Margaret Thatcher se sentía muy orgullosa de ser conocida como “La Dama de Hierro”, apodo que ganó antes que su fama, y que le fue colgado por las huestes del Partido Conservador, que eran las suyas, asombradas por la ferocidad, el rigor y la tenacidad con la que “Maggie” tomó por asalto primero el partido y luego el poder en Gran Bretaña. Pero fue el diario comunista Krásnaya Zvezda (Estrella Roja), órgano del ministerio de Defensa soviético, el que reveló el apodo y lo hizo célebre en el resto del mundo. Eran los años previos a Mikhail Gorbachov, que sería bienvenido a los brazos de la Thatcher con su política de glasnot y perestroika, punto inicial del derrumbe de la entonces URSS.
Dama de hierro era el nombre de una tortura. Medieval, pavorosa escalofriante, que los británicos aplicaron con rigor y placer en aquellos años en los que el mundo todavía estaba tibio. Consistía en un sarcófago, puesto en pie, con el fondo tachonado de afiladas púas. La tapa también contenía púas, o dagas, punzantes y afiladas. El condenado era colocado, también de pie, digamos como el jamón de aquel sándwich de cuchillas. Y empezaban a cerrar la tapa con lentitud. Así hasta que la víctima se convencía de que debía hablar y confesar lo que hiciese falta. O no. Y alguien tenía que limpiar después aquel enchastre.
Thatcher gobernó a los conservadores durante quince años y a los británicos durante once, muchos de ellos ligados de alguna manera a la Argentina. Protagonizó, junto a Ronald Reagan y al papa Juan Pablo II, la ya legendaria “revolución conservadora” que iba a transformar al mundo en los años 80 y 90 del siglo pasado. Por lo pronto, Thatcher predijo que esa revolución iba a cambiar para siempre a Gran Bretaña, que terminaría con el poder de los sindicatos y con los alzamientos populares contra su política económica, a los que reprimió con fiereza y, acorde a lo que se conoció entonces como “Consenso de Washington”, que tuvo mucho de lo segundo y poco de lo primero, vendió y privatizó las principales empresas estatales británicas.
Durante la guerra de Malvinas, que llevó adelante a su estilo, ordenó el hundimiento del crucero General Belgrano, atacado por el submarino nuclear “Conqueror”, para impedir cualquier salida negociada al conflicto, que parecía entonces al alcance de los negociadores.
Finalmente, su política económica terminó en desastre, con millones de súbditos en quiebra y un ejército de desocupados. Renunció en 1990.
Había nacido el 13 de octubre de 1925 en la parte alta de uno de los almacenes de su padre, en Grantham, Lincolnshire a ciento sesenta kilómetros de Londres. En ese sitio donde nació como Margaret Hilda Roberts, pasó toda su infancia, junto a su hermana Muriel. Sus abuelos fueron un zapatero galés y un irlandés, jornalero y vagabundo. Pero en cambio su padre, Alfred Roberts, era además de dueño de los dos almacenes, un fervoroso predicador metodista que participaba de tanto en tanto en la política local y llegó a ser alcalde de Grantham. Su madre, Beatrice Ethel, era la nativa de Lincolnshire. Margaret fue educada en el rigor y en cierta inclemencia paterna, que sentenciaba que el trabajo duro y el Partido Conservador conducían a la riqueza. Cuestión de fe.
Ayudó a su madre costurera y a su papá almacenero, fue a la escuela primaria de Huntingtower Road, ganó una beca para le Escuela Femenina de Grantham y Kesteven y cumplió con las actividades extra escolares de rigor destinadas a las chicas de entonces: piano, algo de canto coral, hockey sobre césped, natación, caminatas, un poco de teatro aficionado. Mientras, soñaba con estudiar en Oxford porque supo que allí educaban para el poder. Pero Oxford rechazó su pedido de beca y recién la admitió cuando se retiró uno de los beneficiados. Dice la leyenda que, desde entonces, Margaret guardó cierto desdén, cierta tirria hacia las élites y hacia los intelectuales.
En Oxford, adonde llegó en 1943, en plena Segunda Guerra, estudió algo que parece alejado de la política: química. Se graduó en 1947, con honores de segunda clase y como Bachelor of Science, especializada en la cristalografía de los rayos X. Era ya, a los veintidós años, una típica representante de lo que los ingleses llaman “lower middle class”, que podría traducirse como “pequeño burguesa”, término que ha dejado de usarse en el léxico que reinterpreta incluso la historia y por el que, por ejemplo, la invasión rusa a Ucrania es una “operación especial”.
Oxford hizo más que especializarla en analizar los átomos de la materia inanimada a través de los cristales que interceptaban a los rayos X: le despertó el animal político. En 1946, Margaret, que no era Thatcher aún, fue presidenta de la Asociación de Conservadores de la Universidad de Oxford y tomó como guía política a Camino de Servidumbre, de Friedrich von Hayek, un libro que consideraba la intervención económica del gobierno como punto inicial de un Estado autoritario. Se fue a Colchester, Essex, para trabajar como investigadora química en plásticos, se unió a los conservadores de Essex que quedaron impresionados por su fervor y en 1951 la hicieron candidata del partido en Dartford. En una de las cenas para recaudar fondos, en 1951, conoció a Denis Thatcher, un empresario rico, exitoso y divorciado, con el que se casó en diciembre de ese año. Así empezó todo.
Estudió abogacía, se especializó en derecho tributario, en 1953 nacieron sus gemelos, Carol y Mark, y fue elegida como miembro del Parlamento en 1959. Se opuso en 1961 a su propio partido y defendió la restauración del “birching”, el castigo físico escolar que consistía en dar con una vara en las nalgas de los estudiantes díscolos. Había nacido “La Dama de Hierro”.
Recorrió todo el espinel del funcionariado conservador hasta que, en 1970, llegó a cargos ejecutivos: fue nombrada ministra de Educación. Allí desplegó gran parte de su ideario que planteaba una alternativa, tal vez falsa, de “libertad” frente al Estado tiránico”: barrió con todas las recetas igualitarias de sus antecesores laboristas que habían intentado democratizar la enseñanza y ampliarla a la mayor parte de alumnos de todas las clases sociales. Si algo se recuerda de la gestión Thatcher en educación, es el haber eliminado la distribución gratuita de leche a todos los escolares de entre siete y once años. La oposición la bautizó entonces “Ladrona de leche”.
No todo estaba ceñido a la copa de leche para los escolares. A Thatcher le interesaba imponer su ideal de sociedad, y su paradigma de individuo, que sintetizaba en una frase de recetario de cocina: “Una jornada de trabajo honesto a cambio de un salario honesto; no vivir por encima de los medios de cada uno; ahorrar dinero para los tiempos difíciles; pagar las facturas antes del vencimiento y amar a la policía”.
Como ideario es bastante pedestre, casi vulgar, pero con él le ganó las internas partidarias de 1975 a Edward Heath, para convertirse en la primera mujer en ocupar la cabeza del conservadurismo británico. Desde allí, lanzó su cruzada que también sintetizó en un ideario menos chanflón que el anterior pero igual de vigoroso: “Expulsar a los socialistas del reino. Destruir los falsos valores de un socialismo que afectó nuestra vida, nuestra forma de pensar, que intentó desacreditar el beneficio y que nos avergonzáramos de él”. Pensaba, y lo dijo, que el socialismo “conduce naturalmente al fascismo y al nacionalsocialismo”.
De su experiencia con la copa de leche, que desató las más feroces críticas en su contra, Thatcher extrajo una lección, si así puede calificarse: “Gané el máximo odio político a cambio del mínimo beneficio político”. Todo lo midió así, siempre. Y no podría decirse que, en aquellos años, le fue del todo mal. Se convirtió en líder del Partido Conservador el 11 de febrero de 1975 y empezó a preparar su lanzamiento al 10 de Downing Street: un antiguo presentador de televisión, Gordon Reece, corrigió postura y movimientos y, por intermedio del gran Laurence Olivier, el entrenador vocal del National Theatre le dio un curso para eliminar los rasgos más característicos de su voz, que según el crítico de televisión Clive James, era como “un gato deslizándose por un pizarrón”.
Llegó a ser primer ministro el 4 de mayo de 1979, después de unas elecciones en las que el Partido Conservador obtuvo el 43,9 por ciento de los votos y cuando Gran Bretaña estaba casi paralizada por las huelgas decretadas por la Trade Unions, la central sindical que percibía los niveles más bajos de la Europa industrial. Cimentó su campaña aún con sus condiciones exiguas de oradora, con cierto estilo estridente y ramplón y con una perceptible pasión sin emoción, como la de los antiguos líderes nacionalsocialistas a los que Thatcher decía detestar. Lucía modelitos de un azul con veleidades de mar Mediterráneo, con ribetes blancos, el azul era el color del Partido Conservador, y unos peinados altos, sostenidos con spray. La siguió una tropilla de periodistas afines que ella misma seleccionaba a dedo y a conciencia, y en la que no se filtraba ningún profesional sospechoso de hostilidad. No era que Thatcher temiera esa animosidad, temía que su reacción frente a ella le restara votantes.
Fue la primera mujer primer ministro en la historia del Reino Unido. Y lo primero que hizo fue citar, con una paráfrasis, la “Oración de San Francisco”: “Donde haya discordia, llevamos la armonía. Donde haya error, llevamos la verdad. Donde haya duda, llevamos la fe. Y donde haya desesperación, llevamos la esperanza”. Ojalá hubiese sido así.
Lo primero que hizo en realidad, fue reducir el intervencionismo estatal, promover la economía de mercado, aumentar el presupuesto de defensa, aumentar el salario de las fuerzas armadas y policiales y sentar las bases de una política conservadora que iba más allá de los lineamientos de su propio partido. Todo en los primeros veinte días de gobierno.
Ese mismo año puso en venta a la empresa estatal British Petroleum, que fue el primero de los pasos de un amplio programa de privatizaciones que alcanzó a la British Aerospace, British Gas, British Telecom, British Airways y a Jaguar. Al año siguiente impuso una rígida política monetarista que llevó a que, por primera vez en setenta años, la desocupación alcanzara a dos millones de británicos.
Su política pasó a ser “thatcherismo”. Se veía una vez por semana con la reina Isabel II con quien mantuvo alguna disonancia política, negada siempre por Buckingham y por Downing Street. Tal vez no se hayan caído bien, pero los rumores llegaron a la prensa a través de consejeros de la reina que hablaron incluso de “ruptura institucional” por el manejo de Thatcher de “problemas nacionales e internacionales”. Todo muy amplio y difuso, ideal para The Crown.
Su política económica fue de la mano de los dictados de Milton Friedman, el economista americano que había ganado el Nobel en1976 y era entonces una de las figuras esenciales del liberalismo, fundador de la Escuela de Economía de Chicago, defensora del libre mercado. Thatcher disminuyó los impuestos directos sobre la renta, e incrementó los impuestos indirectos; aumentó las tasas de interés en un intento por disminuir la inflación, redujo el gasto público y las inversiones en servicios sociales, educación y vivienda. Su política educativa hizo que fuese la primera entre todos los egresados de Oxford de la posguerra en no recibir un doctorado honoris causa de su propia universidad, en una votación definida por 738 votos a favor de negarle la distinción contra 319 votos afirmativos. A Thatcher todo eso le importaba nada. Tenía que enfrentar otros fantasmas.
En 1981 las protestas británicas frente a la crisis económica, agravada por la recesión, fueron fuertes y ruidosas. La prensa sugería un giro de ciento ochenta grados en la política thatcheriana, sugerencias a la que la primer ministro contestó con un duro discurso, escrito por el guionista Ronald Millar, que incluía una frase de antología: “¡Gira tu si lo deseas! ¡La dama no se va a girar!”. Pese a la frase, Thatcher aumentó los impuestos.
La personalidad, el talante y la actitud de la primer ministro, y sobre todo sus medidas económicas, hicieron las delicias de la dictadura argentina, en especial las de su poderoso ministro de Economía, José Alfredo Martínez de Hoz, que visitó a Thatcher en 1980, en una de sus giras por Gran Bretaña destinada a renovar los lazos entre los dos países. Tampoco era todo economía, estúpido. En 1981, un joven miembro del IRA (Ejército Republicano Irlandés) Bobby Sands, de 27 años, se dejó morir de hambre en una cárcel de Belfast, en reclamo de mejores condiciones carcelarias. Esa muerte iba a cambiar para siempre el conflicto entre Irlanda y el Reino Unido. Pero Thatcher, de nuevo, eligió el despecho y el desinterés: “Ellos, al menos, pueden elegir cómo morir”, dijo, en referencia a los atentados criminales del IRA. No dejaba de ser un ejercicio de pavoroso cinismo que la dictadura argentina aplaudió en un momento en el que ya no podía casi ocultar sus propios crímenes de Estado. Cuando estalló la guerra de Malvinas, la misma ferocidad de Thatcher, antes aplaudida, fue condenada por quienes antes la había elogiado.
Malvinas salvó el pellejo de Thatcher. En 1982, Gran Bretaña había empezado a mostrar señales de recuperación económica. La inflación había bajado del dieciocho por ciento anual al ocho y medio por ciento pero, por primera vez desde 1930 el desempleo superaba los tres millones de personas. Su popularidad había caído mucho, sobre todo después de las sangrientas represiones a las protestas en Liverpool y en Birmingham y a las huelgas sostenidas en otras ciudades portuarias, en especial mineras y fabriles de la Gran Bretaña profunda. El triunfo sobre los derechos argentinos en las islas, en la que fue la última guerra colonial del siglo XX, revitalizó su figura, incluso a pesar de muchos de los dirigentes conservadores, revitalizó los laureles marchitos del imperio, hizo que Thatcher no eludiera ser comparada con Winston Churchill, una exageración por donde se la mire, y le permitió nada menos que otros ocho años de gobierno.
Ya por entonces, incluso antes de 1982, Thatcher había establecido una estrecha sociedad con el presidente americano Ronald Reagan y con el papa Juan Pablo II: un triángulo empeñado en derrotar al comunismo y a la URSS, que era un estado y un sistema económico ambos en decadencia. Mikhail Gorbachov, su política de transparencia y de reestructuración (glasnot y perestroika) iban a abrir la puerta, a precipitar incluso, la caída de la URSS en 1991 mientras, agazapado, un jefe de la KGB, Vladimir Putin, juzgaba esa caída como el peor desastre en la larga vida de su nación.
En 1985 Thatcher se alzó con otro triunfo de hierro de su gestión: una durísima huelga de mineros del carbón, que se había iniciado en 1984, se levantó sin que el Estado aceptara una sola de las reivindicaciones planteadas por los gremios.
La política thatcheriana iba entonces por otros rumbos. Bajo su gestión, un millón y medio de inquilinos se habían convertido en dueños de sus hogares, lo que le hizo exclamar a la primer ministro: “Estamos haciendo una democracia de propietarios”.
En 1987, empezó el peligroso juego de la especulación: pequeños ahorristas, pequeños empresarios y algunos no tan pequeños, apostaron a la Bolsa. Aquello de una jornada de trabajo honesto a cambio de un salario honesto estaba muy bien, pero antes de que los tiempos cambiaran tanto. Ese año, la cantidad de tenedores de títulos de la Bolsa de Londres fue mayor que la de los afiliados a los sindicatos: un dato que es en sí mismo un tratado de sociología. Y de economía. Total, que todo se derrumbó el 19 de octubre de ese año, día conocido como “lunes negro”, cuando los mercados de todo el mundo se desplomaron en un lapso muy breve. Sólo el Dow Jones cayó en Estados Unidos quinientos ocho puntos. En Gran Bretaña, llevó a la ruina a los inversores y cargó con deudas impagables e igual de ruinosas a aquellos protagonistas de la “democracia de propietarios”.
En 1990, el último año de su gobierno, Thatcher recibió en Londres a Gorbachov y a su mujer, Raisa: intuía que la URSS iba a cambiar para siempre y que el primer ministro soviético era, como ella, una figura clave en la transformación del mundo. A modo de anécdota, Gorbachov, que llegó a Londres y fue encandilado por decenas de flashes y centenares de destellos, no pudo evitar una frase de neto corte soviético dedicada a los reporteros: “Camaradas, administren bien sus recursos”. Ese fue el año en que Thatcher aceptó reanudar relaciones con la Argentina que presidía Carlos Menem.
En la Gran Bretaña del último año de Thatcher, los servicios de salud se habían deteriorado junto a los del transporte y de la educación. La crisis tenía nombre y apellido: alza de las tasas de interés y aumento de impuestos, quiebra masiva de pequeños comercios en contraste con los grandes consorcios, aumento de la inflación, crecimiento de la desocupación y violentas protestas callejeras contra el “poll tax”, un impuesto masivo aplicado en Londres y otras ciudades británicas a todos los mayores de dieciocho años, sin excepción.
Fue el Partido Conservador, que la había endiosado, el que decidió poner fin a la aventura y al thatcherismo. Sin embargo, aquella audacia no exenta de improvisación, el desparpajo para aplicar medidas de extrema dureza y cierto qué me importa respecto a las consecuencias, pasarían a ser conocidos con otro nombre: pragmatismo.
En noviembre de 1990 Thatcher perdió las internas partidarias en primera vuelta, se negó a una segunda y renunció como primer ministro. Era el fin de una época. Europa celebró aquella partida. En las calles de Londres centenares de jóvenes que acaso habían perdido su copa de leche en los años 70, brindaron con champán por el adiós de la Dama de Hierro. A la Dama de Hierro le brotaron lágrimas en su despedida del 10 de Downing Street, se sentía traicionada por su partido y así lo dijo tiempo después. Ahora sólo murmuró: “Estoy muy feliz de haber dejado el Reino Unido en un mucho mejor estado del que estaba cuando llegamos al poder hace once años y medio”. Nadie contradice al cadáver cívico de un líder.
Poco a poco se apartó de la vida política. Creó una fundación, fue la primera ex primer ministro en hacerlo, que cerró en 2005 por problemas financieros. Escribió dos volúmenes de memorias, The Downing Street Years y The Path of Power (Los años de Downing Street y El camino al poder) en los que mintió con cierta desfachatez sobre todo cuando aseguró que Gran Bretaña no había previsto la recuperación argentina de las Islas Malvinas.
En 1992 la empresa tabacalera Philip Morris la contrató como “asesora geopolítica” con un sueldo anual de doscientos cincuenta mil dólares más un capital similar destinado a su fundación. Cobraba cincuenta mil dólares por cada discurso que daba, por lo general en recuerdo de los viejos buenos tiempos.
Algún escándalo colateral la devolvió a la actualidad, como los que desató su hijo Mark, envuelto en la financiación de algunos golpes de Estado en países emergentes para proteger, o aumentar, sus negocios petroleros. Thatcher mantuvo su fidelidad, acaso excesiva, al alcohol y a ciertos estimulantes que ya había combinado en los días de liderazgo. En 2003 enviudó de Denis Thatcher y al año siguiente viajó a Washington para los funerales de Reagan a quien despidió con un discurso vibrante.
Celebró sus ochenta años en el Hotel Mandarín Oriental, en el Hyde Park de Londres, una fiesta a la que asistieron la reina Isabel II y su esposo, Felipe de Edimburgo. Volvió a Washington en 2006 para el servicio conmemorativo del quinto año del ataque a las Torres Gemelas. En 2007 se convirtió en el primero de los ex primer ministros vivos en ser honrados con una estatua de bronce, emplazada justo enfrente de la de su ídolo, Winston Churchill. Ese día dijo, tal vez con humor: “La hubiera preferido de hierro. Pero el bronce hará que no se oxide”. Genio y figura.
Su salud fue mala en la década del 2000. Sufrió algunos accidentes cerebrovasculares pequeños en 2002 y los médicos le aconsejaron no dar más discursos públicos. No hizo mucho caso. En 2008 se desmayó en una cena en la Cámara de los Lores, al año siguiente resbaló en su casa y se fracturó el brazo. En 2010 fue internada por gripe y no pudo ir a su propia fiesta de cumpleaños ochenta y cinco que le había preparado el gobierno británico. Su hija Carol escribió en su libro A Swim-On Part In The Goldfish Bowl que Thatcher padeció demencia senil desde inicios de los años 2000: confundía Malvinas con la guerra de Bosnia, no recordaba que su esposo había muerto hacía varios años y no podía hablar más de 10 minutos porque perdía concentración y olvidaba las frases.
Murió el 8 de abril de 2013, a los ochenta y siete años, en el Hotel Ritz, de Londres y por un accidente cerebrovascular. La reina Isabel II dijo estar muy triste y que enviaría un mensaje personal a la familia. El primer ministro David Cameron dijo: “Hemos perdido a una gran líder, una gran primer ministro y una gran británica”. El jefe del laborismo, Ed Miliband, dijo: “No estuvimos de acuerdo en mucho de lo que hizo, pero respetamos sus logros políticos, y su fuerza personal”. El entonces presidente americano, Barack Obama y el papa Francisco también expresaron su tristeza. La muerte es piadosa, o al menos envuelve los hechos con una piedad irremediable.
Entre tantos lamentos, resonaban las ocho palabras con las que el jefe del Partido Conservador había despedido a Margaret Thatcher el día de su renuncia en 1990: “No volveremos a ver a nadie como ella”.
A lo mejor, hasta era un elogio.