En junio de 1965, seis chicos del internado de Nukualofa, el St. Andrew’ s College, en Tonga, robaron un bote, lo llenaron de snacks y se echaron al mar en busca de aventuras. A ninguno se le ocurrió llevar una brújula siquiera. El mayor apenas tendría quince. Pensaban llegar a Fiji, pero se durmieron en la travesía y los despertó una tormenta. Pasaron ocho días a la deriva hasta que avistaron una isla rocosa sin la menor idea de dónde estaban. Quizás la palabra isla sea excesiva, parecía más bien una piedra tirada por Dios, que como sea era la salvación. Y como en El señor de las moscas (1954) de William Golding, los chicos deciden mantener un fuego perpetuo hasta ser rescatados. Pero ya sabemos lo que pasa en la novela, los chicos ingleses abandonan sus formas civilizadas y se agreden entre sí, tres de ellos mueren. En cambio los muchachos del St. Andrew’ s College hacen el pacto de cuidarse unos a otros y lo cumplen por un año y tres meses. Tiempo no exento de angustias, enfermedades y accidentes, como puede esperarse en un lugar tan inhóspito. Fueron rescatados, de milagro, por el capitán australiano, Peter Warner, el 11 de septiembre de 1966.
Lo cierto es que la novela de Golding, escrita sobre la idea de la naturaleza del “hombre malo” que solo mantiene a raya las “tinieblas” por una delgada “capa de barniz” civilizatorio, es desmentida por esta aventura real de los chicos del internado cristiano de Nukualofa. Para el historiador Rutger Bregman, en Dignos de ser humanos (Anagrama, 2021), esta idea del hombre malo no es natural sino aprendida, una especie de “nocebo” (contrario al placebo) que nos hace creer que estamos enfermos de maldad. Para Bregman la bondad es natural en el ser humano y abunda en momentos históricos que lo demuestran. Yo pienso ahora en los héroes de Fukushima, en 2011, sabiendo que iban a una muerte segura, ingresaron a ese infierno para mitigar los daños que pudiera causar a otros. Chernobyl también reúne momentos similares: los ingenieros Alexei Ananenko, Valeri Bezpalov y Boris Baranov, llamados el “escuadrón suicida”, que se ofrecieron a drenar el reactor para evitar un desastre mayor sin detenerse a priorizar su salud. Bregman está seguro de que la “mayoría de la gente es buena” y, si somos capaces de comprenderlo, habría chance de cambiar la forma de ver el mundo.
Sin embargo, según Freud, heredamos el placer de matar y, Maquiavelo, nos pinta hipócritas y desagradecidos. El cristianismo, por su lado, explica esta naturaleza a causa del pecado original. El extraño caso del Doctor Jekyll y Míster Hyde (1886), de Stevenson, nos enfrenta a esta dicotomía y, junto a la novela de Golding, conforman dos grandes paradigmas del hombre malo, insensible, como el señor Meursault de Camus. La literatura universal podría funcionar como “nocebo”. Al punto que, trato de pensar una novela, o personaje, que vaya en sentido contrario y no la veo; si acaso Job, aunque lleva la marca del pecado original. Pero quien reduzca la idea del “hombre malo” a cuestiones piadosas, desconoce su alcance para la convivencia social donde la confianza es básica. Y si confiar es traspasar al otro mis incertidumbres, ¿cómo puedo hacerlo si creo que ese otro es malo? La desconfianza da paso entonces a la sociedad de control por estricta necesidad. Dice Byung-Chul Han que la sociedad de la transparencia es la sociedad de la desconfianza, donde la única opción es, precisamente, el control. Así ponemos coto a nuestros bajos instinto y cedemos nuestra libertad.