El hijo que nació como “repuesto” por si le pasaba algo a su hermano conmueve al mundo con sus memorias. Un repaso por el libro de un personaje muy del siglo XXI. ¿Cuenta más de lo que queremos saber?
“Los pandas y las personas reales por igual” -escribió Hilary Mantel en 2013- “son caros de conservar y están mal adaptados a cualquier entorno moderno. Pero, ¿no son interesantes? ¿No son agradables a la vista? Algunas personas los encuentran entrañables; otras los compadecen por su precaria situación; todo el mundo se queda mirándolos, y por muy aireado que sea el recinto que habitan, sigue siendo una jaula.”
Por Infobae
Supongamos ahora que uno de esos pandas intenta salir de su jaula en busca de bambú fresco. Así comienza la odisea del príncipe Harry, duque de Sussex, que técnicamente sigue siendo príncipe y duque y aún quinto en la línea de sucesión al trono británico, pero que ha dado la espalda a la monarquía por el bien de la mujer que ama. Un gesto de la vieja escuela que lo sitúa a la altura de su tío tatarabuelo Eduardo VIII, sólo que la forma en que lo ha hecho es tan claramente del siglo XXI: una peregrinación autojustificativa y multiplataforma -Non Mea Culpa, podría llamarse- que ha pivotado desde una entrevista con Oprah a una serie documental de Netflix y que ahora culmina -o, más bien, cobra fuerza- con un nuevo libro de memorias, Spare. En la sombra.
El título, por si te lo estás preguntando, es el apodo que recibió Harry en su infancia. Iba a ser el segundo hijo “de repuesto” del “Heredero”, su hermano mayor Guillermo, futuro Príncipe de Gales. “Yo era la sombra”, escribe ahora, “el apoyo, el Plan B. Me trajeron al mundo por si le pasaba algo a Willy”. Y si alguna vez dudaste de que eso es una receta para el resentimiento, aquí tienes más de 400 páginas para ponerte en lo cierto.
Al igual que Harry, el libro es bonachón, rencoroso, humorístico, santurrón, autocrítico y prolijo. Y, de vez en cuando, desconcertante. Se responden más preguntas sobre el niño pequeño del Príncipe de las que jamás se te hubiera ocurrido hacer. (Y si te preguntas con quién perdió Harry la virginidad, fue con una mujer mayor a la que “le gustaban mucho los caballos y me trataba como a un joven semental. Un paseo rápido, después del cual me daba una bofetada en la grupa y me mandaba a pastar”).
Escrito en colaboración con J.R. Moehringer, que contribuyó a que las memorias de Andre Agassi fueran tan memorables, el libro ofrece viñetas de la realeza entre bastidores (la Reina batiendo aderezo para ensaladas, Carlos haciendo la vertical en calzoncillos). El espíritu de la princesa Diana aparece en un leopardo de Botsuana, en un zorro de Eton, en un cuadro de Tyler Perry e incluso en los planes de boda de Carlos y Camilla. No hay duda de que la muerte de su madre en 1997 sigue siendo la herida más profunda en la psique de Harry, que ahora tiene 38 años, y los pasajes más conmovedores del libro muestran a su yo de 12 años luchando por hacer el duelo en público. Sólo lloró una vez, junto a su tumba, y nunca más volvió a hacerlo, y pasó años aferrándose a la teoría de que ella simplemente se había escondido.
Se convirtió en un estudiante indiferente y un consumidor de drogas recreativas, conocido varias veces como “el travieso” y “el estúpido”. (¿En qué estaba pensando cuando se puso un uniforme nazi en una fiesta de disfraces? “En nada”.) Dos períodos de combate le dieron cierta confianza antes de instalarse en la surrealista vida de un miembro de la realeza: “este interminable Truman Show en el que casi nunca llevaba dinero, nunca tuve coche, nunca llevé la llave de casa, ni una sola vez hice un pedido por Internet, nunca recibí una sola caja de Amazon, casi nunca viajé en subte”. Las relaciones que forjó no pudieron sobrevivir a la presión de los “paparazzi” de los tabloides, que le perseguían a cada paso. “La fama real”, concluyó, “era un cautiverio de lujo”.
Entra, como sabes que debe hacer, Meghan.
A estas alturas, las etapas de su romance están al alcance de cualquiera que se interese: el avistamiento en Instagram, la cita para cenar, la semana en una tienda de campaña en Botsuana. También lo está el maltrato que recibió Markle por parte de los medios británicos, una mezcla tóxica de racismo y misoginia que con demasiada frecuencia, dice Harry, no fue contestada por el Palacio de Buckingham. No es de extrañar, ya que el personal del palacio o bien inventaba las historias o bien cortejaba activamente a los periodistas que estaban detrás de ellas. “La oficina de papá, la oficina de Willy”, humea Harry, “permitiendo a estos demonios, si no colaborando abiertamente”.
“Cariño”, le aconseja su padre, “no lo leas”. No era una opción para Harry, que era, según él mismo admitía, “innegablemente adicto” a la lectura y se enfurecía con su propia cobertura mediática. Pero cuando decidió alejarse de sus obligaciones reales, la rabia volvió a apoderarse de él: Guillermo, según una anécdota ya muy difundida, le agarró por el cuello y le tiró al suelo. Despojados de su asignación real y, finalmente, de su equipo de seguridad, Harry y Meg huyeron primero a Canadá antes de establecerse en Estados Unidos o, como Harry lo llama con descaro, “el país por descubrir, de cuya frontera ningún viajero regresa”.
Así que conócelos en su versión actual: siguen siendo guapísimos, padres de dos hijos guapísimos y también, como el autor admite con tacto, recurren a “asociaciones corporativas” para “destacar las causas que nos preocupan, contar las historias que consideramos vitales y pagar nuestra seguridad”. Y para pagar nuestra seguridad”. En un tono más apesadumbrado: “Amo a mi madre patria, y amo a mi familia, y siempre lo haré. Sólo desearía que, en el segundo momento más oscuro de mi vida, ambos hubieran estado a mi lado”.
Sin embargo, de un modo perverso, ellos estuvieron ahí para él, y él para ellos. La marca que él y Meghan han cultivado con tanto esmero depende por completo de la marca de la que se desprendieron tan públicamente. Con cada bocado de escándalo palaciego que lanzan al ciclo de noticias, alimentan a la bestia que deploran, y nunca acabará y, por el bien de los Windsor, nunca puede acabar porque eso significaría que nuestro interés por ellos se ha agotado. Uno acaba casi añorando los días en que los miembros de la realeza se envenenaban unos a otros o libraban una guerra civil. Por lo menos, se lo sacaban de encima.