Pero la demanda es determinante y, así también, la rentabilidad de los hidrocarburos. El pasado 2022 arrojó notables beneficios para todas las corporaciones. Como muestra, la ganancia neta de Aramco, empresa estatal de Arabia Saudita, alcanzó la exorbitante suma de US$161 millardos, producto de una conjunción de altos precios atizados por la invasión rusa a Ucrania, mayores volúmenes y márgenes positivos de refinación. Arabia Saudita proyecta aumentar su producción actual de 11.5 a 13 millones de barriles diarios en 2027.
En EE.UU., en una decisión sorpresiva, el president Biden aprobó la perforación petrolera masiva en el oeste ártico de Alaska, una inversión de US$8 millardos que producirá unos 600 millones de barriles durante los próximos 30 años y se estima generará una “huella de carbono” de 280 millones de toneladas métricas. Una decisión a contramano de su promesa electoral de ejercer “una justicia ambiental”.
El propósito de acelerar el reemplazo del petróleo por fuentes alternas y alcanzar las metas de reducción de emisiones de CO2 prescritas en el Acuerdo de París y otros importantes compromisos, se dilata en el horizonte. Hoy se reedita una suerte de Oil rush con inversiones enormes no solo de los productores tradicionales, sino también de actores emergentes como Guyana, Brasil o Uganda.
La rica Venezuela petrolera, marginalizada por la devastación y el pillaje durante estas dos últimas décadas, es convidada de piedra en esta historia.