Después de varios años sin conseguir una editorial que se animara a publicarla, la estadounidense Patricia Highsmith tuvo que usar un seudónimo para que no se descubriera que era lesbiana. Olvidada por casi cuatro décadas, hoy se recuerda como la obra más importante de una autora repleta de éxitos, muchos adaptados a la pantalla grande por directores de la talla de Alfred Hitchcock y Todd Haynes.
Por infobae.com
En 1952, cuando la novela Carol de la estadounidense Patricia Highsmith se publicó por primera vez, no llegó a las librerías ni con ese título ni con el nombre real de la autora. El libro -que la escritora había terminado casi cinco años antes pero ninguna editorial de la época se animaba a publicar- apareció como El precio de la sal de Claire Morgan, seudónimo que Highsmith tuvo que adoptar para que no se descubriera que era lesbiana.
Ese mismo año, esa revolucionaria historia de amor entre mujeres vendió más de un millón de copias pero, al agotarse, la editorial decidió cancelar las reimpresiones. Así, El precio de la sal quedó en el olvido hasta 1989, casi cuatro décadas más tarde, cuando -tras el éxito que Highsmith había alcanzado como autora de novelas de suspenso adaptadas a la pantalla grande por astros del cine como Alfred Hitchcock– finalmente se reeditó con el verdadero nombre de la autora y el título con el que se la conocería definitivamente: Carol.
Construida como una novela de suspenso, que luego perfeccionaría en el resto de su obra, la idea de felicidad en Carol está indisolublemente unida a la de peligro. En esta novela, Therese es una joven escenógrafa de 19 años que trabaja como vendedora y Carol es una mujer elegante, sofisticada, divorciada y, claro, mucho mayor. La relación de ambas empieza cuando, Carol entra a la tienda donde trabaja Therese y compra una muñeca para su hija como regalo navideño. Este es el momento en el que cambia el curso de la joven vendedora.
El diario inglés The Sunday Times catalogó a Carol como “la primera novela de tema homosexual que no terminaba trágicamente”, un recurso al que autores y autoras LGBT+ tuvieron que recurrir por décadas para contar ese tipo de historias y no ser víctimas de censura o, dependiendo de su país de origen, algo mucho peor.
Pero en esta novela -adaptada en 2015 a la pantalla grande por Todd Haynes, con Cate Blanchett como Carol y Rooney Mara como Therese- la fragilidad de la felicidad es uno de los temas principales, obsesión que siguió explorando hasta sus últimos libros.
Tal vez por su revolucionario final feliz, tal vez por la reivindicación de los derechos LGBT+ que no paró de crecer en las últimas décadas, esta, la única novela de amor de Patricia Highsmith, destronó a todos sus libros de suspenso con los que había alcanzado la fama mundial y se posicionó como la más importante dentro de su monumental obra.
Así empieza “Carol”, de Patricia Highsmith
Era la hora del almuerzo y la cafetería de los trabajadores de Frankenberg estaba de bote en bote.
No quedaba ni un sitio libre en las largas mesas, y cada vez llegaba más gente y tenían que esperar detrás de las barandas de madera que había junto a la caja registradora. Los que ya habían conseguido llenar sus bandejas de comida vagaban entre las mesas en busca de un hueco donde meterse o esperando que alguien se levantara, pero no había sitio. El estrépito de platos, sillas y voces, el arrastrar de pies y el zumbido de los molinillos entre aquellas paredes desnudas sonaba como el estruendo de una sola y gigantesca máquina.
Therese comía nerviosa, con el folleto de «Bienvenido a Frankenberg» apoyado sobre una azucarera frente a ella. Se había leído el grueso folleto durante la semana anterior, el primer día de prácticas, pero no tenía nada más que leer, y en aquella cafetería sentía la necesidad de concentrarse en algo. Por eso volvió a leer lo de las vacaciones extra, las tres semanas que se concedían a los que llevaban quince años trabajando en Frankenberg, y comió el plato caliente del día, una grasienta loncha de rosbif con una bola de puré de patatas cubierta de una salsa parduzca, un montoncito de guisantes y una tacita de papel llena de rábano picante.
Intentó imaginarse cómo sería haber trabajado quince años en Frankenberg, pero se sintió incapaz. Los que llevaban veinticinco años tenían derecho a cuatro semanas de vacaciones, según decía el folleto. Frankenberg también proporcionaba residencia para las vacaciones de verano e invierno. Pensó que seguro que también tenían una iglesia, y una maternidad. Los almacenes estaban organizados como una cárcel. A veces la asustaba darse cuenta de que formaba parte de aquello.
Volvió rápidamente la página y vio escrito en grandes letras negras y a doble página: «¿Forma usted parte de Frankenberg?»
Miró al otro lado de la estancia, hacia las ventanas, e intentó pensar en otra cosa. En el precioso jersey noruego rojo y negro que había visto en Saks y que le podía comprar a Richard para Navidad, si no encontraba una cartera más bonita que la que había visto por veinte dólares. O en la posibilidad de ir en coche a West Point con los Kelly el domingo siguiente a ver un partido de hockey. Al otro lado de la sala, el ventanal cuadriculado parecía un cuadro de, ¿cómo se llamaba?, Mondrian. En una de las esquinas de la ventana, un cuadrante abierto mostraba un trozo de cielo blanco. No había ningún pájaro dentro ni fuera. ¿Qué tipo de escenografía habría que montar para una obra que se desarrollara en unos grandes almacenes? Ya había vuelto otra vez a la realidad.
«Pero lo tuyo es muy distinto, Terry», le había dicho Richard. «Estás convencida de que dentro de una semana estarás fuera y en cambio las demás no.» Richard le dijo que el verano siguiente quizá estuviera en Francia. Quizá. Richard quería que ella le acompañara y en realidad no había nada que le impidiera hacerlo. Y Phil McElroy, el amigo de Richard, le había escrito para decirle que el mes siguiente podía conseguirle trabajo con un grupo de teatro. Therese todavía no conocía a Phil, pero no confiaba en que le consiguiera trabajo.
Llevaba desde septiembre pateándose Nueva York, una y otra vez y vuelta a empezar. No había encontrado nada. ¿Quién iba a darle trabajo en pleno invierno a una aprendiza de escenógrafa en los inicios de su aprendizaje? La idea de ir a Europa con Richard el verano siguiente tampoco parecía muy real. Sentarse con él en las terrazas de los cafés, pasear con él por Arles, descubrir los lugares que había pintado Van Gogh. Richard y ella parándose en las ciudades para pintar. Y en aquellos últimos días, desde que había empezado a trabajar en los grandes almacenes, aún le parecía menos real.
Ella sabía muy bien qué era lo que más le molestaba de los almacenes. Era algo que no podía explicarle a Richard. En los almacenes se intensificaban las cosas que, según ella recordaba, siempre le habían molestado. Los actos vacíos, los trábalos sin sentido que parecían alejarla de lo que ella quería hacer o lo lo que podría haber hecho… Y ahí entraban los complicados procedimientos con los monederos, el registro de abrigos y los horarios que impedían incluso que los empicados pudieran realizar su trabajo en los almacenes en la medida de sus capacidades. La sensación de que todo el mundo estaba incomunicado con los demás y de estar viviendo en un nivel totalmente equivocado, de manera que el sentido, el mensaje, el amor o lo que contuviera cada vida, nunca encontraba su expresión verdadera.
Le recordaba conversaciones alrededor de mesas o en sofás con gente cuyas palabras parecían revolotear sobre cosas muertas e inmóviles, incapaces de pulsar una sola nota con vida. Y cuando uno intentaba tocar una cuerda viva, lo hacía mirando con la misma expresión convencional de cada día y sus comentarios eran tan banales que era imposible creer que fuese siquiera un subterfugio. Y la soledad aumentaba con el hecho de que, día tras día, en los almacenes siempre se veían las mismas caras. Unas pocas caras con las que se podía haber hablado, pero con las que nunca se llegaba a hablar o no se podía. No era igual que aquellas caras del autobús, que parecían hablar fugazmente a su paso, que veía una sola vez y luego se desvanecían para siempre.
Todas las mañanas, mientras hacía cola en el sótano para fichar, sus ojos saltaban inconscientemente de los empleados habituales a los temporales. Se preguntaba cómo había aterrizado allí -por supuesto habla contestado un anuncio, pero eso no servía para justificar el destino-, y qué vendría a continuación en vez del deseado trabajo como escenógrafa. Su vida era una serie de zigzags. A los diecinueve años estaba llena de ansiedad.
«Tienes que aprender a confiar en la gente, Therese, recuérdalo», le habla dicho la hermana Alicia. Y muchas, muchas veces, Therese había intentado hacerle caso.
– Hermana Alicia -susurró Therese con cuidado, sintiéndose reconfortada por las suaves sílabas.
Therese vio que el chico de la limpieza venía en su dirección, así que se enderezó y volvió a coger el tenedor.
Todavía recordáis la cara de la hermana Alicia, angulosa y rojiza como una piedra rosada iluminada por el sol, y la aureola azul de su pechera almidonada. La figura huesuda de la hermana Alicia apareciendo por una esquina del salón, o entre las mesas esmaltadas de blanco del refectorio. La hermana Alicia en miles de lugares, con aquellos ojillos azules que la encontraban siempre a ella entre todas las demás chicas y la miraban de un modo distinto. Therese lo sabia. Aunque los finos y rosados labios siguieran siempre igual de firmes. Todavía recordaba a la hermana Alicia en el día de su octavo cumpleaños, dándole sin sonreír los guantes de lana verde envueltos en un papel de seda, ofreciéndoselos directamente, sin apenas una palabra. La hermana Alicia diciéndole con los mismos labios firmes que tenía que aprobar aritmética. ¿A quién más le importaba que ella aprobase aritmética?
Durante años, Therese había conservado los guantes verdes en el fondo de su armarito metálico del colegio, mucho después de que la hermana Alicia se fuera a California. El papel de seda se habla quedado lacio y quebradizo como un trapo viejo y ella no habla llegado a ponerse los guantes. Al final, se le quedaron pequeños.
Alguien movió la azucarera y el folleto se cayó. Therese miró las manos que tenia enfrente, unas manos de mujer, regordetas y envejecidas, sujetando temblorosas el café, partiendo un panecillo con trémula ansiedad y mojando glotonamente la mitad del mismo en la salsa parduzca del plato, idéntica a la de Therese. Eran una manos agrietadas, con las arrugas de los nudillos negruzcas, pero la derecha lucía un llamativo anillo de plata de fantasía, con una piedra verde claro, y la izquierda, una alianza de oro. En las uñas había restos de esmalte. Therese vio cómo la mano se llevaba hacia arriba un tenedor cargado de guisantes y no tuvo que mirar para saber cómo sería la cara. Sería igual que todas las caras de las cincuentonas que trabajaban en Frankenberg, afligidas con una expresión de perenne cansancio y de terror, los ojos distorsionados tras unas gafas que los agrandaban o empequeñecían, las mejillas cubiertas de un colorete que no lograba iluminar el tono gris de debajo. Therese se sintió incapaz de mirarla.
– Eres nueva, ¿verdad? -La voz era aguda y clara en medio del estrépito general. Era una voz casi dulce.
– Sí -dijo Therese levantando la vista. Entonces recordó aquella cara. Era la cara cuyo cansancio le había hecho imaginar todas las demás caras. Era la mujer a la que Therese había visto una tarde, hacia las seis y media, cuando los almacenes estaban casi vacíos, bajando pesadamente las escaleras de mármol desde el entresuelo, deslizando sus manos por la amplia balaustrada de mármol, intentando aliviar sus encallecidos pies de una pane del peso. Aquel día Therese pensó: «No está enferma ni es una pordiosera. Simplemente trabaja aquí.»
-¿Qué tal te va todo?
Y allí estaba la mujer, sonriéndole, con las mismas y terribles arrugas bajo los ojos y en torno a la boca. En realidad, en ese momento sus ojos parecían más vivos y afectuosos.
-¿Qué tal te va todo? -volvió a repetir la mujer porque a su alrededor había una gran confusión de voces y vasos.
Therese se humedeció los labios.
-Bien, gracias.
-¿Te gusta estar aquí?
Therese asintió con la cabeza.
-¿Ha terminado? -Un hombre joven con delantal blanco agarró el plato de la mujer con ademán imperativo.
La mujer hizo un gesto trémulo y desmayado. Atrajo hacia sí el plato de melocotón en almíbar. Los melocotones, como viscosos pececillos anaranjados, resbalaban bajo el canto de la cuchara cada vez que intentaba hacerse con ellos, hasta que al fin logró coger uno y comérselo.
– Estoy en la tercera planta, en la sección de artículos de punto. Si necesitas algo… -dijo la mujer con nerviosa incertidumbre, como intentando pasarle un mensaje antes de que las interrumpieran o separaran-. Sube alguna vez a hablar conmigo. Me llamo señora Rohichek, señora Ruby Robichek, quinientos cuarenta y cuatro.
– Muchas gracias -dijo Therese. Y, de pronto, la fealdad de la mujer se desvaneció, detrás de las gafas sus ojos castaños y enrojecidos parecían amables e interesados en ella. Therese sintió que el corazón le latía, como si de repente cobrara vida. Miró cómo la mujer se levantaba de la mesa y su corta y gruesa figura se alejaba hasta perderse entre la multitud, que esperaba detrás de la barandilla.
Therese no fue a ver a la señora Robichek, pero la buscaba cada mañana cuando los empleados entraban en el edificio hacia las nueve menos cuarto, y la buscaba en los ascensores y en la cafetería. No volvió a verla, pero era agradable tener a alguien a quien buscar en los almacenes. Hacía que todo fuese muy distinto.