Pero no es así, se trata de que en el marco de la dimensión cultural de la tragedia humanitaria en la que estamos imbuidos, y a la cual me referí en mi artículo del pasado 26 de diciembre del 2022, el proceso de gobernanza de la sociedad, los valores ciudadanos que la sostienen, se entrelazan muy de cerca con los modelos de conducción existentes en las sociedades.
Una sociedad conducida por instituciones, en base a un marco normativo emanado de parlamentos ortodoxamente democráticos ofrece una predictibilidad y una seguridad capaz de garantizar paz, bienestar y respeto a los derechos humanos. En cambio, una sociedad sin instituciones o con instituciones débiles, dirigidas por personajes mesiánicos y arbitrarios es presa fácil de la arbitrariedad, violadora de los derechos humanos y muy comúnmente pobre. Son sociedades inestables, con mayores niveles de violencia y corrupción y por lo tanto limitadas en sus niveles de desarrollo económico y equidad.
Vale decir el tipo de actores tiene mucho que ver con la conducción de la vida política, pero, además, su existencia está en estrecha relación con los niveles culturales y educativos de su población.
Por ello es menester que examinar el perfil del liderazgo existente en sociedades con instituciones o las que carecen de ellas. Entendiendo por liderazgo el nivel de confianza que una sociedad deposita en uno o varios de sus conductores políticos, intelectuales, religiosos o sociales para conducir su propia existencia.
Para nadie es un secreto que el ascenso al poder de “la revolución bolivariana” terminó por expandir los niveles de subyacentes en nuestra sociedad de caudillismo y mesianismo. El poder fue asumido por un grupo de personas profundamente impregnados por valores autoritarios, derivados de elementos ideológicos y por un militarismo heredado de la primera etapa del siglo XX.
La añoranza de un militar al frente del gobierno, por el agotamiento de la política democrática de finales del siglo pasado, abrieron el paso para el arribo al poder de un contingente de militares que asumieron el gobierno con los parámetros de conducción típico de los cuarteles. A partir de ese momento, tanto los equipos del gobierno, como las formas de la gestión se militarizaron.
El lenguaje en boga tenia su origen en la jerga de los cuarteles. Palabras como: “mi comandante en jefe”, “misiones”, “guerra”, “estado mayor” “batalla”, “soldados”, “estrategia” “batallones” “jefes”, “geometría del poder”, “enemigo”, “escuálido”, “hasta la victoria siempre”, entre otras tantas, se convirtieron en parte del lenguaje cotidiano en los medios de comunicación y en el discurso político.
El lenguaje militar, las formas de su conducción impactaron de forma directa la vida política. Más de cuatro décadas de conducción civil se dejaron de lado. Y las nuevas formas sirvieron para apalancar un estilo de conducción que muchos han asumido como normal. De modo que en pleno siglo XXI la conducción de la vida publica no se da en función de las competencias establecidas en la constitución y la ley, siguiendo los parámetros de la ética, la persuasión y la convicción, sino sobre la tesis de la orden emanada por el jefe, la cual debe cumplirse sin posibilidad alguna de ser examinada, en ninguna de sus facetas.
Esa conducta se refuerza con un exacerbado culto a la personalidad. El culto y la alabanza a quien ejerce el poder es típico de todos los regímenes autoritarios. De esa forma se refuerza el caudillismo. En estos tiempos del socialismo bolivariano hemos apreciado en todas sus formas ese culto a la personalidad. Convertir a Chávez en una especie de semi Dios. La colocación y promoción de su imagen en todas partes, sus ojos, su voz y sus lemas son parte de esa desviación. Ahora asistimos a ese culto en la figura del actual ocupante de Miraflores. El super bigote no es otra cosa que una forma de reforzar ese culto al caudillo.
Lo grave es que esa cultura ha permeado a sectores políticos distintos a los de la revolución. Nuestros partidos políticos derivaron en una replica del modelo caudillista, Su “liderazgo” no es el derivado de una decisión libre y autónoma de sus integrantes. La jefatura deriva de un ejercicio arbitrario de sus posiciones, llegando a producirse fracturas, purgas y marginaciones para quienes en su seno se atrevan a exigir dirección colegiada apegada al orden jurídico o elección transparente de sus autoridades. El caudillismo decimonónico también contaminó a lo que debería ser su antípoda.
Esta situación ha generado un daño profundo a la vida democrática. La democracia como forma de vida ha ido desapareciendo no solo por el comportamiento autoritario del gobierno, sino por el igualmente antidemocrático de nuestros partidos opositores. Una tarea que debemos asumir los demócratas es hacer lo que predicamos. Si creemos en la democracia estamos en la obligación de comportarnos democráticamente. En consecuencia, nuestras organizaciones; vale decir los partidos, los gremios, los sindicatos, las universidades, entre otras, deben vivir los principios y las reglas de la democracia.
Los ciudadanos nos exigen autenticidad. Debemos demostrar que somos tolerantes, respetuosos con todos, incluidos los competidores y adversarios, pero sobre todo que debemos conducirnos en nuestras organizaciones con los principios y valores de la democracia.
Cuando esos parámetros no se cumplen. Cuando en la oposición política se niega la democracia, se pierde el sentido de instituciones, y se impone el caudillismo abusivo, surgen las rupturas y se pierde la confianza. Estos comportamientos han facilitado la continuidad del régimen socialista. Por ello es fundamental abandonar la cultura caudillista y asumir la de la conducción democrática. Necesitamos lideres auténticos, no caudillos primitivos en la conducción de la vida pública. Ello permitirá avanzar más rápida y eficientemente hacia la restauración de la democracia.
Caracas, lunes 30 de enero de 2023