“Al pensar en el futuro, está de moda ser pesimista. Sin embargo, la evidencia desmiente inequívocamente tal pesimismo. En los últimos siglos, la suerte de la humanidad ha mejorado drásticamente en el mundo desarrollado, donde es bastante obvio, pero también en el mundo en desarrollo, donde la esperanza de vida se ha más que duplicado en los últimos 100 años”, Bjorn Lomborg.
A juzgar por lo que uno lee en los medios no especializados, el mundo deriva hacia el juicio final si no corregimos nuestros hábitos en materia de consumo y de la energía que los motoriza. De ahí que se busque acelerar una transición energética a nivel global, para alejarnos de ese camino a la catástrofe.
Es natural que estas noticias del inminente fin del mundo ocupen nuestra atención. El peligro de extinción es sin duda un tema de primeras páginas, pero como dirían los matemáticos, es una función de decaimiento exponencial; es decir, nuestra capacidad de atención y, por lo tanto, de acción, disminuye rápidamente después del susto inicial.
Por otro lado, la recurrencia de la cuestión en la conversación diaria, sobre todo en los países de régimen democrático, hace ineludible el tema y obliga a tener un conocimiento mínimo sobre el asunto, aunque sea para no pasar por ignorante. O en todo caso para entender que las soluciones propuestas de eliminar los fósiles de manera acelerada tendrá un costo que pudiera ser más alto que el prometido beneficio.
El cambio climático y su relación con el uso de combustibles fósiles es un tema cuasi religioso. Como en toda creencia, en este caso de alcance global, los guardianes de la ortodoxia persiguen el disenso y buscan imponer sus dogmas a como dé lugar, aun si eso pasa por la eliminación de la discusión razonable -valga la pena subrayar que existen dogmas, con sus respectivos sacerdotes, a ambos lados del argumento.
Quienes anuncian futuras catástrofes causadas por el cambio climático, también predican que la ciencia ya está establecida y que contradecir la medicina prescrita -eliminación de los combustibles fósiles- no es más que una negación terca e indocta. Al estilo de la vieja inquisición, se persigue con fiereza a los que expresan hipótesis contrarias, y aun a los que, sin denegar la relación básica entre emisiones de gases invernadero y calentamiento global, se divorcian de los escenarios de catástrofe favorecidos por los ambientalistas.
El tema del cambio climático y su pretendida solución, como la mayoría de los problemas complejos que la sociedad enfrenta, es abordado usando la antigua metodología de delegar en los sabios de turno las decisiones sobre nuestro destino. Por un lado, los adivinos, nigromantes y en el mejor de los casos, científicos e ingenieros, a quienes asignamos el trabajo de analizar la evidencia, promover hipótesis y postular las soluciones al problema. Por otra parte, tenemos a los dirigentes -llámense caciques, reyes, presidentes y como en este caso, las organizaciones multilaterales- que no entienden de la ciencia, pero a quien asignamos la tarea de tomar las decisiones por nosotros.
Esta división de responsabilidades es la manera más eficiente que hemos encontrado como especie para enfrentar la accidentalidad de la naturaleza, y evolucionar desde las cavernas hasta nuestros días. De hecho, el que hoy dependamos de los combustibles fósiles para el 80% de nuestras necesidades energéticas no es el resultado de un diseño perverso, sino la síntesis de casi 200 años de evolución social y tecnológica siguiendo ese modelo.
Que hayamos construido el mundo moderno alrededor de un modelo de suministro de energía confiable que ahora consideramos inconveniente, es un ejemplo de que aun en materias catalogadas como científicas, no existe tal cosa como la verdad cierta, ni las soluciones únicas. La ciencia siempre es incompleta y avanza por un camino construido sobre el substrato del camino ya transitado. Parafraseando a Thomas Kuhn1: la ciencia mejora al permitir que sus teorías evolucionen en respuesta a los acertijos y el progreso se mide por su éxito en resolverlos; no se mide por su progreso hacia una teoría verdadera ideal. Si bien la evolución no conduce a organismos ideales, sí conduce a una mayor diversidad de tipos de organismos.
Estamos seguros de que los científicos que manejan el tema del cambio climático en el Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés), entienden mejor que nadie la naturaleza del proceso científico y sus limitaciones, que están libres de influencias ideológicas y sesgos personales. En todo caso, sus reportes están fraseados en un lenguaje arcano de certidumbres y probabilidades, más de las últimas que de las primeras, pero que igual son utilizadas para hacer recomendaciones a los poderes políticos.
Los incentivos están alineados, como es usualmente el caso con los consultores, para que nos adviertan de los escenarios más extremos para que no puedan ser luego responsabilizados de no haber advertido sobre ellos. Y es de esos escenarios que se nutren los medios y las redes, que cuáles sacerdotes del primer milenio nos anuncian el fin del mundo.
Baste un ejemplo para entender los riesgos asociados a la dinámica científicos/políticos cuando los incentivos se alinean para causar estragos, a pesar buenas intenciones:
Trofim Lysenko (1898-1976), ingeniero agrónomo de origen ucraniano, desarrolló teorías agrícolas que fueron implementadas en la entonces Unión Soviética con la bendición de Stalin. Su ley de la “Vida de las Especies” postulaba que plantas de la misma clase no competían entre sí, por lo que podían ser sembradas con un espaciamiento menor al tradicional en la búsqueda de mayor producción por unidad de superficie, -una propuesta sin duda heterodoxa-. El resultado de su implantación fue la pérdida masiva de cosechas y una hambruna de proporciones bíblicas. Sus ideas también fueron utilizadas en la China Comunista de Mao Zedong, contribuyendo también a la Gran Hambruna China.
Que Lysenko hubiese cometido un error involuntario en su aproximación científica a la
Agricultura es entendible. Que también se dedicara a promover la persecución de todos aquellos que objetaban sus teorías, eliminando así toda discusión científica al convertir su opinión en dogma del poder político que lo cobijaba, es moralmente reprensible. Tuvo que morir Stalin para que su influencia disminuyera.
En un artículo reciente en el Wall Street Journal, la escritora Helen Raleigh compara los intentos contemporáneos de forzar una transición energética a nivel global -de combustibles fósiles a renovables- con los ruinosos esfuerzos en la China de Mao Zedong en el período conocido como el Gran Salto Adelante. Raleigh argumenta que, así como Mao, impacientado por el lento progreso del desarrollo industrial de la China, trató de acelerarlo ignorando las leyes de economías y las limitaciones técnicas, hoy se trata de acelerar la transición energética. En suma, cuando los políticos insisten en ignorar la razón, la lógica, la verdad y la economía, ocurren fallas catastróficas.
Aun si la ciencia sobre el cambio climático fuese irrebatible, y tuviésemos a mano las soluciones tecnológicas para impulsar la substitución de los combustibles fósiles, la misma ciencia y las leyes económicas delimitan cómo y a qué velocidad puede ocurrir la deseada transición; y ciertamente no es como está hoy planteada. La transición energética no puede ser una letanía que se recita para evitar el fin de los días, debe ser más bien la combinación óptima de ciencia, economía y política que nos permita asegurar bienestar a los 10.000 millones de seres humanos que habitarán este planeta para el 2050.
El forzar la transición energética, ya no solo en un país o en un sector, sino en todo el planeta y su economía, es un experimento audaz y muy riesgoso. Enfrentados con la probabilidad de ocurrencia de eventos cuya ciencia nos es compleja de entender y comunicar, y empujados por un terror milenario que se ha diseminado a nivel global a la velocidad de la luz, los dirigentes parecieran haber decidido tomar el camino de destruirnos para salvarnos. Y si para lograr ese objetivo misional se acallan las voces disidentes, a lo soviético, estamos en peligro de perder no solo nuestro bienestar económico y la posibilidad de seguir disminuyendo la pobreza, sino también de perder parte de nuestra libertad.
(1)Thomas Kuhn, The Structure of Scientific Revolutions, 1962.
Luis A. Pacheco es non-resident fellow at the Baker Institute Center for Energy Studies.
Este artículo se publicó originalmente en La Gran Aldea el 6 de octubre de 2022