En esta consulta popular se decide no solo si se aprueba o se rechaza la nueva Constitución política. Se intenta aprobar o negar algo más trascendente en un ambiente de extrema polarización que anuncia inevitables enfrentamientos, sea cual sea el resultado final de estas votaciones.
En otras palabras, se trata de conservar el histórico modelo de identidad republicana, y los valores e instituciones que le soportan, o por lo contrario, abrirle camino a la legitimidad de la anarquía que facilite el progresivo desmantelamiento de la nación.
Este proceso constituyente es consecuencia del brusco trastocamiento de la democracia chilena, producido a partir de las vandálicas acciones iniciadas el 18 de octubre de 2019 durante el segundo gobierno de Sebastián Piñera.
Aquellos hechos provienen del plan diseñado para conquistar el poder en América Latina por el llamado “Foro de Sao Paulo”. Con el fin de realizar esas tareas se utilizaron fanatizadas vanguardias preparadas para convertir las legítimas protestas sociales que venían ocurriendo en violentas explosiones subversivas.
Con esas características surgieron los trágicos sucesos que cambiaron la historia de Chile y derrumbaron buena parte de los logros conseguidos por los gobiernos democráticos que condujeron al país luego de la pacífica sustitución de la dictadura militar en 1990.
Esa violencia no guardaba relación alguna con los reclamos por temas como la jubilación digna que le escamotean al ciudadano los Fondos de Pensiones; por el pésimo sistema de salud pública que afecta a los sectores más pobres; por la existencia de una educación comercializada que impide el acceso gratuito de las grandes mayorías a las universidades nacionales, o por cualquier otro justo motivo de protesta, procesable en los cauces pacíficos del sistema democrático. El extremismo logró imponerse al controlar y manipular el malestar colectivo marcándolo con el signo del odio y la destrucción.
Luego de cuatro días de protestas y movilizaciones pacíficas, aquel 18 de octubre de 2019 empezó una muy bien organizada ofensiva terrorista que se prolongó durante varios meses en todo el territorio chileno.
Con la precisión propia de entrenados expertos, en tiempo récord supuestos estudiantes hicieron estallar las principales y más concurridas estaciones del Metro de Santiago.
Las turbas organizadas iniciaron en todo el país el saqueo de farmacias y automercados, destruyeron oficinas públicas, bibliotecas y antiguas edificaciones que formaban parte importante del patrimonio cultural del país, agredieron a miembros del cuerpo de carabineros ocasionándoles graves heridas y atacaron instalaciones militares, quebrantando el principio de autoridad y el resguardo de la seguridad ciudadana.
Manipulando la causa indigenista en la Araucanía incendiaron iglesias católicas y evangélicas, realizaron atentados con saldo de muertos y heridos, y quemaron centenares de camiones destinados a transportar los alimentos que, producidos en esa zona, son comercializados en el resto del país.
Por supuesto se atribuyó al sistema capitalista, a los grupos económicos, a la clase política y a las instituciones liberales las causas del supuesto perverso modelo de país al cual hay que demoler.
Como resultado de toda esa barbarie las pérdidas económicas fueron calculadas en más de tres mil millones de dólares, mientras cerca de trescientas mil personas perdieron sus empleos, se devaluó la moneda y se paralizó la producción.
La gobernabilidad colapsó y el presidente perdió su autoridad cuando no pudo aplicar las medidas anunciadas para restablecer el orden, contradiciendo sus propias decisiones en medio de la violenta crisis.
Se deterioró gravemente la imagen externa del país al suspenderse dos eventos internacionales de primera importancia que deberían realizarse en Santiago: el Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC) y la Conferencia de las Naciones Unidas para el Cambio Climático 2019.
Y en medio de las violentas refriegas los desbordados cuerpos de seguridad incurrieron en graves violaciones de derechos humanos al reprimir los combates callejeros que dejaron decenas de muertos, miles de heridos y cientos de detenidos.
Pero a pesar de este terrible balance, una prensa internacional irresponsable calificó aquellos sucesos como “el despertar de Chile”.
La reacción del gobierno venezolano ante estos sucesos fue de júbilo y celebración, la prueba más evidente del respaldo de Nicolás Maduro a esos acontecimientos, y de la presencia de “manos peludas” organizadas en nuestro país para subvertir a los países vecinos.
En Caracas, el 24 de octubre de 2019, durante el “Primer Congreso de Comunas Movimientos Sociales y Poder Popular”, con la participación de grupos de izquierda marxista de todo el continente, Maduro afirmó que “el neoliberalismo acumulado desde el gobierno de Augusto Pinochet es la causa del estallido social en Chile”. Y Diosdado Cabello declaró que aquellas protestas demostraban cómo los chilenos querían una Constituyente y un sistema similar al establecido en Venezuela.
Ante la profundización de una situación política y social que se tornaba insostenible, el gobierno de Piñera y los grupos parlamentarios discutieron las alternativas para conformar la Convención Constituyente. Finalmente, una consulta ciudadana aprobó que se redactase el proyecto de nueva Constitución para que el pueblo lo aprobara como sustitución de la Constitución de 1980, o por el contrario lo rechazara.
En el ambiente de una opinión pública orientada hacia un radical cambio del sistema político, y ante el desmoronamiento de todo liderazgo partidista tradicional, nuevas organizaciones y nuevas figuras pasaron a integrar los 155 puestos de la Convención Constituyente, que electa entre los días 15 y 16 de mayo del 2021 fue controlada casi totalmente por la izquierda marxista.
Además, la abrumadora victoria de Gabriel Boric en las pasadas elecciones presidenciales, las promesas que le permitieron lograr ese triunfo, los jóvenes ministros y funcionarios que hoy gobiernan y que le acompañan desde las luchas universitarias, parecían ser factores capaces de lograr la imposición de un nuevo proyecto político acompañado del fervor de multitudes que hace apenas unos meses le daban su respaldo.
Pero hoy, por motivos que considero temprano considerar, el joven y carismático personaje que ocupa el Palacio de la Moneda se encuentra ubicado en uno de los más bajos niveles de aprobación popular de la historia chilena, y su proyecto constitucional pareciera condenado al rechazo en el plebiscito del próximo domingo.
Si el proyecto de Boric pierde, esa consulta será un democrático e inapelable rechazo popular a su “Chile Plurinacional”, lo que le obligaría a replantear su proyecto de gobierno descartando posturas sectarias y demagógicas para superar con urgencia la ingobernabilidad que puede conducir a Chile a un destino catastrófico.
Si por el contrario la nueva Constitución se aprueba, surgirán inevitablemente conflictos étnicos y enfrentamientos políticos y sociales, y se pondrán en jaque la propiedad privada, la libertad individual y los valores fundamentales que han servido de fundamento a la sociedad chilena y a la unidad de la nación.