Manuel Malaver: El castrochavismo y la aterradora improductividad del socialismo

Manuel Malaver: El castrochavismo y la aterradora improductividad del socialismo

Manuel Malaver @MMalaverM

Es aterradora la minuciosa improductividad del socialismo que, en pocos años, puede convertir a economías prósperas en devastadas e irrecuperables ruinas, perpetuándolas como monumentos de uno de los fraudes más escandalosos de la historia.

Certeza que, con todo lo perturbadora que puede resultar, esconde otra, tan o más destructiva, como es el carácter depredador de un modelo político y económico que engulle insaciablemente riquezas, bienes, servicios, oportunidades, infraestructura y, lo que es más trágico e intolerable, vidas humanas.

De la guerra, la violencia, los golpes de Estado, las insurrecciones, las subversiones y las elecciones fraudulentas vienen, indefectiblemente, todos los socialismos y, una vez en el poder, -como observó magistralmente el historiador alemán, Ernest Nolte, en el clásico “La guerra civil europea: 1917-1945” (Fondo de Cultura Económica: 1994)-, era inevitable que no devinieran en desgarradoras guerras civiles, pues, el odio, la división, la exclusión y la intolerancia que le son ínsitas, no pueden sino predisponer a unos hombres contra otros hombres.





Se ha argumentado, por cierto, que quizá sea esta suerte de pecado original fundacional la causa de que los socialismos pierdan el rumbo y que, de promesas para la conquista de la tierra prometida y el reino de Dios en la tierra, pasen a ser infiernos donde desaparecen para siempre la paz, el bienestar, la igualdad, la tolerancia, la justicia y los derechos humanos.

Pero hubo experimentos socialistas como el chileno de comienzos de los 70 que advino después de unas elecciones democráticas, pacíficas e incuestionadas, o el sandinismo que debió su acceso al poder a una guerra de guerrillas relativamente corta y benigna, pero sin que sus respectivos orígenes los privaran de unos y otros grupos que los desviaron rápida e inescapablemente a olas de violencia que por acción o reacción produjeron miles de muertos.

Sin embargo, no es sino inmerso en el laboratorio socialista de mi propio país, Venezuela, desde donde podría ofrecer los datos más actualizados, calientes, on line y sin sesgos de una realidad que, no por herirme en lo más personal, correría el riesgo de la adulteración y el énfasis.

No, aun creo que puedo pronunciarme “sine ira et studio” (como pedía el historiador romano Tácito) sobre sucesos que sacuden a casi los 28 millones de mis compatriotas que día a día se preguntan: “¿Y por qué a nosotros?”

Aparte de que, por ahí podría perderse este y miles de artículos sin describir qué es lo que es y será siempre el socialismo, como una ideología del fanatismo, el odio, la división, la intolerancia, la exclusión, y el resentimiento que, en cuanto se basa en el supuesto metafísico de que cumple un mandato de la historia, proclama que la moral, el bien y la justicia pueden ser atropellados sin culpa.

En lo que se refiere a los orígenes también evitaré pronunciarme, pues especialistas como Carlos Rangel, Aníbal Romero, Carlos Castañeda, Germán Carrera Damas, María Teresa Belandria, Carlos Raúl Hernández, Antonio Sánchez García, Elías Pino, Iturrieta, Enrique Krauze y María Teresa Romero lo han hecho desde una perspectiva más apropiada, aunque jamás dejará de asombrarme cómo cientos de miles de venezolanos, quizá millones, -de todas las clases sociales, profesiones, credos, edades, razas-, corrieron a apoyar, o darle el beneficio de la duda, a un militar de baja graduación que salió de un cuartel a derrocar a un gobierno legítimo que las mayorías del país se habían dado en unas elecciones inobjetables.

Y hablo de empresarios, profesionales, comunicadores, intelectuales, sacerdotes, estudiantes, obreros, campesinos, etc., en su mayoría formados o nacidos en democracia, puesto que llevaban 40 años conociéndola, experimentándola, enriqueciéndola, y construyéndola.

Pero tampoco quiero detenerme en asuntos que dejo a los psicohistoriadores, o a disciplinas aun no intuidas para viajar a los rincones más oscuros del alma: hoy quiero referirme al socialismo, al real, al de carne y hueso, tal como se vive hoy en mi país, en una revulsión que puede, sin hipérboles, retrotraernos a las que pudieron haber sido las ráfagas de la inquisición española, o las hambrunas que nos acostumbramos a ver en las portadas de National Geographic cuando hablaban de los estragos de las sequías en los países del Cuerno de África.

El socialismo tal como puede verse día a día, y noche a noche en las colas donde cientos de miles, millones de personas, buscan o piden lo indispensable para vivir (leche, carne, maíz, aceite, azúcar) en las afueras de bodegas, abastos, mercados y supermercados, porque el estado benefactor socialista dejó de producir o importar y lo poco que da y reparte es para regatearlo y casi siempre con violencia y retaliación por los que sufren.

Otra cosa son las noches, y en especial las que se viven en hospitales, centros ambulatorios, dispensarios y clínicas, donde más de la mitad de los que buscan asistencia son enviados a sus casas porque no hay camas, ni medicinas, ni material médico-quirúrgico, ni personal que los atienda y alivien tanto dolor y tanta impotencia.

Y por allá, por sus casas, mueren o siguen padeciendo, ya no tanto por su mal personal, sino por la enfermedad que a toda una sociedad han inoculado otros enfermos.

Los enfermos de utopías, o de maldad pura y simple, de los que se acostumbraron a vivir en oficinas, o cuarteles, o en tiroteos, o en cárceles, o en barrios o en quintas de superlujo, en 4×4, aviones, yates, o carretas, pero siempre protegidos de enjambres de pistolas, fusiles y ametralladoras que manejan guardaespaldas, siempre dispuestos a disparar, masacrar y huir.

Es la rutina de la vida convertida en una crónica roja, pero sin periodistas, periódicos, revistas, televisoras y emisoras que la cuenten porque ¿para qué?, si la historia es una sola donde los ricos seguirán ricos, y los pobres, pobres.

“El socialismo, mi hermano” el mismo del que hablan cada día con menos énfasis los gobernantes cubanos y venezolanos, “el mismo que dejó sin luz a Cuba hace 57 años, y en menos tiempo dejará en la oscuridad a Venezuela. Porque nuestra misión es dejar sin luz al mundo”.

Y no hablan en vano, porque Cuba y Venezuela son los dos países de América y quizá del mundo occidental donde la energía eléctrica es un bien que tiende a desaparecer.

Realidad pavorosa en un país que fue pionero en el mundo en electrificación, que tiene la tercera gran hidroeléctrica del continente, reservas hídricas que lo convierten en un paraíso para inversiones donde la energía abundante y barata es la clave de la creación de riqueza y en el cual no había un solo rincón que no dispusiera de luz noche y día.

Y llegó el socialismo y apagó la luz, como ya había acabado con el suministro de agua, y de comida, y de medicinas, y de servicios, y de infraestructura, y de seguridad, que en conjunto ciegan la vida de 30.000 venezolanos al año por dejarse imponer un sistema contra natura.

Militares de todos los pelajes (torvos, silenciosos, crueles, ávidos de dólares, de autoridad, e impunidad) nublan en estos días la desolada tierra de Venezuela, una fuerza de ocupación no se sabe si del gobierno cubano, si del cartel de Sinaloa, del Valle del Cauca, o si de las bandas de criminales que aquí llaman pranes y con los cuales comparten, igualmente, parte del territorio nacional.

Armados hasta los dientes y dispuestos a matar por quienes les pagan, como son los dueños de las instituciones y poderes públicos que hace más de 20 años fueron asaltados y prostituidos para que sirvieran al entronizamiento de caudillos que hace tiempo pulverizaron la república y gobiernan como monarcas sin coronas.

Chávez, Maduro son de los más connotados, pero hay una miríada de ellos, como Cabello, Tareck El Aissami, Jorge Rodríguez, Freddy Bernal, Padrino López, Carmen de Meléndez, Remigio Ceballos, todos metidos en el saco de violadores de los DDHH, que los tiene a las puertas de juicios, tribunales y cárceles donde no es descartable que pasen el resto de sus días.

Por eso su estandarte, consigna y emblema es la de los extraditables de Colombia: “Primero una tumba en Colombia, que una cárcel en los Estados Unidos”.

Pero que aprendan del Chapo Guzmán que pidió ser juzgado en Estados Unidos y paga cárcel en ese país y no en un país donde otra vez se va a fugar y otra vez lo van a capturar.

De todas maneras, lo que por último quería subrayar en este artículo es que Venezuela no está siendo descuartizada por una élite con grados de equivocación, extravíos, delirios y desequilibrios sino por delincuentes que se niegan a rendir cuentas ante los tribunales.

Pero que cada día están más cercados, acorralados, sitiados, acosados, por más que simulen ignorar la voluntad popular que ha tardado en ejecutarse, pero no por un déficit de legalidad y justicia, sino por la prescripción democrática que aconseja a arreglar los conflictos en paz y no en guerra.