del domingo 25 de julio, Mussolini, envuelto tal vez en su depresión, decidió pasar a la votación, sin arenga, sin discurso y sin futuro. De los veintiocho miembros del Gran Consejo, diecinueve le dijeron “No” a la continuidad de Mussolini, siete votaron a favor, uno se abstuvo y otro, el líder fascista Roberto Farinacci, salió de la sala para no votar. A las dos y cuarenta de la mañana, el fascismo había caído en Italia, Mussolini declaró aprobado el documento, que era su certificado de defunción política, y preguntó quién debía llevar el resultado de la sesión al Rey. Grandi le dijo: “Usted”. Y Mussolini, que podía estar deprimido pero no era tonto, le contestó: “Usted provocó la crisis del régimen”.

Otros dictadores también tenían su propio tren, como el italiano Benito Mussolini, aliado de Hitler. | Foto: AP.

 

Aquella fue una madrugada llena de agitación. Mussolini decidió ir a su casa de Villa Torlonia, donde vivía su mujer, Rachele. Pero antes habló con su amante, Clara Petacci. El teléfono del otrora Duce ya estaba intervenido. Durante la charla con Claretta, Mussolini dijo frases como: “Llegamos al epílogo. Este es el punto de inflexión más grande de la historia”. “La estrella se oscureció”. “Ya se ha terminado todo”. A las tres de la mañana llegó a su casa. A las siete, informaron al Rey sobre la decisión del Gran Consejo Fascista. No fue Grandi quien informó al Rey: había salido ya de Roma para ponerse en contacto con los aliados, por si lo designaban encargado de gestionar un armisticio. Tampoco fue Mussolini quien se lo dijo: fue el duque Pietro d’Acquarone, miembro de la familia real y fidelísimo de Vittorio Emanuel; estaría a su lado hasta su abdicación, treinta y dos meses después.

El Rey llamó entonces al mariscal Pietro Badoglio, de setenta y un años, que se había opuesto al llamado “Pacto de Acero” entre Italia y Alemania, para decirle que sería el próximo presidente del Consejo de Ministros, en reemplazo de Mussolini. En Berlín, Hitler estalló de furia. Alemania no podía ocupar Italia como tenía previsto, era el plan “Alarico”, porque Italia todavía no había abandonado la guerra. Pero sí podía ocupar Roma. Eso exigió Hitler, en medio da una gran turbación personal. Dijo que lo que había sucedido en Italia era “una traición descarada” y se propuso apresar “a la pandilla completa”, al Rey, al príncipe heredero y a Badoglio, a quien calificó de “nuestro más enconado enemigo”. Llamó a Göring y a Rommel para que lo fuesen a verlo de inmediato en la “Guarida del Lobo”, su fortaleza en Rastenburg. A medianoche, el Führer se reunió con sus jefes militares para organizar la evacuación de sus fuerzas de la Sicilia invadida por los aliados, y ocupar Roma para apresar a todo el nuevo gobierno italiano. Todavía confiaba en Mussolini, siempre y cuando lo respaldaran las armas alemanas. Pero ya era tarde.

Otro ejemplo de retoque en pro de mejorar la imagen de un dictador. Se borra todo rastro de la persona que estaba sujetando el caballo de Mussolini. Hay que reconocer que la imagen cambia muchísimo de significado.

 

En la mañana del domingo 25, Mussolini llamó a la Casa Real para pedir una entrevista con Vittorio Emanuel, a las cinco de la tarde, y comunicarle la decisión del Consejo Fascista. La llamada inquietó al Rey, que ya había sido informado y suponía que Mussolini debía saber lo que él ya sabía. Lo que Mussolini no sabía, y debía haber sabido, era que el Rey había decidido arrestarlo. Lo intuyó Rachele, la mujer de Mussolini, que en Villa Torlonia le dijo a su marido: “No vayas. Si vas, no volverás”. Pero Mussolini le dijo que el Vittorio Emanuele era su amigo. El Rey ya había designado al teniente coronel de carabineros Giovanni Frignani para que arrestara a Mussolini al terminar el encuentro entre ambos, acusado de llevar al pueblo italiano a la Segunda Guerra, de haberse aliado con la Alemania nazi y de la derrota de las tropas italianas en la campaña contra Rusia.

La reunión entre Mussolini y Vittorio Emanuel III, en Villa Savoia, hoy Villa Ada, duró veinte minutos. El ahora ex Duce intentó convencerlo de que la decisión del Consejo no era legal y que muchos de quienes habían votado “No”, habían cambiado de opinión. El Rey dijo le dijo que el país estaba destrozado, y debía dejar su cargo; que el nuevo presidente del consejo de ministros sería el mariscal Badoglio. Mussolini, que se sabía derrotado, dijo entonces que temía por su vida y el Rey le garantizó que se iba a ocupar en persona de su seguridad y la de su familia. Y lo acompañó hasta la puerta.

Mussolini junto a su esposa Rachele Guido, con la que tuvo cinco hijos

 

En la salida de la villa real, esperaban a Mussolini los carabinieri Paolo Vigneri y Raffale Aversa. Eran dos capitanes a quienes el teniente coronel Frignani había instruido de manera expresa en cómo debía ser el arresto del ex hombre fuerte de Italia que, insistió Frignani, debía ser detenido a toda costa. Los dos capitanes fueron autorizados, si es que era necesario, a usar las armas, al igual que sus escoltas, tres suboficiales de apellido Bertuzzi, Gianfriglia y Zenon.

Los cinco rodearon a Mussolini y a su secretario, De Cesare, aquel que iba a guardar los apuntes de la reunión del Gran Consejo Fascista. Vigneri pidió a Mussolini que, en nombre del Rey, lo siguiera “para salvarlo de cualquier violencia por parte de la multitud”. Roma ya sabía que el fascismo había caído después de veinte años. Mussolini intentó zafar con un confiado y ampuloso “No es necesario”, pero Vigneri lo tomó del brazo y lo guió hasta una ambulancia militar de la Cruz Roja, a la que habían llamado para no despertar sospechas sobre quién era su principal ocupante. La ambulancia atravesó Roma hasta el cuartel Podgora, en el Trastevere y Mussolini luego fue llevado al cuartel “Legnano” de los Carabinieri in Prati, en la vía Legnano, en las afueras de Roma. Hoy, el comando Prati de los carabineros está en la vía Muzio Clementi, muy cerca del Tiber y del Ponte Cavour.

Mussolini tenía 54 años cuando conoció a Clara Petacci, ella 25

 

Esa misma noche, Mussolini recibió una amable carta de Badoglio en la que le explicaba por qué era necesario que permaneciera “custodiado” y le preguntaba a cuál sitio prefería ser llevado. Mussolini dijo que su villa de verano, Rocca delle Carminate, en la Romaña, estaría muy bien, y le dijo a Badoglio que estaba dispuesto a colaborar con él y con su gobierno. Ninguna de las dos cosas era ni posible, ni siquiera pasible de ser estudiada como opción. Dos días después, el 27, fue trasladado a Gaeta donde la fragata “Perséfone” lo llevó a la isla de Ponza, a unos cuarenta kilómetros de Nápoles, de Pompeya, y en el medio de un mar turquesa de una belleza deslumbrante. Sin que hubiese evidencia de alguna oculta intención, la isla debía su nombre a Poncio Pilatos, el gobernador romano de Judea que juzgó a Jesús.

Por fin, Mussolini fue encarcelado en Campo Imperatore, en el Gran Sasso, un monte de las sierras de los Abruzos. De allí fue rescatado por un comando alemán al mando de Otto Skorzeny, un ingeniero civil y coronel austríaco de las SS que terminaría vinculado en Argentina con el general Juan Perón. Fue una maniobra audaz por la que Hitler logró “rescatar” a Mussolini de su prisión, el 12 de septiembre de 1943, nueve días después de la firma del armisticio entre Italia y los Aliados.

De izquierda a derecha los cuerpos de Nicola Bombacci, Mussolini, Clara Petacci, Pavolini y Starace exhibidos en la Plaza de Loreto en 1945.

 

Mussolini quedó en manos alemanas como un títere de una republiqueta de fantasía creada para él en el Lago Garda. Fue la fugaz República Social Italiana, conocida también como República de Saló, en referencia a la ciudad donde se asentaron los ministerios de aquel país de fantasía armado para la venganza. En noviembre, la Corte de Justicia de Saló enjuició a las veintiocho personas que habían votado contra Mussolini en el Gran Consejo Fascista. Los condenó a todos a muerte por traición. Sólo fueron arrestados cinco, entre ellos Galeazzo Ciano, yerno del Duce. Los cinco fueron fusilados el 11 de enero de 1944.

Un año y medio después, en plena retirada alemana de Italia, y ya con la guerra a punto de terminar con el desastre alemán, Mussolini intentó escapar a Suiza. Fue capturado por milicianos comunistas y fusilado junto a su amante el 28 de abril de 1945, dos días antes del suicidio de Hitler el su bunker de la Cancillería del Reich.