“Ya no (quiero ir a EE.UU.). Ya no es secreto que está todo cerrado. Ya de mi parte quisiera devolverme”, comenta a EFE el venezolano Carlos Figueroa, de 28 años, desde un albergue panameño en una zona de la selva del Darién junto a miles de migrantes y tras enterarse que EE.UU. cerró sus fronteras terrestres a todos los nacionales de Venezuela que lleguen por tierra.
“Eso son guerras psicológicas”, le interrumpe otro migrante en la estación de recepción migratoria de San Vicente -uno de los dos albergues humanitarios que mantiene Panamá- al que llegan los transeúntes tras cruzar el Tapón de Darién, la peligrosa selva que comparten Panamá y Colombia como frontera, por la ruta de Canaan Membrillo durante casi una semana.
Figueroa se despide del “sueño americano” porque en el albergue “para nadie es ya un secreto que la frontera está cerrada” y “todo el mundo ha visto las redes sociales”.
“No hay peor ciego que el que no quiere ver. Entonces, invertir lo poco o mucho que uno tiene para quedarse en México botado”, se lamenta el joven venezolano.
El Gobierno de Estados Unidos lanzó la pasada semana un programa que da estatus legal por dos años a los venezolanos que llegan en avión y expulsará de manera inmediata a quienes crucen por tierra la frontera con México, como una medida para frenar la masiva oleada migratoria de esa nacionalidad en curso.
Dentro de este programa no están incluidos los que ingresen irregularmente por Panamá, es decir por el Darién, México y los que han sido deportados en los últimos cinco años.
Los que accedan legalmente a Estados Unidos deberán tener un “patrocinador” que se encargue de ellos legal y económicamente.
Esta decisión ha dejado en un limbo a miles de migrantes que atravesaron la selva previo al anuncio del Gobierno estadounidense.
“Estamos intentando hablar con migración. Yo por mi parte dije que tengo mi dinero. Que nos brinden la facilidad de un vuelo para volver a Venezuela o yo tengo papeles en Perú. Lo que quiero es salir de aquí, mi familia está desesperada y preocupada”, relata Figueroa.
El reclamo del migrante no dista de lo que ya sucede en México, donde un grupo de sus compatriotas ha solicitado al Gobierno mexicano que los deporte a su país de origen, o a lo más cercano a Colombia.
“No nos brindan las herramientas, yo pago mi pasaje, pero me dicen que tengo que pagar una multa de mil dólares para poder salir”, cuenta Figueroa.
ES UN “RUMOR”
En Bajo Chiquito, la panameña localidad indígena a la que llegan exhaustos los migrantes tras atravesar el Tapón del Darién, la reciente noticia aún es un “rumor”.
Va de boca en boca con acento venezolano: Estados Unidos cerró la frontera con México para los “chamos”. “¿Señorita, eso es verdad?, ¿Qué ha dicho el presidente Biden? ¿Ya no podemos pasar?”, pregunta casi una decena de venezolanos a EFE.
Los rostros se desfiguraban y la ansiedad se dejaba ver con el temblor de las manos, mientras tartamudeando intentaban formular la pregunta que tanto pánico provoca: no saben si ha merecido la pena cruzar durante días el paso migratorio más peligroso del mundo.
No hay señal de telecomunicaciones en Bajo Chiquito, por tanto, no hay forma de verificar la noticia. El Servicio Nacional de Fronteras (Senafront), la fuerza de seguridad militarizada especializada que custodia los límites de Panamá, no debe dar información.
Su función, que se extrapola de sus verdaderos deberes, es brindar protección y seguridad – un tipo de ayuda humanitaria – a los miles de migrantes irregulares que llegan diariamente destrozados de la jungla.
UN RÍO DE MIGRANTES HUYENDO DEL HAMBRE
A Bajo Chiquito, llegan una media 1.500 migrantes diario, pero hay días que superan los 2.000, según cuenta a EFE el Senafront. En lo que va de año 187.644 transeúntes han atravesado la jungla, por cualquiera de sus dos rutas.
La mayoría (más del 70 %) son venezolanos, pero también hay procedentes de Haití, Bangladesh, India, Somalia, Colombia y hasta de Filipinas, según datos facilitados por la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).
Esa cifra récord y elevadísima comparada con los años anteriores, ha llevado a las autoridades panameñas a solicitar formalmente ayuda a todo el continente.
Los migrantes arriban a ese pequeño pueblo sucios, mojados, temblando (de miedo y de fiebre), enfermos y desesperados, tras haber caminando entre dos días – los más rápidos – y seis días el Darién desde Colombia.
Su esperanza es llegar a EE.UU para “trabajar” huyendo del “hambre que les mata” en Venezuela, país al que les “duele” ver sumido en una crisis sin luz al final del túnel, según reportan.
“Yo lo que quiero es salir ya”, concluye Figueroa, decepcionado al renunciar a las esperanzas de una mejor calidad de vida.
EFE