El experimento se llevó a cabo hace unos años en una universidad alemana. Se trataba de administrar un país simulado en un programa de computador. Un país ficticio sumido en la pobreza, con población creciente, economía deficitaria, geografía difícil, falta de infraestructura y que, además, sufría ocasionalmente de algunas calamidades azarosas: sequias, lluvias y pestes.
La idea era desarrollar este país de mentiras a través de un juego de rol donde el participante todopoderoso podía tomar las decisiones necesarias para sacar adelante a sus conciudadanos digitales, haciendo todas las cosas que un gobernante debería hacer para convertir a su nación inventada en una potencia mundial de la vida.
Para hacer el ejercicio más interesante los promotores del proyecto convidaron a varios profesores de la institución. Había economistas, ambientalistas, sociólogos, científicos de todas las pelambres, ingenieros y expertos en desarrollo. Y, de refilón, se invitó a participar a algunos estudiantes, aunque no parecía posible que unos imberbes aficionados pudieran superar el conocimiento y experiencia de tan ilustres mentes profesorales. Sin embargo algo curioso ocurrió. En la medida en que el juego avanzaba y cada clic del computador proyectaba la simulación diez años al futuro las decisiones de estos eméritos empezaron a mostrar sus falencias.
El experto en salud ordenó la construcción de hospitales, lo que aumentó la población, pero descuidó la producción de comida lo que trajo una hambruna que arrasó con los habitantes. El agrónomo controló las plagas del ganado, incrementando el hato, lo cual generó proteína abundante para las personas pero esto, a su vez, deterioró la fertilidad de las sabanas lo cual dejó a las vacas sin forraje en un par de generaciones. El ingeniero se dedicó a construir inmensos sistemas de riego que absorbieron el dinero y las energías de medio país permitiendo al final incrementar los cultivos, pero, para ese entonces, las ciudades habían caído en el más absoluto caos.
Los organizadores tomaron atenta nota de las reacciones de los participantes. Cuando las cosas empezaban a salir mal la respuesta usual era cinismo y soberbia (ante la hambruna: “la gente se tiene que morir de algo”, ante el fracaso de un proyecto: “solo es darle un poco más y lo logramos”, ante el error: buscar a un culpable). Para sorpresa de todos hubo una ganadora. Se trataba de una estudiante de bellas artes que había llegado al concurso de casualidad. Ella logró estabilizar las diferentes variables del juego y aseguró el crecimiento sostenible del país durante varias generaciones.
La fórmula del éxito, una vez analizada por los organizadores, resultó bastante sencilla. Como la participante sentía que no sabía de nada –ciertamente mucho menos de economía, desarrollo, salud o leyes que sus encopetados maestros– entonces abordaba cada decisión con escepticismo, verificando las consecuencias de cada acto y cuestionándose las interrelaciones entre una decisión y la otra. Era frecuente que parara a hacer preguntas y modificaba su curso de acción cuando presentía que las cosas estaban saliendo mal. Mientras sus contendores obraban con la certeza de los conversos ella procedía con la cautela de los incrédulos. Y así ganó.
Esto fue solo un experimento universitario pero ahora algo parecido está ocurriendo en Colombia y todos somos los conejillos de indias. No es sino verificar la avalancha de declaraciones diarias de varios ministros del gabinete para darse cuenta que aquí lo que hay es una improvisación monumental.
En el afán por cambiar el mundo cada uno anuncia una medida más estridente que la otra sin que nadie medite las consecuencias de las decisiones propuestas.
Es fácil anunciar impuestos desproporcionados sobre el capital atrincherados en los libros de Piketty pero poco se reflexiona sobre los desincentivos a la inversión. El sector productivo está en paro silente. Los empresarios por estos días gastan su tiempo no en nuevos proyectos sino en buscar fórmulas para sacar su dinero del país lo más rápido posible. No se ve como se pueda generar de esta manera más empleo o, ni siquiera, más impuestos. Sin gallina no hay huevos de oro. Peor aún cuando se anuncia de manera simultánea una reforma laboral anti-empleo que incrementará los costos de contratación y la inflexibilidad.
Pero además, también tendremos comida cara y energía cara. No puede ser de otra manera si se renegocian los TLC para proteger a sectores de la agricultura nacional que no pudieron competir con la comida más barata del exterior. Y ni qué decir de la política energética que puede ser lo más enrevesado que uno se pueda imaginar. Tenemos una de las matrices energéticas más limpias del mundo y la queremos desmontar para reemplazarla por tecnologías costosas e insuficientes. A punta de molinos de viento y de celdas fotovoltaicas no se puede surtir de energía un país como Colombia, por lo menos no por ahora. Acabaremos entonces incrementando el costo energético justo cuando el gobierno pretende relanzar una política industrial. Para no hablar de la demencial idea de suspender la exploración de hidrocarburos y de la moratoria de nuevos proyectos, lo cual es un suicidio fiscal y, como lo confesó sin inmutarse la flamante Ministra de Minas y Energía, nos pone en la absurda posición de tener que importar gas de Venezuela.
No se ve, tampoco, como se pueda incrementar la paz y la convivencia ciudadana purgando con eficiencia estalinista a la policía y al ejército. Una fuerza pública desmoralizada y estigmatizada por sus superiores no va mover un dedo, así el Ministro de Defensa se descueza citando normas y amenazando con investigaciones. La suspensión de los bombardeos cuando se encuentren menores de edad en los campamentos incrementará el reclutamiento de niños como escudos humanos. Eso es obvio. Y la famosa “paz total”, que consiste en la absolución de traquetos y narcos purasangre, acabará muy seguramente en la reedición del fiasco de La Catedral sin que se reduzca un gramo el tráfico de cocaína ni la violencia que la acompaña.
Bertolt Brecht tarde en su vida decía que los progresistas fanáticos muchas veces tenían poca apreciación de lo que ya existe. Como lo demostró aquella estudiante de bellas artes en ese ya lejano experimento alemán, la soberbia en la toma de decisiones, cuando se tienen ideas prefijadas teñidas por sesgos ideológicos constituye una formula perfecta para el fracaso.
Publicado por lasillavacia.com