Rolf recibió instrucciones precisas de su padre. Debía utilizar un pasaporte falso. Una vez que arribara a San Pablo, tenía que pasear por la ciudad unos días y permanecer en el hotel para asegurarse que nadie lo siguiera. Si descubría que lo vigilaban, debía tomar el primer avión que saliera hacia Alemania.
Por infobae.com
El día acordado, Rolf inició una particular travesía, con varias escalas preventivas.
Rolf tomó tres taxis. Al bajarse del último caminó más de diez cuadras hasta llegar al lugar en el que lo esperaba el destartalado Volkswagen del matrimonio Bossert, los protectores y amigos de Josef, su padre. Ellos lo llevaron hasta el lugar en el que estaba él. Desde la ventanilla del auto, desde lejos, Rolf pudo ver una casa bastante humilde, casi una choza. En la puerta distinguió a un anciano que esperaba de pie.
Al bajar del auto se encontró con un hombre vencido, un viejo frágil con lágrimas cayendo por sus mejillas. Parecía tener mucho más que 65 años. Su padre empezó a caminar hacia él. Por unos segundos los dos se detuvieron y se miraron a los ojos. Después siguieron hasta abrazarse. Rolf no sintió nada, sólo incomodidad. Puso atención en la carne flácida, sin vida de la espalda, en los huesos puntiagudos. Buscó que surgiera algún sentimiento, que esas manos añosas apretándolo le brindaran una calidez que siempre le faltó, una calidez que se dio cuenta en ese momento que había ido a buscar. Pero nada pasó: sólo estaba ahí, entre ellos, la incomodidad y una distancia insalvable que no podía solucionar un abrazo. Necesitó ese contacto físico para darse cuenta que estaba en presencia de un extraño.
Ni siquiera apareció la compasión por ese hombre mayor evidentemente quebrado y hasta algo asustado.
Era octubre de 1977 y Rolf Mengele se encontraba después de más de dos décadas con una sombra que lo había perseguido toda su vida, con su padre, Josef Mengele, el Ángel de la Muerte de Auschwitz.
Esta es una historia de incomprensión. Propia y ajena. La vida de Rolf Mengele fue, sigue siendo a sus 78 años, un viaje arduo por las rutas del pasado atroz. Pareció que su único objetivo vital, o tal vez el principal, fuera el de tratar de entender. Pero lo que había hecho su padre era tan inhumano como incomprensible.
Hay una cita del novelista norteamericano Richard Ford que se adecúa de manera perfecta a la historia de los hijos de los genocidas nazis: “La comprensión incompleta de la vida de nuestros padres no es algo que los afecte a ellos. Nos afecta solo a nosotros”.
La historia de los hijos de los jerarcas nazis está llena de dolor, desprecio y desesperación. Algunos de ellos negaron a sus padres, otros (no demasiados) condenaron enérgicamente sus crímenes, muchos los justificaron y hasta los defendieron, y los que pudieron ocultaron su pasado para intentar vivir una vida normal, aunque nunca lo consiguieron.
Rolf Mengele abandonó su apellido para adoptar el de su esposa y así intentar tener una vida más tranquila.
¿Cómo puede reaccionar un hijo ante el dato de que su padre es un asesino de masas? No hay respuesta posible. Resulta inimaginable para gran parte de la población. Tan inhumano es lo que hicieron que convirtieron a sus propios hijos en otras de sus víctimas. Que se haya visto afectada su capacidad crítica es, al menos, plausible. No se puede exigir demasiada lucidez cuando los afectos, los propios recuerdos, la negación y lo aberrante se amontonan. Un posible enfoque es el de comprobar hasta qué límites puede llegar la capacidad de negación cuando los afectos están involucrados.
No hay un linaje genocida. Ellos no cometieron esos crímenes. Pero esos crímenes pesan sobre ellos, los afectaron, tuvieron una presencia, física y pesada, en su vida. Una presencia permanente e imborrable. El apellido como estigma, como maldición.
Sus apellidos los obligaron a actuar como culpables. A defenderse incluso antes de sufrir algún comentario reprobatorio, a acostumbrarse a recibir la mirada reprobatoria, a no poder superar el pasado, a rendir cuentas por los crímenes de otros. Y a vivir con vergüenza.
Desde su huida al final de la guerra favorecida por su condición de médico y por haberse negado, años antes, a tatuarse el grupo sanguíneo en su cuerpo, Josef Mengele utilizó muchas identidades falsas. Eso le permitió escapar durante años de sus perseguidores. Fue Fritz Ullman en las primeras semanas después de la victoria aliada gracias a unos documentos que robó a un compañero de fuga. Fue también Fritz Hollman, tras adulterar esos mismos papeles. Bajo el nombre de Helmut Gregor hizo la Ruta de las Ratas y llegó a refugiarse a la Argentina. Murió en una playa brasileña bajo el nombre de Wolfang Gerhard.
También fue el Tío Fritz para su hijo. Un tío que tras la guerra había ido a vivir a Sudamérica y que enviaba cartas desde allí y que en 1956, cuando Rolf tenía 12 años los acompañó en unas vacaciones de ski en los Alpes suizos. Un viaje que Rolf siempre recordó con cariño y alegría.
Pero poco tiempo después la madre le contó la verdad. Su padre no estaba muerto. Era Josef Mengele y era quien se hacía pasar por su tío Fritz. A Rolf, como es natural, le costó asimilar la noticia. Debía convivir con una nueva realidad. Su padre no estaba muerto y además era un criminal de guerra nazi, uno de los peores, posiblemente el más macabro, el más sádico. Lo único que persistía, lo único que no había cambiado era la ausencia, ese vacío que parecía perpetuo y contra el que a partir de ese momento, sin saberlo y casi sin quererlo, comenzó a batallar.
Muy pronto se supo quién había sido Mengele. Médico y antropólogo, se unió al Partido Nazi en 1938. Fue alistado en el ejército alemán y participó en varias campañas. Fue condecorado en un par de ocasiones por su accionar en el frente de batalla hasta que una herida lo postró por varios meses. Ya no pudo acompañar a las tropas cómo médico.
Consiguió un puesto administrativo pero se aburrió rápido. Pidió ser destinado a Auschwitz. Llegó al infame campo de concentración en 1943. En muy poco tiempo fue sumando funciones y ganando poder. Se convirtió en el encargado de “La Selección”. Decidía sobre el destino de los recién llegados en los trenes atestados.
En medio de la muerte y del hambre, Mengele refulgía en su delantal blanco siempre impecable, guantes del mismo color y una vara estrecha y larga en una de sus manos. Él separaba -con un sólo movimiento de vara, un latigazo al aire- a los que eran aptos para el trabajo (esclavo) y quienes serían desechados, a quienes matarían de inmediato, siguiendo un camino que aparentaba normalidad pero sólo era un organizado y cruel pasillo que conducía a las cámaras de gas.
No era una tarea difícil. Cualquiera la podía hacer. Era muy evidente quién pertenecía a cada grupo, a pesar de que mientras transcurría la guerra y los Aliados y los rusos se acercaban, la criba se puso menos exigente. Algunos testigos, unos pocos sobrevivientes, afirman que lo que distinguía a Mengele era la fruición con que encaraba la tarea. Su forma de ejecutarla tenía otra peculiaridad. Personas con discapacidades evidentes, que otros hubieran enviado de inmediato a las cámaras de gas, eran separadas por él en un tercer grupo. Serían a partir de ese momento sus conejillos de indias, carne de los experimentos más crueles de los que se tenga conocimiento.
En Auschwitz encontró el lugar ideal para continuar con sus investigaciones genéticas. Su presencia en la llegada de los trenes no era necesaria pero él no quería que ninguno de sus “potenciales experimentos” se le escapara. Hermanos mellizos, enanos y personas con anomalías físicas. A quienes elegía los sometía a los tratos más crueles y macabros, según él en aras del avance científico.
Sus experimentos, en busca de un linaje perfecto, en pos de la creación y perpetuación de la raza superior, fueron criminales.
Inoculó tifus en pacientes, inyectó sustancias en los ojos de varios niños para intentar cambiarles el color, extirpó ojos de personas vivas para ver cómo eran por dentro, para intentar entender su funcionamiento, mató personas para extirparles órganos, mató hijos delante de sus madres y hasta cosió a dos hermanos gemelos entre sí para recrear el comportamiento de los siameses: las costuras se infectaron y la gangrena consumió a los hermanos.
Esa supuesta tarea científica, con muestras que enviaba a Berlín, abultadas anotaciones y sus aires de importancia, no eran pruebas ni experimentos. Se trataron de torturas, mutilaciones y homicidios. Muchos de los cuales ejecutó él mismo. Un monstruo que encontró en ese ámbito deshumanizado, en el que la vida no valía nada, la excusa perfecta para desarrollar su perversidad.
En 1977 y después de varios años de intercambios epistolares entrecortados y fríos, Rolf se decidió a visitar a su padre que ya se encontraba escondido en Brasil, después de haber vivido en Argentina y Paraguay.
Cuando le expresó que necesitaba saber qué había pasado en Auschwitz, escucharlo en persona, su padre le respondió: “No tengo el más mínimo deseo de justificarme, ni siquiera de disculparme, por ninguna de mis decisiones, acciones o conductas a lo largo de mi vida. Mi paciencia tiene un límite”. Aunque después de ocuparse de otras cuestiones y detenerse en las indicaciones para no ser detectado por las autoridades brasileñas pero muy especialmente por los cazadores de nazis, cerró la carta en otro tono: “Es casi imposible para mí expresar cuánto esperé este encuentro”.
Rolf no viajó con las manos vacías. Su padre le pidió que le llevara de Alemania algunas cosas que no conseguía en Brasil. Se debe reconocer, al menos, que las pretensiones fueron módicas: unos repuestos para la afeitadora eléctrica, un diccionario latín-inglés, las memorias de Hans Rudell, el aviador estrella de la Luftwaffe (que fue recibido en Argentina después de la guerra y desde allí inició sus actividades neonazis, sus negocios y su red de protección a los oficiales nazis que arribaban a Sudamérica: tuvo una fluida relación con Perón y también con Mengele en sus años argentinos), unos libros de Ovidio en los que el poeta latino se lamentaba por su exilio de Roma, y algunos cassettes.
El hijo también le llevaba una suma de dinero nada despreciable para la época. 5.000 dólares que los familiares en Alemania habían recolectado para Josef.
Al día siguiente se sentaron frente a frente y comenzaron a tener la charla que el hijo había ido a buscar. Le preguntó por Auschwitz y lo dejó hablar, no lo interrumpió ni repreguntó durante horas. Quería, necesitaba, entender la posición de su padre. Pero las explicaciones y justificaciones fueron pobres y confusas. Josef Mengele blandía argumentos pseudocientíficos, teorías endebles que terminaban siendo manifestaciones racistas y antisemitas. Cuando terminó fue el turno de las preguntas del hijo.
¿Por qué permaneció en Auschwitz? ¿Qué fue lo hizo? ¿Era cierto que él era el que hacía las selecciones? ¿Había experimentado y cometido actuales crueles con muchos de los detenidos, utilizando como cobayos para experimentos inhumanos?
Las respuestas eran repeticiones de lugares comunes, prejuicios escupidos con odio mal simulado, casi supersticiones lógicas, sin la menor base científica.
Para Josef el problema era el hijo y su generación. Jóvenes blandos, dispuestos a ceder, que no entendían la magnitud del problema.
Cuando la conversación se centraba más sobre los hechos, sobre Auschwitz, sobre los experimentos atroces, el padre afirmaba que él no había hecho nada malo, que eran infamias, que sólo cumplía órdenes y que hasta salvó vidas, que a los que sacó de la selección obvia, a los no aptos (por sus discapacidades evidentes) que separó para hacer pruebas con ellos y sus cuerpos, sólo les evitó la muerte inmediata. Luego profundizó el argumento. Sostenía que las selecciones que hacían los nazis en el ingreso a los campos de concentración eran similares a lo que sucedía en cualquier hospital de campaña bélico, que ante la falta de tiempo y de recursos los médicos debían optar entre los pacientes, se dedicaban a los que tenían mayores posibilidades de sobrevida.
Si alguna de las preguntas de Rolf era más insidiosa que la anterior, o demostraba de manera más cabal su incredulidad, el padre levantaba la voz: “¿Cómo mi propio hijo va a creer eso? ¿Cómo mi propia sangre va a pensar que soy capaz de esas cosas?”.
Ante su proclamación de inocencia, Rolf le dijo por qué no iba a Alemania y repetía lo mismo ante los tribunales que lo buscaban desde hacía décadas. Como si dejara una verdad irrefutable, respondió: “Imposible. No hay jueces. Sólo seres horribles que buscan venganza”.
Rolf supo que la conversación no tenía sentido. Que su padre nunca le iba a decir la verdad, ni que iba a expresar arrepentimiento o remordimiento. Ya no volvió a sacar el tema durante las otras dos semanas que se quedó con él en esa vivienda precaria de San Pablo.
Cada uno de esos días, casi a cada hora, se preguntaba por qué no regresaba a su vida cotidiana y se alejaba de ese hombre, al que casi no conocía, al que no le creía nada y al que durante buena parte del tiempo que compartían le producía desprecio. Siempre la respuesta era la misma: ese hombre, aunque a él no le gustara, era su padre.
Hay una historia de otro hijo de un nazi que grafica la situación. Se llamaba igual que su padre. Martin Bormann. Era sacerdote, tenía setenta años y aceptaba una entrevista con un periodista tras haberla postergado varios meses. La conversación fue fluida, más de lo que los dos habían supuesto. Se mostraba dispuesto a responder, sin evitar temas incómodos. Y una vez que creyó haber ganado su confianza, el periodista hizo la pregunta que lo había llevado hasta allí. ‘Cómo convivía con que cada vez que era mencionado en un libro o en los medios, su padre encarnaba la imagen del mal, de lo inmoral, de lo brutal’. Esa actitud serena que había transmitido a lo largo del encuentro, se evaporó de inmediato.
De su billetera extrajo un pequeño y añejo papel doblado en cuatro. Los bordes amarillos y deshilachados demostraban que tenía muchos años. Lo desplegó y le mostró qué decía ese papel. En caligrafía armoniosa y firme se leía: “Hijo de mi corazón. Ojalá te pueda volver a ver muy pronto. Papá”. Esa nota de 1943, más de medio siglo después, seguía conmoviendo a Martin Bormann hijo. Cuando levantó la cabeza dejó ver sus ojos cubiertos por las lágrimas. Luego se explicó (o se excusó) ante el cronista: “Entiéndame. Esta es la imagen que yo tengo como hijo. Y no me la dejo quitar. Me opongo a perderla”.
Martin Bormann, el padre, había sido el secretario personal de Adolf Hitler y jefe del Partido Nazi. Su poder en Alemania solo era superado por el de Hitler. Su hijo, apenas pudo, entró al seminario y se ordenó como sacerdote: misionó durante décadas en África, intentando escapar de su destino, del peso de su apellido, de los crímenes del padre. Debió volver a Alemania por una enfermedad. En ese momento se dedicó a una fundación cuyo principal fin era no dejar que la memoria de las atrocidades de la Shoah pereciera. Dedicó su vida a difundir lo aberrante de las acciones de su padre y el resto de los líderes nazis, para que eso no volviera a suceder. Sin embargo, a pesar de poder ver la verdad, no podía dejar de querer a su padre.
Rolf Mengele no volvió a ver a su padre. Quince meses después de su encuentro le avisaron que había muerto en una playa brasilera. Era febrero de 1979. Rolf viajó, otra vez con sigilo, a Brasil para recoger algunas pertenencias de su padre. Y para despedirse. Recién en 1985 se divulgó que Mengele había muerto y el matrimonio que lo había asistido y ocultado en los últimos años de su vida, develó en qué lugar estaba enterrado. Después siguió un intrincado proceso para identificar el cuerpo. Informes odontológicos, radiografías. Unos años después, con los avances científicos, Rolf dio una muestra de ADN (después de resistirse un tiempo). Ya no quedaron dudas: el que se había ahogado en Bertioga, el pequeño pueblo costero de San Pablo, era Josef Mengele, el Ángel de la Muerte.
Muchos le reprocharon que no hubiera avisado de la muerte de su padre, que haya permitido que lo siguieran buscando, que persistiera la incertidumbre. Otros también señalaron que debió haber denunciado su paradero mientras estaba vivo. Él explicó que no dijo nada porque no quería complicar a quienes habían cuidado de su padre en los últimos años. Y que no tenía obligación de declarar en contra o denunciar a un familiar tan cercano, que estaba protegido por las leyes alemanas.
Que ese hombre, al fin y al cabo, era su padre.