En un país dividido en una confrontación interminable, cuyas causas están ancladas en dos modelos históricos sucesivos, el fracaso es evidente. Urge un cambio de rumbo y un golpe de timón que, es preciso aclarar, no es golpe de Estado, como suele proclamar la retórica oficialista del actual régimen de facto, sino la reconstrucción de las instituciones y del Estado de derecho, y con ella, la reinstauración del hilo constitucional roto. Este no se produjo en 2017 sino que se agravó con las dos sentencias inicuas que eliminaron a favor del ejecutivo toda autonomía del poder legislativo y judicial. Ya desde hace diez años, a la muerte de Chávez el 30 de diciembre de 2012, anunciada el 5 de marzo de 2013, quedó sellada la ilegitimidad de los poderes públicos. Desde entonces, todo cuanto fue proclamado, decidido, decretado e impuesto a partir de enero de 2013, incluida la candidatura presidencial de Maduro siendo vicepresidente encargado, ha sido constitucionalmente nulo de toda nulidad.
A esto se agrega que no ha habido en Venezuela hasta ahora una verdadera democracia exigente. Hubo primero, al derrocamiento del general Marcos Pérez Jiménez, la reorganización de la república con la firma del Pacto de Punto Fijo en una democracia civil representativa que otorgó un fuero especial a los militares y fue construida mediante un populismo de “conciliación de élites”, según la expresión de Juan Carlos Rey: un populismo complaciente estimulado por un Estado dirigista, proteccionista y asistencialista, de estructura clientelar, que aceleró una modernización distorsionada y dependiente, con empresarios conservadores de muy poca capacidad de riesgo, amparados por un Estado rico, el mayor proveedor de empleos, con una economía dual y, a la vez, un proceso de creciente integración a los beneficios democratizadores del desarrollo, en salud, educación, viviendas dignas y de movilidad social. Este proceso modernizador, impulsado por la justicia social y el afianzamiento de principios democráticos como la alternabilidad, sucumbió al descrédito de los partidos políticos, a la corrupción convertida en mecanismo generalizado de participación, al pragmatismo sin escrúpulos que hizo perder el rumbo del bien común y la cohesión social, acentuó la pérdida de credibilidad de los líderes a una población cada vez más desencantada, cada vez más habitante y menos ciudadana, con un Estado de derecho cada vez más precario y un facilismo destructor de la ética pública que desembocó en la anomia moral y en el “vale todo”. Tal crisis del sistema vio surgir una nueva modalidad de populismo, esta vez de “movilización de masas”.
Se impone entonces, por la fuerza de los hechos, una tentativa militar de golpe que fracasa en contra del orden jurídico y constitucional vigentes y luego, por derecho, mediante elecciones, un populismo excluyente, autoritario y personalista, de cuño militarista, demagógico, efectista y manipulador, que desmoronó las instituciones aún no consolidadas, que ha arruinado la economía productiva nacional, que ha hecho del Estado un desertor de sus obligaciones y funciones constitucionales; que ha abandonado a la gente; que ha producido el colapso de servicios públicos e infraestructura por desidia, negligencia y falta de mantenimiento; que ha dejado en la mayor indefensión al ciudadano común, que muere por la inseguridad, el hambre, la desnutrición y las carencias en el sistema público de salud. Se ha vuelto un Estado forajido, una tiranía usurpadora desde las elecciones presidenciales extemporáneas y fraudulentas de mayo de 2018, una cleptocracia kakistocrática que pretende perpetuarse en el poder sin concesiones, que domina las instituciones venezolanas puestas al servicio de una camarilla mafiosa militar civil asociada al crimen organizado transnacional.
Ni populismo complaciente democratizador, ni populismo excluyente militarista y depredador que ha arruinado la república, ambos impulsados por un modelo económico rentista, son el camino para superar la crisis. Dejemos los eufemismos. Las fuerzas democráticas no son meramente opositoras; deben unirse en el propósito común de sacudir la opresión y la barbarie de un régimen que pretende normalizar el horror y hacer claudicar la dignidad de las personas. Negociaciones sí, entre quienes sostienen relaciones asimétricas, para lograr equilibrio mediante facilitadores; no diálogos, porque si no se desarrolla entre iguales no puede tener éxito con quienes nos degradan. Elecciones sí, pero no una farsa electoral, que han anunciado algunos de los personeros del régimen de facto venezolano, Maduro el primero y segundo el que da golpes de mazo a la democracia decente a la que aspiramos cuando dicen: “De aquí no nos sacan ni con votos”. Eliminar sanciones, no de quienes han cometido crímenes de lesa humanidad, han violado brutal y sistemáticamente los derechos humanos, han saqueado el tesoro público, han sido vinculados con el narcotráfico o se han hecho elegir tramposamente, como el mismo Maduro, que anuncia elecciones libres si le quitan las sanciones. Lo cual revela, en palabras del periodista Francisco Olivares, que “poner como condición para aceptar unas elecciones libres en Venezuela eliminar las sanciones internacionales, es admitir que no hay elecciones libres ni independencia en el poder electoral”. Es mostrar que Maduro no respeta la democracia, que no gobierna con separación de los poderes públicos, sino que los domina, y que no cree en negociaciones sino en coaccionar mediante el chantaje.