Al abrir la puerta, la asustó el silencio de la habitación. Intentó engañarse, trató, en ese breve segundo, de creer que la cantante estaba durmiendo una tardía siesta.
Por Infobae
Apenas sintió el agua quemándole los tobillos y las pantorrillas, al ingresar al living de la habitación del lujoso hotel, supo que todo finalmente había terminado. No sintió angustia, ni se desesperó. Una agria resignación recorrió su cuerpo, un dolor sordo.
Mientras caminaba hacia el baño, de ahí provenía el agua que ya alcanzaba los diez centímetros por sobre la alfombra, creyó estar viviendo un déjà vu. Sólo que esto no había sucedido antes, no al menos con estas consecuencias irreversibles. Pero cada noche, cuando la estrella dejaba de estar a su cuidado, la asistente imaginaba que su siguiente día laboral sería como estaba siendo este.
Al abrir la puerta del baño, una pequeña ola de agua hirviendo la salpicó hasta el borde de los muslos.
En el jacuzzi rebalsado, boca abajo, flotaba el cuerpo desnudo de la cantante. Sin vida.
La asistente llamó, sin desesperación, sin levantar la voz, apenas con algunas lágrimas atragantadas a la recepción del hotel. Avisó que se trataba de una emergencia. Dudó entre pedir que acudiera la policía o una ambulancia. “Vengan rápido, por favor”, pidió. “Creo que Whitney Houston está muerta”.
Ese atardecer del 12 de febrero de 2012 en el Beverly Hotel, cuando los paramédicos y la policía subieron a la habitación del cuarto piso en la que se alojaba la estrella de la canción, encontraron rastros, en cada metro cuadrado del departamento, que hicieron innecesario esperar la autopsia y el informe toxicológico para averiguar cuáles fueron las causas de la muerte de la mujer de 48 años.
Un plato con una sustancia en polvo de color blanco, marihuana, una cuchara quemada con restos que parecían haber sido de metanfetaminas, dos decenas de frascos con medicinas legales (calmantes, relajantes musculares, Xanax y otros).
Whitney Houston murió antes de los cincuenta años. Sin embargo, su carrera artística hacía veinte años que no conocía el éxito que la había acompañado en sus primeros años. Su caída, previsible, pública y muchas veces morbosamente acompañada por la prensa y el público, había durado dos dolorosas décadas.
La aparición de la cantante había sido fulgurante. Su primer disco llegó al número uno de los rankings y fue la primera cantante femenina en tener siete singles número uno consecutivos en el chart de Billboard: Saving all my love for you, How will I know, Greatest love of all, I’m gonna dance with somebody, Didn’t we almost have it all, So emotional, Where do broken hearts go. Una seguidilla impecable y asombrosa. Pero ¿de dónde había surgido este fenómeno que parecía llegar para adueñarse del mundo del pop por décadas (en el competitivo y poblado pop de los 80)?
Su madre era Cissy Houston, cantante gospel, de una técnica exquisita, con experiencia en el mundo del soul, había hecho coros para Aretha Franklin, Gladys Knight y otras divas de la música negra. Su prima era Dionne Warwick. Y sus madrinas eran nada menos que Aretha Franklin y Darlene Love.
En una de las primeras entrevistas televisivas, el conductor del show luego de enumerar todas estas conexiones familiares, le preguntó a Whitney: “¿Y tu abuelo quién es? ¿Duke Ellington?”.
Pero Whitney era mucho más que este linaje perfecto. Había cantado en su iglesia desde muy chica, había acompañado a la madre en muchas de sus presentaciones y hasta la había reemplazado en alguna oportunidad. Cissy Houston quiso que su hija terminara el colegio antes de encarar una carrera artística. Al salir del colegio Whitney comenzó a dar shows en pequeños clubes nocturnos. La voz se corrió muy rápido y los cazatalentos comenzaron a seguirla noche a noche.
La experiencia de la madre en el mundo del espectáculo hizo que no se precipitaran. Cissy, exigente, quería para su hija todo el éxito que ella no pudo vivir (el éxito en ese mundo se vive, se inscribe en el cuerpo).
Las distintas compañías mejoraban las ofertas cotidianamente hasta que se inclinaron por la de Arista. Clive Davis, dueño y CEO de la discográfica, tenía antecedentes dorados en esto de descubrir talentos. En su foja se contabilizaban Janis Joplin, Santana, Bruce Springsteen y Aerosmith entre otros. Davis supo que tenía que conseguir contratar a esa chica de 20 años que una noche la escuchó cantar para 30 personas que no le prestaban demasiada atención en un club nocturno de Los Ángeles.
Esa noche Whitney cantó Greatest love of all (que luego grabaría en su primer LP), un tema que George Benson había compuesto 10 años antes para una biopic De Muhammad Ali (de ahí el “greatest”, apelativo que acompañaba siempre al boxeador). El tema en su versión original parecía una buena balada de Stevie Wonder -lo cual, se sabe, constituye un gran elogio. Pero excepto un paso fugaz por los charts negros no había tenido demasiada repercusión. Whitney recuperó esa canción y la llevó hasta alturas inimaginables. Su voz al frente, la pasión de los 20 años y una sabiduría ancestral que parecía acompañarla en el escenario y habitar en sus cuerdas vocales. Esa misma noche Whitney Houston se convirtió en artista de Arista Records.
Sus rivales en esos años eran pesos pesados. Madonna, Prince, Michael Jackson. Pero esta chica con sus dos primeros discos arrolló con los récords. Su voz era prodigiosa, un instrumento natural perfecto. Pero era mucho más que eso. Parecía saberlo todo. El entrenamiento de Cissy había sido eficaz. Tenía presencia escénica, simpatía, bailaba. A su don (sobre) natural le añadía una técnica depurada. No era un talento salvaje. Podía llegar a cualquier nota y mantenerla por el tiempo que fuera necesario. Era el crossover que el mercado y el público esperaban. Estaba el sentimiento del soul, la fuerza del R&B, la ligereza y la alegría del pop.
Apenas apareció los especialistas la ubicaron en las grandes ligas, con los intérpretes incomparables. Sinatra, Aretha Franklin, Ella Fitzgerald. Whitney Houston, con su voz magnética, jugaba en esa liga, la Liga de la Justicia
Todo lo que cantaba se convertía en oro. Antes de un Super Bowl interpretó Star Spangled Banner, el himno norteamericano. Fue una actuación conmocionante. Su versión llegó a estar top 20. El tercer disco, I’m your baby tonight, tuvo un éxito más moderado.
La vara estaba demasiado alta y ella no se conformó. Había intentado un ligero cambio de estilo. Quería regresar a sus raíces, hacer música negra, eliminando algunos componentes de producción pop. Las canciones eran algo más débiles que su repertorio anterior.
Al año siguiente todo cambiaría. Por primera vez incursionó en el cine. El guardaespaldas se convertiría en un éxito global que, aunque parezca mentira, superó con creces el que había conseguido con sus dos primeros álbumes.
La película no es gran cosa. Una historia convencional protagonizada por dos figuras fuertes como Whitney y Kevin Costner. La historia de amor interracial en el mainstream, el beso final (¡ALERTA SPOILER!) con descenso del avión a último momento tienen su impacto. Pero el punto de quiebre es la canción principal del film. Un viejo tema country de Dolly Parton que Costner sugirió al enterarse de que el tema elegido originalmente, What becomes of the broken hearted, un cover de una gran balada soulera cantada por Jimmy Ruffin había sido seleccionado como tema principal de la película Tomates verdes fritos.
También se le atribuye al actor la mejor decisión de producción musical de los primeros noventa: la ausencia de producción, de máquinas y de acompañamiento. El productor de la banda sonora, David Foster, pensó que era una pésima idea y un suicidio comercial. “¿Qué radio pasaría una canción en la que los primeros 45 segundos son a capella?”, argumentó con cierta lógica. Sin embargo, Costner y Houston insistieron. Apenas tuvo que cantar una sola vez para que Foster y todos los que estaban en el estudio asumieran que la única versión posible del tema era esa. La voz perfecta, desnuda, al frente, con toda la pericia técnica realzándola.
La canción y el álbum batieron récords de ventas. Fue un éxito global descomunal. Fue el último gran éxito de Whitney. De allí sólo caería, de manera constante y dolorosa, por los siguientes 20 años. Su voz se iría esfumando, su figura pública desdibujándose, su talento debilitándose, su salud quebrantándose, su vida privada desgajándose y su dependencia a las drogas aumentando sideralmente.
Los premios Soul Train de 1989 (los principales de la música negra en ese entonces) fueron un punto de quiebre en su vida. Por un lado, al ser mencionada en una categoría fue abucheada por el público que consideraba que se había vendido y que había olvidado sus raíces: “Whitey” (blanquita) Houston la llamaban.
Por el otro, esa misma noche conoció al que sería su esposo, el cantante Bobby Brown. Ex integrante de New Edition, Brown tenía gran éxito como solista en ese tiempo con su tema My prerrogative. Chico malo, provocador, algo soez. A partir de esa noche no se separarían por años. La relación fue tempestuosa y ambos terminaron perdidos en las drogas y en las peleas permanentes. Las carreras artísticas de los dos no volvieron a conocer el esplendor.
Muchos culpan de la caída de Whitney a Bobby Brown. Otros responsabilizan a su madre y a la competencia sorda entre ambas. También figuran en la lista de causas alegadas: la salida de Clive Davis de Arista, las malas compañías, un padre con alma de gigoló, un abuso sexual sufrido en manos de su prima Dee Dee Warwick o la cercanía de Robyn Crawford.
Las causas, culpables y justificaciones se amontonan. Lo cierto es que esos 20 años de excesos, papelones, incumplimientos y coqueteo con la desgracia le pertenecen a Whitney.
Robyn Crawford era una amiga de la infancia de Whitney, que se convirtió en su colaboradora y en el personaje más importante de su entorno durante las giras. Los diarios sensacionalistas, a fines de los 80, comenzaron a hablar de una relación lésbica entre la cantante y su amiga. Todo parece indicar que era cierto. Los allegados a Whitney, sus hermanos y hasta Bobby Brown se niegan a hablar de Robyn y a confirmar la relación.
La acusan genéricamente y la insultan (esto se ve con claridad en Whitney, el buen documental biográfico que subió Netflix a su plataforma). Brown llegó a declarar que mientras él estaba enamorado, Whitney lo utilizó para blanquear su imagen ante la prensa. La diva, según él, necesitaba un marido y una hija para que los rumores se disiparan. En las giras en que convivieron Robyn y Bobby las peleas entre ellos fueron épicas. Lo cierto es que mientras Robyn estuvo en el entorno de Whitney, su carrera se manejó profesionalmente y su vida personal no había dado señales del desmadre posterior.
El despeñamiento fatal se desató con su salida. Robyn Crawford además fue la única actriz de reparto en la historia de la vida de Whitney que tuvo una actitud digna en estos años. Casada con Lisa Hintelmann, no ha hecho declaraciones sobre Whitney, no cargó de responsabilidades a nadie y se negó a participar en los documentales biográficos sobre la cantante. Su silencio parece honrar la memoria de Whitney.
Luego vendrían los 20 años de dolor, excesos y descenso. Su nombre era habitué en los titulares de la prensa amarilla. Las peleas con Bobby Brown, los arrestos e infidelidades de este, los shows erráticos, las funciones suspendidas, los discos mediocres, las entrevistas televisivas desafiantes, la voz que pierde brillo y se va apagando.
En el medio de ese aquelarre de gritos, violencia familiar, insania y drogas crecía Bobbi Kristina, la hija del matrimonio. Ella también tuvo un final trágico y, debido a su edad, mucho más terrible. Fue como si la joven fuera una alpinista que iba atada a otro que por encima de ella guía la escalada por la ladera escarpada; si el de adelante se cae, es inevitable que poco después arrastre a los que están debajo de él. Ese parece haber sido el destino de Bobbi Kristina quien a los 22 años fue hallada inconsciente en la bañera de su casa con una sobredosis de drogas. Igual que su madre. Murió en 2015 luego de estar seis meses en coma.
La biopic I Wanna dance with somebody, estrenada en diciembre de 2022, intenta explicar la compleja historia de esa niña que cantaba en el coro de New Jersey y un día se convirtió en una estrella acosada por las adicciones. “La parte más difícil de interpretar a Whitney Houston es interpretar a Whitney Houston. Nuestro objetivo fue celebrar a Whitney por lo que fue: cantante, productora, actriz, ícono de la moda y persona. La película es una carta de amor a Whitney”, detalló Naomi Ackie, la actriz que buscó mostrar todas sus luces y sus sombras de la cantante.
La conducta errática de Whitney en sus últimos largos años tuvo millones de testigos. Tuvo que suspender apariciones en los Oscar, en la inducción al Salón de la Fama del Rock de Clive Davis y cancelar decenas de conciertos. Algún tabloide sacó en tapa una foto escalofriante del baño de la estrella: derruido, con restos de drogas en diversos platos, la suciedad y el abandono en cada rincón.
Durante la grabación de la banda de sonido de Waiting to exhale tuvo que ser internada de urgencia por una sobredosis. Varios tratamientos de rehabilitación fracasaron. Se vanaglorió ante la periodista Dianne Sawyer de que ella no se drogaba con crack porque eso era “cosa de pobres”.
La maquinaría intentó seguir funcionando. Le organizaron giras con las que no pudo cumplir. Shows en los que su estado era lamentable y su voz parecía haberse ido para siempre, un graznido triste y ronco, desganado y desafinado. Como si fuera una parodia triste de lo que había sido.
La muerte de Whitney Houston no sorprendió a nadie. Era un evento que todos parecían estar esperando. La misma noche en que fue encontrada, en el mismo hotel, se celebraba la fastuosa fiesta anual que Clive Davis, su mentor y descubridor, organiza en la velada previa a la entrega de los Premios Grammy.
Mientras los forenses analizaban la escena en que fue encontrado el cadáver de Whitney, mientras sus restos eran transportados a la morgue, la industria, sus colegas, enemigos, cantantes y productores, músicos y letristas, cuatro pisos más abajo, en el salón principal del Beverly Hotel, tomaron, cantaron y bailaron toda la noche. La previsible muerte del mayor talento vocal de las últimas generaciones no alteró sus planes. El show debe continuar.