Siete días sin un solo homicidio: agosto marcó un nuevo récord en Medellín, antiguo bastión del abatido barón de la droga Pablo Escobar. En la segunda ciudad de Colombia, “la seguridad se mide en vidas salvadas”, pregona su alcalde Daniel Quintero.
Y los narcotraficantes, herederos de Escobar, también celebran la noticia en los barrios populares.
“La tranquilidad es buena para el negocio”, dice Joaquín (nombre ficticio), con una sonrisa y una gorra de rapero que le queda demasiado grande.
A sus 37 años, dos de ellos en prisión, Joaquín funge como vocero de la banda que controla el tráfico de drogas en la Comuna 6, un barrio obrero en la ladera de la montaña en el noroeste de Medellín.
De jean escurrido sobre los calzoncillos y pistola Beretta 92 debajo de la sudadera con capucha, este pequeño capo con aire adolescente integra un grupo bajo las órdenes de la Oficina de Envigado, los maestros del crimen organizado en la ciudad, que manejan todo tipo de tráfico ilegal y extorsión a la población según las autoridades.
“Justicia paralela”
Mientras el nuevo presidente izquierdista, Gustavo Petro, pretende negociar una “paz total” en Colombia, con los guerrilleros pero también con los criminales, AFP habló con algunos de quienes controlan el “microtráfico” en las calles de Medellín.
La ciudad de casi 3 millones de habitantes carga con el estigma de Escobar, quien durante la década de 1980 y principios de 1990 exportó miles de toneladas de cocaína a Estados Unidos y libró una guerra contra el Estado.
“¿Escobar? Era demasiado violento, demasiados muertos para nada”, dice Joaquín sobre el capo abatido por la policía en 1993. “Somos un grupo organizado que obedece a la Oficina de Envigado. La ley (policía y justicia) nos conoce, saben quiénes somos”.
“Estamos en solidaridad con la comunidad. A diferencia de otras bandas de la ciudad, nosotros no pedimos un peso a los comerciantes, no hay extorsión, no hay secuestro”, asegura.
Joaquín describe su negocio como “un trabajo principalmente social y político”, y “solo a veces militar”.
“Somos la justicia paralela que se encarga de lo que la justicia ordinaria no puede o no tiene tiempo de hacer”, sostiene.
Ese día, por ejemplo, intentan localizar a un hombre acusado de abusar de un niño, cuyo retrato con barba perilla circulaba en los celulares de la banda.
Al atardecer, niños juegan en una cancha de fútbol sintética. En el parque cercano, la pandilla pide amablemente a los fumadores de marihuana que se trasladen a lo que Joaquín llama “zonas de tolerancia”, distantes y fuera de la vista.
“Todo el mundo vive tranquilo en nuestro territorio”, dice. “No debemos asustar a los comerciantes y a la gente. Queremos a la población de nuestro lado”.
Peces en el agua
El gran negocio del barrio, que “no debe ser nombrado por razones de seguridad”, es la droga. La banda administra el mercado en toda la Comuna 6.
“Tenemos nuestras propias tiendas (…) varias docenas” en toda la ciudad, dice Joaquín.
Cerca de la cancha de fútbol, visitas regulares junto a una casita indican que se trata de una de estas “tiendas”. Una bolsa de basura oculta una ventanilla donde se recoge el dinero. Las drogas bajan del segundo piso en una lata colgada de una cuerda.
Marihuana, cocaína, “bazuco” (crack): los traficantes suministran todo. ¿No es esto envenenar a la comunidad? “Cada uno es responsable de lo que hace”, elude Joaquín.
“Todo está organizado, es como una empresa. Hay quienes se ocupan de las ventas, la logística. Los patrones pagan nuestros sueldos”, explica.
En este laberinto de casas de ladrillo y callejones inclinados, Joaquín y sus secuaces se mueven como peces en el agua. Charlan con los tenderos, meten un arma en un bolso con despreocupación, deslizan discretamente un paquete al dueño de un comercio.
Joaquín se reúne con dos de sus acólitos y la AFP en una casa perdida en un callejón vigilada por adolescentes del barrio.
¿Paz?
Sobre la mesa de un salón mugriento y oscuro reposan armas de fuego entre imágenes sagradas. Afiches de caballos cuelgan debajo de una reproducción de “La última cena”.
“Nada mejor que la paz”, dice Javier, con el rostro enmascarado. “Cada grupo gestiona su territorio a su manera, los jefes hablan entre sí, todo se arregla mediante la palabra”.
Después de los años de sangre y plomo de la era Escobar, asolada por la guerrilla, los paramilitares y las operaciones del ejército, Medellín comenzó a cambiar a principios de la década de 2000.
Mientras que en 1992 la tasa de homicidios era de 350 por cada 100.000 habitantes, en 2021 fue de 15,7, y en 2022, de 10,2, casi la mitad del promedio nacional (17,8). Analistas lo atribuyen a un pacto de no agresión entre autoridades corruptas y el entonces jefe de “La Oficina”, Diego Fernando Murillo, alias “Don Berna”.
“Hay una paz mafiosa”, afirma Joaquín. “De momento todo está muy tranquilo”.
La última vez que sacaron las armas largas para patrullar el barrio fue en junio, cuando el Clan del Golfo, la principal banda criminal de Colombia, se “agitó” contra la policía. Además hay tensiones con los “Pachelly”, una organización rival, se queja.
“Cuando todos buscan el poder es cuando surgen los problemas”, resume Pedro, acariciando su calibre 38, con un porro de marihuana en la otra mano. “Si tenemos que hacer la guerra, la hacemos, pero si no hacemos ruido, todo el mundo está contento”, agrega.
Emisarios de las bandas se reunieron con el comisionado de paz del gobierno a finales de septiembre, según la prensa local. Y el Congreso colombiano discute una iniciativa gubernamental para negociar con las estructuras del crimen organizado.
“Estamos dispuestos a escuchar, haremos lo que los jefes decidan. Y Petro puede venir, al final son ellos los que mandan”, dice Pedro.
Pero los pandilleros creen que en su territorio “ya hay paz total”. “Pensar que todos se van a entregar (a la justicia) es una utopía”, asegura Joaquín.
“Nunca olviden una cosa”, concluye el cabecilla: “Medellín es y será siempre la ciudad de los bandidos”.
AFP