Dicen que es discreta, dicen que es responsable y una gran profesional. Dicen que siempre sabe su lugar, dicen que es estoica y seria. Dicen, todos dicen algo, pero lo que nunca dicen es que Sofía de Grecia y Dinamarca, la reina madre de España, es feliz. La mujer que hoy celebra 84 años y que desde hace sesenta años acompaña la vida de los españoles, más que una vida de cuento tuvo una vida de tragedia griega donde los sentimientos de compasión y horror se mezclan. Nació un 2 de noviembre que en el santoral cristiano es el Día de los Fieles Difuntos. Su padre, Pablo I y su esposa, Federica eran los príncipes herederos al trono de Grecia.
Por infobae.com
Dos años y medio después de su nacimiento, Sofía y sus padres partieron al exilio. Las tropas nazis habían invadido el país y la familia real marchó a Egipto y luego a Sudáfrica. El lujoso palacio griego cambió por un periplo en 22 casas diferentes. La opulencia mutó a viviendas en mal estado, llenas de ratas y donde escaseaban los pañales para la princesa Irene que nació en Sudáfrica. En ese tiempo el papá de Sofía solía repetir que “la herramienta más importante para un rey es una maleta”.
Con el fin de la guerra volvieron a su patria. Con ocho años, Sofía acompañaba a su padre en sus giras por el país. Muchas veces tenían que alcanzar zonas escarpadas y recónditas a lomo de un burro. La princesa aprendió a sonreír en medio de las dificultades, algo que conservaría toda su vida. En Atenas, la familia real se instaló en la residencia real pero era en el palacio de Tatoi donde pasaban cada verano que Sofía era feliz. Con sus dos hermanos, Constantino e Irene, jugaban en contacto con la naturaleza y contemplando el mar. Según cuenta el portal Mujer hoy “era un parai?so donde estaba prohibida la caza y las jornadas acababan con el rey Pablo contando leyendas mitolo?gicas a sus tres hijos, mientras sonaban los nocturnos de Chopin de fondo. En Tatoi, además, las hermanas hicieron varios hallazgos arqueológicos que reflejaron en dos libros, ‘Cerámicas en Decelia’ y ‘Miscelánea arqueológica’.
A los catorce Sofía y su hermana fueron inscriptas en Schloss Salem, un internado pensado para educar a la élite que dirigía otro de sus tíos maternos, Jorge Guillermo de Hannover, en Alemania. Sofía recuerda esa experiencia como “dura, rigurosa, exigente y sin confort de ningún género”. Ella como sus compañeros debía levantarse al alba, salir a correr antes del desayuno, beber un vaso de leche en el almuerzo y comer poco. Además realizaba 45 minutos de atletismo en los recreos y ayudaba con las tareas de limpieza. Cada noche los alumnos hacían examen de conciencia, y decidían sus propios castigos. “Fue muy útil ir a ese colegio. Daban mucha responsabilidad a los alumnos para que hicieran las cosas bien. Y luego, si no las hacías… ¡peor para ti!”, reconocería en el libro Doña Sofía, la Reina habla de su vida.
En 1954, Sofía se embarcó en un crucero organizado por su madre. No era un crucero de vacaciones sino “casamentero”. Federica lo había organizado para que los miembros de las familias reales europeas reinantes -con o sin trono- pudieran conocerse y en el futuro casarse con o sin amor. Entre los invitados estaba Juan Carlos o don Juanito con su incierto destino al trono español. Le correspondía por cuna, pero su país vivía bajo los designios del dictador Franco. Sofía tenía 15, Juanito 16. No hubo flechazo. A ella le pareció un “chico lindo y joven. Simpático, bromista e incluso un poco gamberro”. Él intentó hablarle pero la comunicación era imposible. Juanito no sabía una palabra en griego ni ella de español. Intentaron comunicarse en inglés. Sofía era bilingüe, Juan Carlos apenas se expresaba. En un momento ella le contó que estaba aprendiendo judo, él no le creyó así que ella lo tiró al suelo de una certera toma.
Sofía volvió a Grecia. Después de la rigidez del colegio alemán estudió Arqueología, Música, pero su padre no le permitió ir a la universidad. Sí la dejó hacer un curso de puericultura y realizar prácticas en la maternidad de Atenas. También practicó vela y llegó a ser suplente de la selección griega en los Juegos Olímpicos de 1960 en Roma.
No sabemos si Cupido o el destino andaban dormidos, pero en 1961 parece que ambos se despertaron. El 8 de junio, en la boda de los duques de Kent, el protocolo indicó que Sofía y Juanito debían compartir mesa. “Le tenía por gamberro, pero esa noche me di cuenta de que tenía una hondura que no sospechaba. Al final me sacó a bailar, un fox lento. Bailamos despacito y en silencio”, recordaría ella muchos años después. Al otro día pasearon por Londres, fueron al cine y tomaron té en el Savoy. La indiferencia pasó a ser atracción.
Comenzó el noviazgo y en septiembre llegó el compromiso. Juan Carlos no fue muy romántico pero sí original. Lanzó una cajita y gritó: “Sofi, tómalo”. Dentro había un anillo de compromiso. “Amo a la princesa Sofía desde el primer momento en que la vi. Es una de las pocas mujeres que conozco capaz de llevar con toda dignidad una Corona Real”. De lo segundo no había dudas, de lo primero, no tanto.
Parecía que el cuento de hadas comenzaba, pero no. Empezaron los problemas. El dictador Francisco Franco que en España dictaminaba desde qué nombre llevaban los niños, qué películas se veían y sobre todo quiénes vivían, morían o estaban muertos en vida, también debía aprobar a la novia. “Ya sabe que no tiene que casarse con una princesa… Pues en España hay no pocas muchachas que, sin ser personas reales, merecen un trono”, dicen que dijo al enterarse de la candidata. El entonces Conde de Barcelona, padre del novio tampoco estaba del todo convencido con esa muchacha que, aunque de familia real, no hablaba una sola palabra en castellano ni tenía idea de toreros, zarzuelas o jamones. Sin embargo, le parecía la más adecuada para ser reina por eso solo le avisó a Franco de la boda cuando todo estaba acordado. En todo esto quedaba claro que se priorizaba que el heredero eligiera a una mujer adecuada más que amada.
El segundo gran problema fue la religión. Sofía era ortodoxa y Juan Carlos, católico. La madre de la novia prometió la conversión de su hija pero luego de la boda. El padre del novio insistía en que su hijo solo se casaría por el rito católico. El asunto era un verdadero problema internacional donde tuvo que intervenir el mismísimo Papa. Juan XXlll dio su aprobación, siempre y cuando se celebrara una boda católica y otra ortodoxa. Así los contrayentes se casarían cuatro veces -si lector leyó bien, cuatro veces- dos bodas religiosas en iglesias distintas, y dos civiles, una para el registro griego y otra para el español. Imagine el lector la presión, si es difícil casarse una vez, ellos debían hacerlo cuatro y en el mismo día.
El 14 de mayo de 1962, se celebró el enlace en Atenas. Asistieron 143 miembros de 27 monarquías que -literalmente- se la pasaron a las corridas. La jornada empezó a las diez de la mañana en la catedral de San Dionisio y por el ritual católico. Cuarenta y nueve mil claveles rojos y amarillos decoraban el templo como recuerdo de la patria lejana o sutil modo de mostrar qué corona era más poderosa. Los novios pronunciaron el “ne, thelo” (“sí, quiero”) ante el arzobispo Benedicto Printesi.
De la iglesia, novios e invitados corrieron al al palacio real, donde firmaron el acta para el Registro Civil español. De allí a la catedral de la Anunciación de Santa María, donde se celebró el enlace ortodoxo. Una vez terminada la celebración regresaron a palacio, donde la pareja firmó su acta matrimonial civil griega ante el alcalde de Atenas y el presidente del Consejo de Estado griego. Después del cuarto sí, hubo un recorrido en carroza por las calles de Atenas y como colofón, un banquete en el palacio real de Atenas. La torta nupcial no llevaba la clásica figurita de los novios sino una corona real. Parecía un detalle pero quizá era una advertencia: antes que pareja ellos eran reyes. Después de sus cuatro bodas, Juan Carlos y Sofía tuvieron tiempo de recuperarse porque comenzaron una luna de miel que duró seis meses.
De nuevo en España se instalaron en el palacio de la Zarzuela. Mientras Sofía aprendía español comenzaron a visitar fábricas, ferias, participar en bautismos y asistir a misas para darse a conocer como los futuros reyes de España.
El reinado de Juan Carlos comenzó el 22 de noviembre de 1975. El Borbón demostró ser un rey valioso y un marido espantoso. Como monarca facilitó la transición democrática y desarticuló el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. Como marido empezó a hacer de las suyas; las infidelidades primero disimuladas y luego abiertas fueron frecuentes y escandalosas.
Sofía callaba y soportaba. La única vez que Sofía demostró sus ganas de divorciarse fue la vez que se dirigió al palacio de La Encomienda de Mudela sin avisar y encontró a su marido con su amante. Ella que entonces tenía 37 años se fue/escapó con los hijos a la India. Buscó apoyo en su madre, que lejos de comprenderla le ordenó que volviera con su marido. Llamó al diputado Elías Bredimas que le recordó que si dejaba al rey debía devolver la millonaria dote recibida.
La peor amenaza llegó del marido infiel, a través de su suegra mandó a decir: “Estoy empezando a cansarme de este numerito… Que se vaya contigo a India me importa un huevo, ahora, que se despida de ser reina. Haré anular el matrimonio, diré que ella no estaba convencida de hacerse católica y a la mierda. ¡Y Felipe, conmigo!”. Sofía, volvió pero jamás volvió a compartir el lecho con su marido y de eso hace ya 50 años.
La reina siguió cumpliendo sus deberes protocolares. Se volcó a las actividades de caridad y al cuidado de sus hijos, luego de sus nietos. Más que al lado de su marido permaneció al lado de sus deberes con la Corona. Como esposa soportó las infidelidades de su esposo y como reina aguantó los desplantes del rey.
Los que no soportaron más fueron los españoles, sobre todo cuando se supo que en el año 2012, mientras el país atravesaba una crisis económica, el entonces rey viajó con su amante a Botsuana para cazar elefantes. Por primera vez, el monarca pidió perdón públicamente. “Lo siento mucho”, dijo, “no se volverá a repetir”, dijo pero los españoles no se lo perdonaron y dos años después abdicó.
Los hijos también vivieron épocas turbulentas. En 2007, la infanta Elena anunció el “cese temporal de la convivencia matrimonial” de su esposo Jaime de Marichalar, un eufemismo para definir el primer divorcio de la monarquía española. La infanta Cristina y su esposo Iñaki Urdangarin eran una pareja modelo hasta que se supo que detrás de una ONG armada por Iñaki funcionaba una organización con fines de lucro no para los pobres sino para el bolsillo de la pareja. En cuanto a Felipe, el problema no es con el hijo sino con la nuera, Letizia con la que parecen no llevarse muy bien.
Cuando hay que definir a la reina todos coinciden que “Es una profesional”. De hecho, el propio Juan Carlos la definió así ante el escritor José Luis de Vilallonga para su libro El Rey. Un calificativo con el que se pretendía y se pretende reconocer que ella sabe, como miembro de una de las familias reales más antiguas de Europa, cuál es su papel. Y es el que cumple.
Cuando no cumple sus deberes protocolares, Sofía suele pasar largo tiempo con su hermana Irene que es budista, vegana, practica yoga, no usa tacos, le gusta vestir túnicas, no lleva ropa de marca y compra en las ferias. Libre y sin compromisos vive dos meses del año en Grecia, dos en la India, y el resto del año, acompaña a Sofía en la Zarzuela. Nunca se casó y no tiene hijos. Las hermanas suelen compartir largas charlas. Sofía seguramente repetirá “Mis valores son la honradez, el sentido de servicio, la honestidad, la tolerancia, el amor al prójimo, la solidaridad”. Su hermana quizá la mire en silencio y no le haga la pregunta que nos hacemos todos: ¿Y tu felicidad, Sofía, dónde quedó tu felicidad?