El 23 de agosto de 1927, el zapatero Nicola Sacco (36) y el pescador Bartolomeo Vanzetti (41), inmigrantes italianos, hombres de trabajo y anarquistas, murieron en la silla eléctrica por presuntos robo a mano armada y doble asesinato en South Braintree, Massachusetts. Declarados culpables por el jurado, el juez Webster Thayer aplicó la máxima sentencia.
Por infobae.com
Hasta hoy la muerte de Sacco y Vanzetti es un lacerante signo universal del odio y el prejuicio de una larga etapa de la vida norteamericana contra los inmigrantes, los italianos y los anarquistas, renovados no con menos virulencia en Hollywood a partir de 1947 contra comunistas (o sospechosos de tal ideología) bajo las sombras siniestras del senador Joseph McCarthy y del eterno jefe del FBI Edgar J. Hoover, autores de la llamada “Caza de brujas” que llevó a la muerte, la pérdida de trabajo y el exilio a notorias figuras del cine bajo sospecha de “actividades antinorteamericanas”, vulgo comunismo.
En esos años, los Estados Unidos vivían bajo la histeria de lo que el escritor y periodista Lewis Frederick Allen llamó “el Gran Espantajo Rojo”: un eco del gran espantajo rojo y negro, los colores del anarquismo.
Las cosas sucedieron así.
Sacco y Vanzetti fueron arrestados en Buffalo, Nueva York, el 5 de mayo de 1920. La acusación: el asesinato del empleado Frederick Parmenter y del vigilante de seguridad Alessandro Berardelli, más el robo de 15.776 dólares con 51 centavos en la Slater–Morrill Show Company, Pearl Street, South Baintree, en la tarde del 15 de abril de 1920.
¿Quiénes eran? El zapatero Sacco había nacido el Torremaggiore, Foggia, y emigró a los Estados Unidos a sus 17 años, y el pescador Vanzetti, nacido en Villafalletto, Cuneo, recaló allí a los 20.
El juez Webster Thayer no ocultó su odio antes de obtener pruebas: “Este hombre, Vanzetti, aunque en realidad no haya cometido ninguno de los crímenes que se le atribuyen, es sin duda culpable porque es un enemigo de nuestras instituciones”, dijo. No sorprende que esta escandalosa arbitrariedad haya sido borrada de las transcripciones del juicio.
Hechos reales
Sacco y Vanzetti eran, sino soldados, admiradores de Luigi Galleani, un anarquista del mismo origen –italiano e inmigrante– que predicaba la violencia revolucionaria con su parafernalia de atentados con bombas caseras, el robo “por la causa” y el “asesinato útil”, propuestos desde su diario Cronaca Sovversiva, y un manual para fabricar bombas en La Salute è in voi!, otros de sus pasquines.
Galleani y sus ocho socios fueron deportados el 24 de junio de 1919. Sesenta de sus militantes, sobre la premisa de la lucha de clases, durante tres años siguieron sus ataques contra políticos, jueces y oficiales federales. Una docena de actos terroristas con un desiderátum: bomba en la casa del fiscal general Mitchell Palmer el 2 de junio de 1919 que estalló en las manos de Carlo Valdinoci, del grupo Los luchadores anarquistas, mientras la instalaba, y murió allí mismo.
La guerra estaba declarada y en su punto más alto y la telaraña empezaba a envolver al zapatero y al pescador.
Valdinoci era amigo de ambos, pero nunca se probó –salvo algunas cartas– que ellos hubieran fabricado y puesto bombas. Poco después de dos robos, el de South Baintree y otro en South Bridgewater, surgió el nombre del anarquista italiano Ferruccio Coacci, impulsor de atentados contra el gobierno y por ello deportado el 18 de abril de 1920.
El jefe de policía local Michael Stewart, sospechando, allanó la casa de Coacci y entontró a un tal Mario Buda, llamado “Mike Boda”, que confesó tener una pistola automática calibre 32 y el diagrama de una Sauvage también automática, como la usada en los dos asesinatos y el robo que, sin pruebas y de rebote, escribiría la tragedia de Sacco y Vanzetti.
Buda–Boda guardaba un auto Oakland 1914, un Buick y otro auto más chico en un garaje llamado Johnson. Redada policial allí, y Buda–Boda acompañado por tres hombres: Riccardo Orciani y ¡Sacco y Vanzetti!
Malos vientos
Buda escapó en una moto con Orciani, y los desdichados zapatero y pescador, seguidos desde un tranvía, cayeron presos. Estaban armados con pistolas. Sacco, una Colt automática .32 como la del diagrama, y Vanzetti, un revólver .38 y literatura anarquista. Argumento: “Las llevamos por protección”. Nada raro: casi todos los anarquistas portaban armas. Pero los detuvieron.
Era el 5 de mayo de 1920. Empezaban la venganza y la farsa judicial. Vanzetti fue acusado por el robo en South Bridgewater. Sacco tenía una coartada: demostró con su tarjeta de entrada y salida que trabajó todo el día. Vanzetti, pescador libre, sólo presentó el testimonio de dieciséis testigos, italianos de Plymouth, que juraron haberle comprado anguilas ese día. Su abogado, James Vahey, distinguido jurista de Boston, le aconsejó no declarar por miedo a que su militancia anarquista condicionara al jurado. Pero fue una trampa: la falta de ese testimonio convenció al jurado: “Guilty”, decretó.
Vanzetti, furioso, gritó:
–¡Me vendió por treinta monedas, como Judas a Jesucristo!
El juez Thayer, acérrimo enemigo de los inmigrantes italianos –”los bachicha”, les decía–, lo condenó a cumplir entre doce y quince años de cárcel: lo máximo permitido. Pero más tarde, él y Sacco fueron juzgados por el homicidio en Dedham, Massachusetts, de Parmenter y Berardelli.
Dato no menor: el implacable y xenófobo juez Thayer pidió el caso.
Las autoridades judiciales y policiales tomaron la grotesca medida de proteger el tribunal con placas de hierro pintadas de color madera (camouflage, como en la guerra) y pesadas puertas de acero para defenderse “de un posible ataque con bombas” (sic).
Las coartadas
Vanzetti volvió a esgrimir la anterior: “En el momento del asalto a Baintree estaba vendiendo pescado”, dijo, y ofreció testigos. En cuanto a Sacco, recordó que ese día “estuve en Boston para sacar un nuevo pasaporte en el consulado italiano”, juró que luego había almorzado con varios amigos en el norte de la ciudad, y éstos testificaron a favor.
Antes del juicio, Fred Moore, el abogado de Sacco, trató de hablar con el empleado del consulado que atendió a Sacco en la tarde del crimen. Un amigo lo encontró en Italia, y el empleado reconoció a Sacco “por la enorme fotografía que presentó”, y no falló en la fecha: 15 de abril de 1920. Lamentable: el empleado no pudo declarar frente al tribunal –estaba enfermo–, y su testimonio clave fue leído rápidamente en la corte y rechazado por la fiscalía. La telaraña empezaba a ser mortal…
Una parte importante del juicio se basó en pruebas materiales: pistolas, balas y una gorra. Pero no fue posible probar nada: la balística fue imperfecta… y la gorra le quedaba demasiado chica. Sobraban elementos incidentales.
La causa flotaba entre las aguas de “la duda razonable”: decisiva según la Constitución y las leyes para exculpar a un acusado. Sin embargo, el odio, el prejuicio y el miedo –cóctel letal– impulsaron la pena de muerte.
Pero tardó. Los seis años siguientes fueron un largo minué de apelaciones, testigos de la defensa que se retractaron, y vergonzosos estallidos de furia y discriminación. El juez Thayer gritó:
–¡En este país ningún anarquista de pelo largo tendrá derecho a reclamar ante la Corte Suprema!
Sin contar ciertas voces que bajaban desde las graderías:
–¡Malditos sean! ¡Deberían ahorcarlos de cualquier manera!
Mientras, Sacco y Vanzetti persistían en declararse inocentes. No tenían antecedentes penales. Abrazar el anarquismo sin cometer delito alguno no estaba penado. A lo largo de esos años escribieron cartas insistiendo en su inocencia. Después de cumplida la sentencia, el influyente y prestigioso periodista Walter Lippman redactó: “Si Sacco y Vanzetti eran bandidos profesionales, entonces los historiadores y biógrafos que intenten deducir su carácter a través de documentos personales podrían evitarlo de una vez. A través de cada prueba que conozco para juzgar el carácter… ¡estas son cartas de hombres inocentes!”
El 19 de abril de 1927, cuatro meses antes de su ejecución, Vanzetti dijo en Dedham, Massachusetts:
–No le desearía a un perro o a una serpiente, a la criatura más baja y desafortunada de la tierra, a ninguno de ellos, lo que he sufrido por cosas de las que no soy culpable. Estoy sufriendo porque soy un radical, y sí soy un radical. He sufrido porque soy italiano, y sí soy italiano. Si pudieran ejecutarme dos veces, y si pudiera renacer dos veces, viviría de nuevo todo lo que he vivido.
Para entonces, un frente de intelectuales levantó su bandera contra la pena de muerte decretada contra ambos. Escritores como Upton Sinclair, Bertrand Russell, John Dos Passos, George Bernard Shaw… y hasta el famoso abogado y futuro juez de la Corte Suprema, Felix Frankfurter.
Mientras, en la prisión, Sacco conoció a un reo portugués, Celestino Madeiros, que en 1925 confesó ser el autor del crimen atribuido al pescador…, y su testimonio llevó a los abogados de la defensa hasta una banda tal vez responsable de los asesinatos en Baintree. Su líder, Joe Morelli, y sus hombres, robaron zapatos en varias fábricas del lugar, y los investigadores descubrieron que éste era “asombrosamente parecido a Sacco”: tanto, que muchos testigos identificaron fotos de Morelli como si fueran de Sacco.
Pero todo fue inútil. Incluso las dudosas pruebas balísticas. Desde el principio, el juez Thayer los quiso muertos, y lo logró.
En la medianoche del 23 de agosto de 1927 bajó la palanca, y la electricidad los fulminó. Sacco, Vanzetti y Celestino Madeiros fueron historia.
El pescador y el zapatero rechazaron al sacerdote, caminaron serenos y altivos hacia la silla, Sacco gritó “¡Viva la anarquía!”, y Vanzetti dijo “Adío, mia madre”. Antes se despidió de los guardias con un apretón de manos, leyó una breve declaración insistiendo en su inocencia, y dijo por fin:
–Deseo perdonar a algunas personas por lo que me están haciendo ahora…
Pero el resto no fue silencio.
En el funeral, calle Hanover, una corona anunció: Aspettando l´ora di vendetta (Esperando la hora de la venganza).
Explotaron bombas en el metro de Nueva York, en una iglesia de Filadelfia y en la casa del alcalde de Baltimore. Uno de los jurados perdió su casa: bomba nocturna. Al año, otra bomba: hogar del ejecutor Robert Elliot, el hombre que bajó la palanca. En 1932, intento de asesinato contra el juez Thayer: bomba también… Nunca pudo vivir sin custodia. Se refugió en su club de Boston. Murió el 18 de abril de 1933, a los 75 años: embolia cerebral. Una granada explotó en el escritorio del embajador norteamericano en París: su valet, herido.
Pocas veces un caso reveló el absoluto desprecio por las libertades civiles y políticas del país de Abraham Lincoln. En los primeros minutos del juicio, el juez Thayer describió a Sacco y Vanzetti como “dos bastardos anarquistas”. ¿Era posible otro final que la silla eléctrica?