El 7 de mayo de 1945, el primer teniente del ejército británico Arnold Horwell pensó que ya lo había visto todo en la guerra que estaba a punto de terminar. Chasco se iba a llevar. Al joven oficial lo habían puesto a cargo de una parte del espanto: el campo de concentración de Bergen-Belsen, en la Baja Sajonia Alemana. Allí habían muerto más de cincuenta mil prisioneros hasta que fue liberado por la Undécima División Armada del Reino Unido, el 15 de abril de ese año.
Por infobae.com
Horwell, que era judío, nacido Horwitz y en Berlín, que había huido de la Alemania nazi en 1937, ya había visto también a los muertos de Bergen Belsen, su famosa fosa común 3, todavía a cielo abierto y desbordada, y los trece mil cadáveres sin enterrar, tirados como trastos por todos los rincones del campo; su deber era enterrar a los muertos, cuidar por la salud de sesenta mil prisioneros hacinados en las barracas, las mayor parte enfermos de tifus y disentería, medio muertos de hambre y sin cuidados médicos, y organizar de algún modo aquel caos.
Ese día, el fin de la guerra con el cese definitivo del fuego se iba a producir al día siguiente, Horwell pensó en la enorme ironía que encerraba la escena que miraba desde la ventana de su pequeña oficina: los hasta ayer prisioneros deambulaban ahora en libertad y se preparaban para reingresar a Bergen-Belsen ahora como personas libres, pero en las mismas barracas en las que los habían metido los nazis: el campo sería ahora un hogar para refugiados. Mientras, los ex presos se cruzaban con las largas hileras de soldados alemanes que marchaban derrotados, desarmados y bajo férrea custodia militar aliada. Horwell se preguntó si le faltaba ver algo más. Le faltaba: al menos le faltaba una gran sorpresa, grata pero extraña.
A media mañana de aquel lunes Horwell recibió la visita de una mujer, bella, arrogante, vestida con el uniforme de capitán de las tropas americanas y un mechón de pelo rubio que caía sobre el costado derecho de su casco de guerra, que le dijo: “Soy la capitán Dietrich”. Era la famosa actriz de Hollywood Marlene Dietrich, un ídolo de la época, alemana, ferviente antinazi, que había recorrido Europa para actuar ante las tropas aliadas. Horwell la reconoció enseguida y la Capitán Dietrich le explicó por qué estaba allí.
A principios de mayo, con Adolf Hitler muerto, la jerarquía nazi en fuga y la Wehrmacht derrotada, ella había llegado a Múnich como parte de su gira en los frentes de batalla, para entretener a las tropas del general Omar Bradley. Allí le contaron que una mujer llamada Elisabeth Will estaba en el campo de Bergen Belsen y decía ser su hermana. Dietrich sí tenía una hermana Liesel, por Elisabeth, a quien no veía desde por lo menos hacía seis años. Era probable, le dijo a Horwell, que los nazis la hubiesen hecho prisionera para hacerle pagar a ella los servicios que Marlene prestaba a los aliados y su feroz campaña contra Hitler.
El general Bradley había dispuesto para la estrella de Hollywood su avión personal, que la había llevado a la Base Aérea de Fassberg, en Lüneburger Heide, en el norte de Alemania. De allí, un jeep la había transportado veloz a lo largo de treinta kilómetros, hasta los ojos azorados del joven primer teniente Horwell, que podía hacer todo por Marlene, y más también. Averiguó de inmediato que, en efecto, existía una Elisabeth Will que decía ser la hermana de Marlene Dietrich: en ese momento, pelaba papas en la cantina del campo liberado.
“La llevé en jeep para que la viera; las presenté y se abrazaron. Estaban las dos muy contentas de verse. Todo está registrado porque yo mandé cartas a mi esposa sobre todo lo que pasó aquel día; son cartas que ahora están en el Museo Imperial de la Guerra, en Londres”, recordó Horwell muchos años después, cuando era ya un anciano de 86 años. Murió en 2006, a los 92 y en Londres.
Cuando las dos hermanas empezaron a hablar, los sorprendidos fueron dos: Marlene Dietrich y el ya curtido primer teniente Horwell. La tal Elisabeth Will era en verdad la hermana, dos años mayor, de Marlene. Pero no había estado internada en Bergen-Belsen, mucho menos había sido prisionera de los nazis. Por el contrario, ella junto a su marido, Georg Will, regenteaban un gran cine, con capacidad para dos mil personas, que se alzaba a menos de cuatrocientos metros de Bergen-Belsen y estaba destinado al solaz, la diversión y el entretenimiento de los SS que regían aquel vecino campo de la muerte. Lejos de ser antinazi, Elisabeth era una colaboracionista que entretenía a los carniceros de Bergen Belsen con películas que antes habían sido autorizadas por el jefe de propaganda del Reich, Joseph Goebbels. Eso fue lo primero que supo Marlene en su intimidad. Lo segundo que también supo de inmediato fue que su hermana no podía ignorar nada de lo que pasaba en Bergen-Belsen.
Marlene sintió que su carrera se venía abajo, que se terminaba para siempre los años dorados de Hollywood y que su fama, su estrellato y su prestigio colgaban de un hilo delgado; si se cortaba, también iba a derrumbarse su ejemplo, su contribución a la lucha contra la Alemania de Hitler. Veloz como el rayo, le hizo una oferta a su hermana: le iba a dar apoyo económico, dado el oscuro panorama que se le avecinaba a ella ya su marido en la posguerra, a cambio de que jamás revelara a nadie que era su hermana y que dejara de predicarlo a los cuatro vientos, como si fuese un mérito. Era una oferta que Elisabeth no podía rechazar. Aceptó y así vivieron el resto de sus vidas, atravesadas ambas por la posguerra.
¿Quiénes eran las hermanas Dietrich? Eran agua y aceite. Marie Magdalene, de allí Marlene, había nacido en 1901 en Berlín en una familia de la clase media alta. El padre, Louis Erich Otto Dietrich, era un teniente de la policía imperial y la madre, Josephine, la hija de un joyero y orfebre dueño de un negocio lujoso y rentable. Las dos chicas no podían ser más diferentes. Elisabeth era de baja estatura, algo excedida de peso, tímida y retraída. Marlene era alta, derrochaba vivacidad, le gustaba llamar la atención, se sabía una chica encantadora.
El padre murió en 1908 y la madre se casó con un oficial prusiano, Eduard von Losch, que murió en 1916 por una herida sufrida en la Primera Guerra. De modo que mamá Josephine se aferró a sus dos hijas, las educó en un rígido ambiente de “virtudes prusianas” en el que era obligación el buen servicio, la perseverancia, la obediencia, la disciplina y el honor. Si Elisabeth fue una chica muy obediente que se ganó de parte de su madre el apodo un tanto despectivo de “gordita virtuosa”, Marlene se rebeló. En 1918, dejó el colegio antes de graduarse y la vida de las dos hermanas tomaron caminos diferentes,
Marlene, que soñaba ser violinista, empezó a frecuentar los nights clubs berlineses como corista, una de aquellas chicas que Bob Fosse retrató tan bien en su Cabaret, y quedó prendada para siempre del efluvio mágico que emana de los escenarios. Participó en pequeños papeles en el cine mudo y en 1923, a los veintidós años, se casó con el productor Rudolf Sieber. En diciembre del año siguiente nació su única hija, María. En 1929 el director Josef von Sternberg la eligió para el papel de “Lola Lola”, el protagónico de una película en la que se jugaba el todo por el todo: El Ángel Azul. Fue un éxito tremendo. La actuación de Marlene opacó la del conocido Emil Jannings y la convirtió en una estrella mundial.
Cuando von Sternberg se fue a Estados Unidos, Marlene no lo dudó un minuto: lo siguió, atraída incluso por la posibilidad de ser contratada por Hollywood. Lo fue. Firmó con la Paramount Pictures y su primera película, de nuevo dirigida por Sternberg en 1930, junto a Gary Cooper y Adolphe Menjou, fue Morocco (Marruecos), donde jugaba un rol que le calzaba a la perfección: una cantante de cabaret.
Marlene fue el chiche nuevo de Hollywood, una industria ansiosa de eso, de chiches nuevos. Filmó películas que se hicieron famosas, Shangai Express, La Venus Rubia, El diablo era mujer. La chica berlinesa rebelde y revoltosa, era ya una estrella del cine mundial.
La vida de su hermana Elisabeth era cualquier otra cosa, menos glamorosa. A sus veintiocho años casó con Georg Will, un empresario teatral, y dejó su carrera de maestra para dedicarla a su familia, en especial después del nacimiento de su hijo, Hans-Georg, en junio de 1928. En 1933, con la llegada de Hitler a la cancillería del Reich, las cosas no iban bien para los Georg. Él se había afiliado al partido nazi, pero estaba casi prohibido, nada oficial pero sí evidente, porque había apadrinado como productor teatral y en su Tingel-Tangel Theater, obras del autor judío Friedrich Hollaender. En 1936 escribió al director de la Cámara Cultural del Reich, Hans Hinkel, para que intentara conseguirle un trabajo “en la prensa o en el teatro”.
Los fondos escaseaban y Georg hizo gala de su buen nazismo, dijo que estaba alineado con “la causa nacional” y recordó que en 1919, como miembro de una milicia paramilitar conocida como “Oberland”, había ayudado a “liberar Múnich y la Alta Silesia de los movimientos revolucionarios de extrema izquierda”. Se refería a las “repúblicas soviéticas” alemanas, instauradas ni bien terminó la Primera Guerra Mundial.
Las chicas Dietrich estaban separadas y alejadas, una de ellas usaba el apellido de su esposo, Will, pero alguien sabía que la estrella de Hollywood y Elisabeth eran hermanas: los nazis. Y el que mejor conocía la historia era Goebbels. La había visto en 1936 en Desire, la segunda película que Marlene filmó con Gary Cooper, y escribió en su diario: “Muy grandes actores, sobre todo Dietrich que, por desgracia, no vive en Alemania”. Goebbels volvió a verla en Los jardines de Alá, junto a Charles Boyer. La película no le gustó, la juzgó “estúpida y pomposa”, pero: “Dietrich actuó de forma maravillosa”.
A partir de entonces, Goebbels quiso repatriar a Marlene, que no tenía la más mínima intención de volver a su país: había aplicado en 1937 para obtener la ciudadanía americana, que obtuvo en 1939. Pero el interés de Goebbels benefició a su cuñado, Will, a quien el ministro de Propaganda le adjudicó el manejo de tres teatros y cines: uno en Wildflecken, en la zona del Rhön, otro en Oerbecke, y el tercero en Bergen-Belsen. Will contrató a dos colegas para manejar las dos primeras salas, dedicadas al vaudeville, y él se quedó con el teatro de Bergen-Belsen: vivió junto a Elisabeth en un amplio departamento en la parte superior del edificio. No hay más rastros de los Will en los años de guerra. Sólo que vivieron en Bergen-Belsen cuando era un campo militar de entrenamiento, y siguieron allí cuando se convirtió en campo de prisioneros al estallar la Segunda Guerra Mundial. Y seguían allí cuando, en 1940, pasó a manos de las SS y se convirtió en una fábrica de muerte.
Marlene siguió con su carrera exitosa en el cine de Hollywood y supo nada de su hermana. Cuando Estados Unidos entró en guerra, en 1941, tomó parte activa junto a otros actores y actrices: visitó heridos en los hospitales, vendió bonos de guerra: “Me sentía responsable por la guerra declarada por Hitler”, escribió en sus memorias en 1978. Después, como hicieron muchos otros, se dedicó a viajar a los frentes de guerra para entretener a las tropas americanas. Estuvo en todas partes: en Argelia, en el norte de África, donde incluyó una canción que la hizo todavía más famosa: “Lily Marlene”, una vieja tonada muy popular en la Alemania pre nazi. En 1944 viajó a Italia y, en junio, poco antes del desembarco aliado en Normandía, entró a Roma junto a las tropas americanas.
En septiembre, Marlene parecía disfrutar del peligro, fue a cantar para los soldados del general George S. Patton en París. En diciembre, la sorprendió la última ofensiva de Hitler en las Ardenas y estuvo a punto de ser capturada por sus compatriotas. Luego cruzó la frontera alemana con los aliados, llegó a Múnich y le hablaron de su hermana, que estaba en Bergen-Belsen.
Días después del encuentro ante el sorprendido Horwell, y del compromiso de ambas, ayuda por silencio, Elisabeth le escribió: “Gracias por venir hasta aquí. Estoy convencida de que también vas a encontrar a mamá”. Josephine había sobrevivido a la guerra y vivía en la Berlín destruida. Marlene voló hasta el aeropuerto de Tempelhof y se reunió con su madre a quien no veía desde hacía casi una década. Fue una visita oportuna: Josephine murió poco después, en noviembre, mientras Marlene estaba en París y Europa empezaba su reconstrucción. Ese mismo mes, regresó a Bergen Belsen y volvió a ver a su hermana en total secreto.
El acuerdo entre ambas funcionó hasta el fin de sus días, sólo que, pocos años después de terminada la guerra, Elisabeth declaró, afirmó, o dijo y se supo, que consideraba a los nazis gente que, a pesar de todo, habían tenido “integridad moral”. A partir de entonces, Marlene borró de su vida a Elisabeth y empezó a negar tener, o haber tenido, una hermana.
Georg Will, el marido de Elisabeth, hizo lo que muchos simpatizantes y activos nazis hicieron en la posguerra: cambió de bando. Los aliados le permitieron seguir adelante con su cine y teatro, con sus vaudevilles y obritas de tres por cinco, ahora para entretener a los soldados americanos y británicos. Cuando los británicos se retiraron de Bergen-Belsen, cerca de 1950, Georg abrió en Hanover el Metropol-Lichtspiele Cinema, se fue a vivir allá y dejó atrás a su mujer Elisabeth y a Bergen-Belsen. Marlene Dietrich siguió su famosa carrera en el cine de Hollywood. En 1960 volvió a visitar Alemania donde su feroz oposición al nazismo fue tomada como una “traición a su tierra natal”, en contraste con la opinión de los americanos que, en 1947, le habían otorgado la Medalla de la Libertad, la más alta condecoración civil del país.
El 7 de mayo de 1973, exactamente veintiocho años después del encuentro con su hermana en Bergen-Belsen, Elisabeth murió en el incendio de su departamento. Marlene filmó en 1961 una película extraordinaria, con un reparto que le hacía juego: El juicio de Núremberg, con Spencer Tracy, Montgomery Clift, Burt Lancaster, Maximilian Schell, Judy Garland y Richard Widmark, entre otros, dirigidos todos por Stanley Kramer. Marlene representó a la viuda de un general de la Wehrmacht que había sido juzgado y ahorcado como criminal de guerra y que, como muchos alemanes después de 1945, había jurado no saber nada sobre los crímenes nazis contra la humanidad.
Siguió en el mundo del cine y el teatro aún con una salud que le empezó a jugar en contra a partir de sus sesenta años. En 1965 sobrevivió a un cáncer de cuello de útero, padecía de mala circulación, lo que le provocaba dolores en las piernas, que habían sido las más bellas del cine y las más famosas. El 29 de septiembre de 1975 se cayó del escenario durante un recital en Sidney, Australia, y se fracturó el fémur. Ese fue el inicio del fin de su carrera. Al año siguiente murió su esposo, Rudolf Sieber, con quien siguió siempre casada pese a sus vidas rotas y separadas casi a finales de los años 30.
El cine la vio por última vez en una breve aparición en la película protagonizada por la estrella del rock, David Bowie, dirigida por David Hemmings: Marlene cantó la canción principal, faltaría más. Se retiró para siempre a vivir los últimos años de su vida, fueron trece, en su departamento del 12 de la Avenue Montaigne, en París. Pocos la vieron en ese retiro dorado, algunos amigos elegidos, un par de empleados fieles. Vivía casi postrada en la cama. Escribió su biografía y fue una activa militante política que se carteó con Ronald Reagan y con Mikhail Gorbachov.
En 1982 le permitió a su amigo, el gran actor austríaco Maximilian Schell, que filmara un documental sobre su vida. Pero no aceptó aparecer en cámara: sólo se escucharía su voz. Fue la base de una película que recorrió su carrera, con fragmentos de sus filmes más célebres, y ganó varios premios europeos y fue nominada al Oscar como mejor documental.
Marlene Dietrich murió el 6 de mayo de 1992, por una insuficiencia renal, en su piso de París y en su Europa querida y añorada siempre. El funeral fue en la bellísima iglesia de La Madeleine, con su entrada que mira hacia la tumba de Napoleón, hacia Place de la Concorde y hacia la Torre Eiffel. El ataúd, cerrado, cubierto con la bandera de Francia, descansó debajo del altar ante los diplomáticos de los países que habían sido aliados y de la Alemania moderna y unificada; sobre la bandera, un simple ramo de rosas y flores silvestres blancas, enviado por el presidente Francois Mitterrand. Al pie del ataúd, según el estilo militar, brillaban sus medallas: la de la Libertad, de Estados Unidos, y la de la Legión de Honor de la República Francesa. El sacerdote sabía muy bien a quién despedía. Evocó su lucha contra los nazis y dijo a las mil quinientas personas que fueron a decirle adiós a Marlene: “Todos sabían de su vida como gran artista del cine y de la canción. Y todos conocían también su dureza. Vivía como un soldado y le gustaría que la enterraran como un soldado”.
En su testamento, había dejado escrito que quería ser enterrada en Berlín, que era su ciudad natal. El 16 de mayo, diez días después de su muerte, envuelto en la bandera de Estados Unidos, dada su condición de ciudadana de ese país, Marlene viajó por última vez por las calles de su ciudad amada. Llovieron las flores por el camino hacia el cementerio Städtischer Friedhof III, de Schöneberg, cerca de la tumba de su madre y de la que había sido su casa natal.
Una última historia. En aquel documental sobre su vida que produjo, condujo y dirigió Maximilian Schell, amigo íntimo de Marlene, en el que ella no quiso ser filmada pero sí aceptó ser grabada, Schell le preguntó, franco y directo, si tenía o había tenido hermanos. Y Marlene contestó: “No. Ninguno”.
Sobre estas dos palabras, la cámara se abría sobre una foto que había estado en un sitio destacado del departamento de Dietrich, y que había sido retirada horas antes de la llegada de los cineastas. Mostraba a Marlene y a su hermana cuando eran niñas.
Eran dos chicas muy bonitas.