Hay un par de horas, casi tres, por las mañanas, en que el sol de la frontera no alcanza ni para dar esperanza. Glenys Castro, su hermana Marián, los cinco hijos de ambas, que van desde los seis a los 17 años, y “el abuelo”, Johnny Castillo, tratan de entrar en calor por inercia. Sobreviven. El invierno es duro en Ciudad Juárez, en el norte de México, más para una familia de venezolanos de Maracay, que tiene su termómetro en el mar Caribe. “Anoche quedé sorprendida”, dice Glenys, de 34 años. “¡Las manos, los pies!”. Helados.
Por El País
Son fríos nuevos los de estos días para la familia. El peor de todos, el que sienten cuando les echan del albergue, a las seis de la mañana. Medio dormidas, las mujeres levantan a los chicos de los baños del local, el dormitorio familiar. No tienen ni que abrigarlos: duermen con todo puesto. Afuera todavía es de noche. Salen a la calle y ven —sienten— la hostilidad del lugar. No es solo el frío, es la geografía fronteriza, inhóspita, hecha de abandono, de carros a toda velocidad, de vallas y alambre, de río encerrado. De rechazo.
La familia Castro, que llegó a Juárez esta semana, es parte del flujo creciente de migrantes venezolanos que tratan de alcanzar Estados Unidos por tierra. En los primeros 11 meses del año fiscal 2022, que concluyó en septiembre, las autoridades migratorias de ese país registraron la llegada de 154.000 venezolanos a la frontera sur, un 216% más que en el mismo periodo del año anterior, una cifra récord. Hasta octubre, los ciudadanos del país caribeño podían llegar a EE UU y pedir asilo, situación que les permitía la entrada, ante la imposibilidad de las autoridades de devolverlos o de mandarlos a México, como hacían con los centroamericanos.
Pero todo cambió entonces. En octubre, en mitad del viaje de la familia Castro, México acordó con su vecino norteño que recibiría también a los venezolanos, rechazados, como a los centroamericanos, en virtud del título 42, una vieja directiva de Estados Unidos, resucitada durante el Gobierno de Donald Trump. Esta medida, todavía en vigor, permite rechazar a ciudadanos extranjeros, solicitantes de asilo incluidos, alegando motivos sanitarios, en este caso la pandemia de coronavirus. Aunque la derogación de la directiva parece inminente, la burocracia la mantendrá en vigor, al menos hasta después de Navidad.
Los meses finales del año han sido complicados en la frontera. En noviembre, migrantes venezolanos que empezaban a quedar varados en Ciudad Juárez improvisaron un campamento en la orilla del Río Bravo. Eran en torno a 700. En Estados Unidos, se empezaron a usar expresiones como crisis fronteriza o invasión, capitalizables a nivel político, que poco tenían que ver con los anhelos de los viajeros. A finales de mes, los “desalojaron”, uno de tantos eufemismos del universo migratorio. Desde entonces, algunos han aprovechado cruces clandestinos para pasar al otro lado, pero la mayoría, los que estaban y los que llegan, permanecen en el río, en albergues, o en la calle, sobre todo después del despliegue de la Guardia Nacional, que ha instalado vallas con alambre de espino en la zona.
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