“Reportero fui cuando aún madrugaba un bachillerato trasnochado; reportero, cuando la muerte de mi primer compañero Eugenio Hernández me entregó una responsabilidad que no entendía exactamente; reportero, siempre reportero, desde que me asaltó la emoción de la noticia y fraguó en mis venas la sangre de la vocación inesperada”. Federico Pacheco Soublette, citado por Eleazar Díaz Rangel (1963).
La noche transcurría tranquila dando paso al otro día. La edición del día siguiente del diario El Nacional en Caracas había sido completada y esperaba solo que las rotativas hicieran su trabajo. Federico y sus colegas, como era su costumbre, se congregaron a conversar y libar en el bar homónimo que se encontraba en la planta baja del edificio del periódico en El Silencio.
El asesino entró al bar, quien sabe si queda o ruidosamente. Federico no se sorprendió de verlo, lo conocía bien y sabía de sus amenazas. Había sido su amigo y eran parientes políticos. Sin mediar mucha discusión y por motivos que en la distancia ya no es importante dilucidar, sacó su arma y le disparó a quemarropa.
Así transcurrieron los últimos momentos del entonces jefe de Redacción del diario El Nacional, Federico Augusto Pacheco Soublette (6/05/1927-19/03/1963). Como si fuera uno de los sucesos que le apasionaba reportar, su muerte fue dramática y quizás ni siquiera inesperada. No le dio tiempo de últimas palabras, de eso se encargarían sus colegas periodistas, tanto amigos como adversarios, que mucha tinta derramaron en los días siguientes.
Pacheco Soublette, como a su padre Luis Julio le gustaba que se firmaran sus hijos, empezó desde muy imberbe a ser periodista. Aún antes de la mayoría de edad, y sin mucha educación formal, trabajaba ya como reportero en las páginas de deportes del diario Panorama en Maracaibo, bajo la tutoría del legendario Alejandro Borges.
Una de sus columnas en Panorama llamó la atención de esa leyenda del periodismo venezolano, Abelardo Raidi, a la sazón jefe de las páginas deportivas de El Nacional, quien la reprodujo en el diario capitalino el 3 de mayo de 1944. A juzgar por la carta que le envía Federico a Abelardo, lejos de molestarse por la reproducción inconsulta, ve una ventana de oportunidad por la que decide asomarse sin timidez.
“Asiduo lector de su página deportiva, leo siempre todo cuanto en ella se escribe, especialmente sus reseñas… Pues figúrese mi sorpresa cuando al abrir el diario y hojear la página de deportes del miércoles 3 de mayo, encontré inserta en ella una crónica que había escrito en Panorama el domingo 1… Es por eso que, abusando de su bondad, me permito enviarle una pequeña crónica con carácter de exclusividad para su página deportiva. Y si esta tiene su aceptación, puede estar seguro de que contará en Maracaibo con un consecuente colaborador… Me llamo Federico Pacheco S., pero mi seudónimo es Freddie Palmer. Lo que da igual, pues al fin son las mismas iniciales; y por ahora ‘olvide el tango’”.
A mano escribió Federico: “Le envío mi cara de esperpento. Vale”.
A partir de esa interacción con Raidi, Federico labró una ascendente carrera en el periodismo venezolano que lo llevó de vuelta a Caracas a trabajar en El Nacional y otras organizaciones. Autodidacta, como la mayoría de los periodistas de la época, inteligente, de aparente pluma fácil. Amiguero y bon vivant -a juzgar por las cosas que escribió, disfrutaba la vida nocturna- que me dicen era común en su gremio. Su grupo de amigos, la élite del periodismo venezolano: Miguel Otero Silva, Abelardo Raidi, Francisco “Gordo” Pérez, Óscar Yanes, Germán Carías, Arístides Bastidas, Cuto Lamache, José Suarez Núñez y tantos otros a quién tuve el gusto de encontrarme en el camino más adelante y oírlos decir con afecto: “¿Tú eres hijo de pachequito?”, que también les pasó mucho a mis hermanos.
Periodista, relacionista, diplomático, cantante y tantas otras cosas. Amaba la vida y disfrutaba de todos sus placeres. Su faceta doméstica, como era de esperarse -sin pasar juicio- fue tormentosa. En fin, una vida plena truncada muy temprano. No puedo decir que lo conocí bien, yo era un niño viviendo en otra ciudad, pero he reconstruido memorias a partir de leer su trabajo y de conversaciones con mis otros hermanos.
Federico Pacheco Soublette escribió de todo y sobre muchas cosas: deportes, política y farándula. Entrevistas, crónicas y reportajes. Sus columnas: “Epistolario Deportivo”, “Así es la Provincia”, “Torre de Control” (el aeropuerto y sus pasajeros como fuente de noticia) y “El Recadero Municipal”, son solo una muestra de su ecléctico trajinar por la prensa. Como muchos otros garabateó uno que otro poema, pero el tiempo no le alcanzó para transitar hacia la literatura -si es que le interesaba.
Una lectura en diagonal del trabajo publicado que he podido encontrar (entre 1946 y 1963) me lleva a concluir que si algún don tenía era describir lo ordinario como si fuera extraordinario y viceversa. Hasta no hace mucho El Nacional premiaba a su mejor corresponsal con un reconocimiento en su nombre.
A los 60 años de su desaparición física, y en homenaje afectuoso a sus años frente a la máquina de escribir, reproduzco aquí una de sus entregas de “El Recadero Municipal”, que encuentro especial por la crítica no tan velada que se hace a sí mismo y a sus colegas escribidores.
***
Al Amigo que Me Recomendó un Libro
Federico Pacheco Soublette
13 de marzo 1957, El Nacional
Hace muchos años -en esa época que nosotros mismos damos en llamar “romántica”- abandoné las comodidades metropolitanas para intentar una aventura periodística en el interior, de manos de una persona que parecía tan romántica como yo y que, a la postre, resultó todo lo contrario. Con Caracas conservaba, apenas, el contacto de algunos amigos que, de vez en cuando me enviaban alguna que otra carta en la cual, ingenua o perversamente, me revelaban las tentaciones de la capital, regodeándose en mortificarme con el recuento picaresco de lo que ocurría y dejaba de ocurrir, en torno a las caderas de determinada vampiresa, por entonces muy boga. Uno de esos amigos, entrañable, compañero eterno de esas mínimas inquietudes callejeras que parecen ser el signo de nuestra generación -no de poetas, ni de intelectuales, sino de modestos reporteros- de una manera u otra, aludía en sus cartas a la lenta, agobiadora y delicada tarea de escribir y citaba, como ejemplo, el caso de Flaubert, en “Madame Bovary”.
Con el tiempo, y ya de regreso a Caracas, mi amigo confesó que se había equivocado de palmo a palmo. La obra que Flaubert había elaborado con tanta paciencia y meticulosidad no era, de manera, alguna, “Madame Bovary”. Era, pobre de él, “Salambó”. Y pedía, confuso, perdón una y mil veces por el incalificable error histórico.
Leído Pancho Solapas:
Esta carta o breve recado municipal -como verás se te asemeja una barbaridad-. Es casi puro epígrafe. Casi todo “solapas”, como tu apellido y como tus lecturas. He sido siempre un indisciplinado en esa materia. Leo, sin embargo, despacio, muy lentamente ya no por disciplina -que nunca la tuve y menos para tan pequeño menester- sino, tal vez, porque soy cerrado de entendederas y trabajo me cuesta comprender y sacarle provecho a los libros que caen en mis manos, que son muy pocos y casi siempre extraídos de la biblioteca de un amigo. No, no me refiero ti personalmente. Pero si supieras la mar de veces que he descubierto que esas bien nutridas bibliotecas que despiertan en mí un malsano sentimiento de envidia ante inalcanzables niveles de cultura no son, en infinidad de casos, sino pura ostentación, artimaña y decorado, parte del Juego del mobiliario. Cuántas veces, querido Solapas, he tenido que valerme de un mísero cuchillo o de una oscura lima de uñas y de bolsillo para deshonrar las vírgenes páginas de tomos que parecían cansados de soportar inteligentes lecturas. Después de esas experiencias, créeme que sospecho de todo aquel que, en sus conversaciones -y no es tu caso- cita autores y habla de libros con una autoridad solemne, como si en las veinticuatro horas del día no despegase los ojos de sesudos libracos y como si en las circunvoluciones cerebrales operase todo un índice de la literatura y del saber universales. ¿Por qué dudo, Pancho? Es terrible. La conjuntivitis no proviene, como mal creía, del incendio de las pestañas, en la fiebre de la lectura. No, querido Pancho. Oculista amigo a quien acabo de consultar sobre una molestia parecida me ha dicho que la conjuntivitis no tiene causa específica. -Tú vas mucho al cine. O ves mucha televisión… -me dijo. Y yo le di la razón.
II
No sé si te acuerdas de aquel joven nervioso, de ojos desorbitados que dio mucho que hablar en nuestro tiempo. Lo teníamos por un intelectual, por una promesa de las letras venezolanas. Él, sin embargo, se tenía por más. No lo decía, no lo pregonaba. Había algo, no obstante, que denunciaba al genio, al superdotado. Se metió en honduras. Comenzó a escribir cuatro o cinco obras al mismo tiempo y era, apenas, un imberbe, en quien recién apuntaba el bozo. En el fondo -y desde nuestro plano inferior de hombres normales- nosotros le admirábamos. Yo le admiré más desde aquel día en que se dignó dirigirme tres o cuatro palabras en la calle. Había escrito, por esa época, algunos reportajes frívolos, con la intrascendencia y falta de seriedad que siempre me ha caracterizado. Nuestro genio, casi en un susurro, me hizo una revelación asombrosa.
-Tú tienes influencia de John Doss Passos. No la tenía, no la podía tener por la sencilla y única razón que nunca había leído a tal autor, pero de todas maneras me sentí muy orgulloso. Y comenzó entonces para mí, una accidentada carrera por el camino de la literatura. Posteriormente, encontré que, a juzgar por mis amigos, tenía influencias de Azorin -válgame, Cervantes- y de Jardiel Poncela. De mis amigos es la culpa si yo he bebido en esas fuentes, sin resultados positivos. Desde entonces para acá he leído cuanto libro me han recomendado. Sabía, interiormente, que algo me faltaba. Cada vez que tú hablabas de la obra flaubertiana, citándola como modelo de estilo, de dedicación, me sentía como reo de un crimen horroroso. Yo todavía no conocía a “Salambó”. ¿Y qué ocurrió? Que un buen día, de lance, adquirí el libro. Me defraudó. Era un “sopena”, muy humilde, muy flaco. Te lo mostré, con orgullo, blandiéndolo como un pabellón glorioso.
-Al fin, Pancho, al fin leeré a Salambó. Tú lo tomaste, lo hojeaste y confesaste, con un rubor de seminarista que apenas lo conociera, que nunca lo habías leído. Para ti no era sino un desconocido de quien se ha hablado en bien y en mal y a quien al pronto, no reconocemos al cruzar la calle.
Créeme sinceramente tuyo hasta el índice de los capítulos.
—
*El Collage es cortesía del autor, Luis A. Pacheco, al editor de La Gran Aldea.
—
*Non-resident fellow at the Baker Institute Center for Energy Studies.
Este artículo se publicó originalmente en La Gran Aldea el 20 de marzo de 2023