Veintiún mil setecientos sesenta y ocho muertos son muchos muertos. Si aparecen un mal día, convertidos en esqueletos, mal enterrados en un bosque, desenterrados por lobos hambrientos y con un balazo en la nuca, todos con un balazo en la nuca, esos muchos muertos es el resultado de una matanza imposible de aprehender con las escasas armas que para lo inhumano tiene la mente humana.
Por infobae.com
Sin embargo, así aparecieron los cadáveres de la elite de la oficialidad del ejército polaco el 13 de abril de 1943, hace ochenta años, en el bosque de Katyn. Un asentamiento rural vecino, dieciocho kilómetros, a la ciudad de Smolensk, en la Rusia occidental, a orillas del río Dnieper y a trescientos sesenta kilómetros al suroeste de Moscú. Todos aquellos oficiales polacos, de tradición antisoviética, fueron asesinados por orden de José Stalin, el entonces líder de la URSS, a quien todavía Adolf Hitler no le había declarado la guerra. La matanza ocurrió en abril de 1940. Pero cuando fueron descubiertos los cadáveres en abril de 1943, ya Hitler había invadido Rusia y la URSS y el Tercer Reich estaban inmersos en una lucha brutal, decisiva para la guerra.
Los alemanes descubrieron los cadáveres. Supieron enseguida que había sido una matanza encarada y llevada adelante por los rusos., Los rusos dijeron que los matadores habían sido los alemanes. Y las potencias aliadas, en especial Estados Unidos y Gran Bretaña, callaron porque necesitaban a Stalin como a un aliado más y no como un enemigo en potencia por culpa de veintiún mil cadáveres.
En el medio de la geopolítica en llamas de aquellos años, se metieron los lobos. De no haber sido por ellos, tal vez la matanza no se hubiese descubierto nunca. Y los asesinos de Stalin hubiesen salido impunes de haber matado a 21.768 polacos; o, como planeó Stalin, hubieran ido a parar a los nazis, perdedores de la guerra y expertos en matanzas y genocidios. Durante años el mundo creyó que los nazis o los rusos eran los autores de la matanza. Daba igual: era la certeza de que, con Hitler y Stalin, dos gigantescas mentes criminales se habían enfrentado, dispuestas a todo. Aquel fue un duelo entre grandes criminales de guerra. La verdad tardó años en saberse. Recién en los años 80, y cuando Mikhail Gorbachov alentaba la democracia y la transparencia en la URSS, la matanza del bosque de Katyn quedó revelada en todo su espanto.
En abril de 1943, la zona de Smolensk y de Katyn estaba en manos alemanas. El oficial alemán Rudolph Christoph Freiherr von Gersdorff ordenó que un comando de la Whermacht se encargara de eliminar a aquella manada gigantesca de lobos que había caído como una plaga en Katyn y que amenazaba a sus tropas.
Von Gersdorff era uno de los jefes de la ocupación alemana en Polonia y era también un tipo con una historia singular. A esa altura de la guerra sabía que vivía de regalo: un mes antes, había intentado asesinar a Hitler en un atentado suicida, pero su plan falló y no fue detectado. Si algo se filtraba, le esperaba el paredón. Sus mandantes en el complot le sugirieron marchar al frente ruso para hallar al menos una muerte heroica en combate, de modo que von Gersdorff actuaba como un jugado en el frente oriental, y le ponía el pecho a los rusos que se le venían encima después de la recaptura de Stalingrado, de la rendición del ejército del mariscal Von Paulus y del inicio de la contraofensiva del Ejército Rojo que tenía como destino final Berlín. Sobrevivió a la guerra y murió en Múnich en enero de 1980.
El 13 de abril de 1943, las tropas de von Gersdorff se internaron por fin en el bosque de Katyn y lo que descubrieron los llenó de espanto, pese a que estaban más que curados de esas sensiblerías. Vieron a lo lejos una gigantesca cruz hecha con dos abedules y. a sus pies, una enorme cantidad de huesos que se asomaban a la luz, como una tétrica flora desconocida. Eran huesos humanos, desenterrados por la voracidad de los lobos. Excavaron. Así dieron con una gigantesca fosa común que albergaba a miles de cadáveres, la mayoría de oficiales del ejército polaco dados por desaparecidos cuando la ocupación soviética de la zona.
Los cuerpos, desenterrados a medias por los lobos, estaban apilados en hasta doce capas superpuestas de cinco filas de quinientos cadáveres cada una. Y tres metros de tierra encima. Muchos tenían sus manos atadas a la espalda, vestían el uniforme de oficiales polacos y llevaban sus documentos en los bolsillos. Todos tenían la huella de un balazo en la nuca. Aquella imagen de hace ochenta años guarda una extraordinaria similitud con las imágenes de hoy que muestran las matanzas rusas en la Ucrania invadida por Vladimir Putin. Polonia era entonces para Stalin lo que Ucrania es hoy para Putin. Y los métodos de Putin son similares a los de Stalin.
Los alemanes ordenaron y llevaron adelante las autopsias de los restos de Katyn y permitieron actuar a la Cruz Roja polaca: también invitaron a oficiales aliados y a cientos de testigos para dejar en claro que los asesinatos habían sido obra de los soviéticos. Pero los soviéticos le echaron la culpa de la masacre a los alemanes. Empezó así un largo mal entendido que duró medio siglo y estuvo signado por la hipocresía, la mentira y el encubrimiento por parte de Gran Bretaña y Estados Unidos, que primero necesitaban a Stalin como aliado y, terminada la guerra, decidieron callar.
Cuando Hitler penetró en Varsovia, el 1 de septiembre de 1939 y cuando regía un pacto de no agresión entre Hitler y Stalin, alemanes y soviéticos también invadieron Polonia. Ambos invasores tomaron miles de prisioneros, entre ellos, a oficiales polacos. Los militares polacos presos de los rusos se habían ofrecido como voluntarios para luchar contra los nazis. De sus dos históricos enemigos, eligieron ir contra Hitler. Sin embargo, todos fueron encerrados en varios campos de concentración rusos, en especial en tres: Kozielsk, Starobielsk y Ostáshkov.
A los dos primeros fueron a parar los oficiales de las fuerzas armadas polacas. En Ostáshkov fueron encerrados policías, funcionarios, intelectuales y científicos y disidentes soviéticos, que fueron ejecutados de inmediato. Se habló mucho y siempre de los campos de concentración nazis durante la guerra y poco y nada de los campos soviéticos.
El 5 de marzo de 1940, el gran verdugo de Stalin, Lavrenti Beria, jefe del temible NKVD, el Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos, precursor de la KGB que dirigiría Putin antes de hacerse con el gobierno de la Federación Rusa, elevó a Stalin una nota en la que recomendaba la ejecución de 14.700 prisioneros de guerra y de 11.000 nacionalistas y contrarrevolucionarios polacos, todos detenidos en campos de prisioneros de la URSS instalados en la parte oriental de Polonia, en Ucrania y en Bielorrusia. El polvoriento hilo de entonces, llega hasta el drama de hoy.
Beria, que era una especie de bestia criminal sin límites, no firmó su nota a Stalin en soledad. La rubricaron los miembros más granados del estalinismo: Viacheslav Molotov, Kliment Voroshilov, Mijail Kalinin, Lazar Kaganóvich y Anastas Mikoyán, que fue figura poderosa en los años de la Guerra Fría, como presidente del Presidium del Soviet Supremo, sin que los crímenes de Katyn le afectaran demasiado la conciencia.
Stalin usaba un tosco lápiz de dos puntas, una roja y una azul, con el que firmaba los documentos de gobierno. Con rojo firmaba las sentencias de muerte, según Simon Sebag Montefiore, su minucioso biógrafo británico. Pero estas sentencias de muerte las firmó con la punta azul, como si fuesen una cuestión de estado. Lo era. Cuando se descubrió la masacre del bosque de Katyn, que dio origen a una investigación sobre el paradero del resto de los asesinados, la URSS rompió relaciones con el gobierno polaco en el exilio, con sede en Londres.
La historia de esas relaciones es de una impresionante crueldad. El líder del gobierno polaco en Londres era el general Wladyslaw Sikorski. El 3 de diciembre de 1941 había viajado a Moscú y había encarado a Stalin para preguntarle por el paradero de miles de oficiales polacos, hechos prisioneros en 1940 y de los que no se sabía nada. Sikorski no era tonto y sospechaba cuál era el destino de aquella elite de oficiales valerosos que, en 1939, habían cargado a caballo contra los tanques de Hitler.
Stalin, que había firmado la orden de ejecución de todos ellos, le mintió con un descaro y un cinismo inhumanos: dijo a Sikorski que los prisioneros se habían fugado, todos, y que era muy probable que se hubieran refugiado en Manchuria, ¡a seis mil kilómetros de Polonia! Como si fuese posible que veintiún mil personas fugaran al mismo tiempo e iniciaran, sin hacerse notare, una larga marcha hacia los confines de la URSS.
Fue recién cuando los cadáveres se desenterraron en Katyn que Stalin cambió la fuga a Manchuria por la barbarie nazi y culpó de los crímenes que él había ordenado a las tropas de Hitler. Sikorski abogó siempre porque el mundo supiese la verdad y que había sido la URSS la que había asesinado a gran parte de la fuerza militar de Polonia. Así fue hasta el 4 de julio de 1943, cuando Sikorski y su hija murieron al estrellarse el avión en el que acababan de despegar de Gibraltar.
Todas las víctimas de Katyn fueron matadas con una precisión y un esmero dignos de una intervención quirúrgica y no de un asesinato en masa. Los documentos oficiales aseguran que los 21.768 polacos fueron ejecutados al menos en tres sitios diferentes. Quienes estaban internados en el campo de Starobielsk fueron muertos dentro de la prisión del NKVD en Járkov, la estratégica ciudad ucraniana bombardeada hoy por Putin, y enterrados en fosas comunes en Piatijatki. Los oficiales de policía, funcionarios, intelectuales, artistas, científicos y disidentes presos en Ostáshkov, fueron asesinados en la prisión del NKVD de Kalinin y enterrados en fosas comunes en Médnoye. Quienes estaban prisioneros en Kozielsk fueron a parar al bosque de Katyn.
Los detalles de los asesinatos les fueron explicados a Dmitri Tókarev, el ex jefe de la Junta de Distrito del NKVD en la ciudad de Kalinin. Tókarev elaboró un informe en el que reveló que las ejecuciones empezaban por la tarde y terminaban al amanecer. Se iniciaron el 4 de abril de 1940, a un mes de la nota presentada por Beria a Stalin. La primera noche fueron asesinadas trescientas noventa personas y los verdugos admitieron que, además de un trabajo duro, era casi imposible matar a tanta gente en tan poco tiempo. Las tandas se redujeron entonces a doscientas cincuenta personas por noche.
Mataron a todos de un balazo en la nuca con una pistola alemana Walther PPK y con municiones de fabricación alemana, enviadas todas desde Moscú, con lo que quedó claro a los investigadores que la intención original de Stalin había sido culpar a los nazis de la matanza. La pistola Walther era el arma reglamentaria de la Gestapo y los soviéticos la juzgaban más confiables y cómodas que sus propias pistolas semiautomáticas TT-30. Alemania las había cedido a Stalin luego de la firma del tratado de no agresión entre los dos países, firmado en 1939.
Los condenados eran llevados a una celda aislada de las prisiones; el sonido de los disparos era cubierto por los motores de máquinas ruidosas encendidas toda la noche, o disipados por el efecto de ventiladores gigantes.
Los condenados eran llevados en tren hasta Smolensk y en autobuses hasta una casa convertida en cuartel general soviético. Allí, de uno en uno, eran arrastrados hacia una celda aislada, las manos atadas a la espalda y baleados en la nuca; los cadáveres eran sacados de la celda por una puerta trasera, cargados en camiones y llevados a una enorme fosa común, abierta por excavadoras. En otros casos, los condenados eran empujados hasta el borde de la fosa y baleados también en la nuca. La matanza se produjo entre abril y junio de 1940 con un solo día de descanso: el 1° de mayo, día del trabajador ruso.
Una vez descubierto los cadáveres en 1943, los alemanes permitieron actuar a la Cruz Roja polaca, convocada por el gobierno de Sikorski en el exilio. Eso fue lo que movió a Stalin a romper relaciones con los polacos exiliados. Ocho días después del hallazgo de los cadáveres en Katyn, Stalin escribió una carta a Winston Churchill en la que justificó su ruptura con Sikorski y volvió a mentir sobre la matanza. Stalin, que había firmado con su lápiz azul la condena de casi veintiún mil personas, escribió a Churchill: “El gobierno del señor Sikorski no ha vacilado un instante en sacar partido de la campaña difamatoria organizada por los fascistas alemanes contra la Unión Soviética, respecto al asesinato de ciertos oficiales polacos que ellos mismos encontraron en el sector de Smolensk, territorio bajo ocupación alemana (…) El gobierno Sikorski no ha impugnado las infames calumnias fascistas, tan afrentosas para la URSS; es más, ni siquiera ha estimado oportuno formular pregunta alguna sobre el asunto o solicitar una aclaración al gobierno soviético (…)”.
Nadie se tragó las mentiras de Stalin. Los aliados no las respondieron, con lo que se hicieron cómplices de la URSS porque valía más tenerla como aliada, ahora que la guerra empezaba a poner a los alemanes en fuga hacia Berlín, que echar luz sobre la muerte de aquellas veintiún mil personas. Churchill, que tampoco era tonto, le contestó a Stalin cuatro días después, el 25 de abril. Le hizo saber que no se había tragado sus mentiras de la única forma que encontró para hacerlo sin revelar lo que intuía o sabía, que Stalin era el asesino: Churchill defendió a Sikorski, le dijo a Stalin que no creía que el polaco estuviese codo a codo con Hitler, como sostenía el líder ruso, y esgrime una especie de cuidadosa y resignada capitulación ante la furia del soviético: “(…) Conozco bien al general Sikorski y estoy seguro de que ningún contacto o compromiso puede existir entre él, o su gobierno, y nuestro común enemigo, contra el cual él conduce a los polacos a una resistencia severa y pura (…) Yo voy a intentar poner sordina a los diarios polacos que se publican en Inglaterra y que atacan, de una parte, al gobierno soviético y, de otra, a Sikorski por sus tentativas de trabajar en común con el gobierno soviético (…)”.
En Estados Unidos, el gobierno de Franklin D. Roosevelt también guardó silencio sobre el caso. Los documentos desclasificados y publicados por el Archivo Nacional de Estados Unidos revelaron en 2012 que Roosevelt había recibido varios mensajes codificados que sugerían que habían sido los soviéticos, no los alemanes, los autores de la masacre de Katyn. Y que la estrategia de guerra valoró más evitar el enojo del líder de la URSS.
Las mentiras de Stalin eran destruidas también por el testimonio de los pobladores vecinos de Katyn y de Smolensk, que habían visto llegar a los oficiales polacos en trenes de ganado custodiados por soviéticos. Y hablaban. Habían sido trabajadores esclavos polacos en manos de los rusos quienes habían plantado aquella cruz de abedules que descubrieron los soldados de von Gersdorff cuando llegaron a Katyn, para exterminar a los lobos hambrientos que habían desenterrado parte de los cadáveres. Hasta los diarios españoles fieles al generalísimo Francisco Franco, aliado de Hitler en la guerra, acusaban sin miramientos a los soviéticos de la matanza. Y los alemanes que desenterraron los cadáveres tenían pruebas irrefutables del accionar de las tropas de Stalin: entre la tierra removida del bosque de Katyn, en la gran fosa común, habían hallado algunas monedas y botones de uniformes, perdidas en el fervoroso transporte de los cadáveres: eran rusos, no alemanes.
Recién en los años 80 la verdad salió a la luz. Años antes, en 1946 y antes de morir, el profesor Nikolay Burdenko, padre de la cirugía moderna en la URSS y que había sido jefe de la comisión investigadora estaliniana sobre Katyn, admitió que su informe final había sido falso por orden de Stalin. Burdenko vio todo, supo todo y calló todo por temor a represalias. Su confesión desató un escándalo en Occidente, y una comisión del senado americano, encabezada por quien había sido embajador de Estados Unidos en Varsovia, Arthur Bliss, recogió valiosos testimonios, entre ellos el de un prófugo polaco que testificó con el rostro descubierto y reveló haber visto las ejecuciones al borde de la fosa común, desde un escondite en el bosque de Katyn: “Mientras un guardia sostenía al prisionero, que tenía las manos atadas, otro le llenaba la boca con aserrín para que no gritara. Un tercero le daba el balazo en la nuca”.
A la muerte de Stalin, en 1953, su sucesor, Nikita Khruschev, que inició un proceso de “desestalinización”, quiso revelar la verdad sobre Katyn y atribuirle a Stalin la pesada responsabilidad que había tenido. Pero se opuso el dirigente Wladyslaw Gomulka, titular del poderoso Partido Obrero Unificado Polaco, quien juzgó que esa verdad podía lastimar la moral de los polacos y la credibilidad de la URSS en Polonia.
Mijaíl Gorbachov logró que el Politburó soviético aprobara la publicación de los documentos sobre la matanza y, en 1990, entregó una copia de esos documentos, entre ellos la terrible nota de Beria a Stalin, a su par polaco, el general Wojciech Jaruselski: la URSS había admitido su crimen. Días después, el 15 de abril de ese año, Jaruselski rindió homenaje a los muertos en Katyn, que finalmente se calcularon, sólo en aquel bosque desolado, en unas quince mil personas.
La masacre de Katyn, descubierta hace ochenta años por lobos, mira desde el pasado a Ucrania, a otras matanzas y a otros lobos.