Cuando Einstein decidió que iba a morir y por qué su cerebro terminó escondido en una caja de sidra

Cuando Einstein decidió que iba a morir y por qué su cerebro terminó escondido en una caja de sidra

Albert Einstein murió el 18 de abril de 1955, a los 76 años, y luego de dejar instrucciones precisas para el después: no quería funeral, ni tumba, ni monumento (Bettmann Archive)

 

Cuando vio llegar a la muerte, la abrazó. A él, ese oscuro personaje no iba a engañarlo. La esperaba. Dos años antes había escrito una carta a la reina madre de Bélgica: “Es curioso, pero cuando nos vamos haciendo viejos vamos perdiendo la íntima identificación con el aquí y el ahora; nos sentimos trasladados al infinito, más o menos solitarios, sin esperanza ni miedo, como meros observadores”.

Por infobae.com

Ahora, Albert Einstein yacía en una cama del hospital de Princeton, en cuya Universidad había desgranado los últimos años de su talento. Lo había derrumbado un aneurisma de aorta abdominal, había sido operado en 1948, y se negó a volver al quirófano. “Quiero irme cuando quiero. Es de mal gusto prolongar artificialmente la vida. Hice mi parte. Es hora de irse. Y lo haré con elegancia”.

Quiso saber si su fin iba a ser doloroso. Él, que lo había avizorado todo, desde el pasado hasta el futuro del Universo, estaba desvalido frente a esa cruel enemiga. Sus hijos lo encontraron desfigurado por el dolor y por la palidez de la muerte inminente.

Le asustaba, o temía que no es lo mismo, el dolor físico. Y los médicos no supieron qué decirle. En todo lo demás, Einstein estaba tranquilo. Nueve meses antes había escrito: “Es muy frecuente que los hombres piensen con terror en la muerte. Es uno de los medios de que se sirve la naturaleza para conservar la vida de la especia. Desde un punto de vista racional, este terror no tiene justificación, pues quien haya muerto o no haya nacido todavía, no puede padecer ningún accidente. En pocas palabras, es un terror estúpido, pero inevitable.”

Murió el 18 de abril de 1955, hace hoy sesenta y ocho años, a los setenta y seis años y luego de dejar instrucciones precisas para el después: no quería funeral, ni tumba, ni monumento. Quiso ser cremado y que se mantuviera en secreto el destino de sus cenizas, para que ningún lugar del mundo pudiera convertirse en un relicario al que la gente “vaya a adorar mis huesos”. Conocía al ser humano y también temía esa dudosa cualidad que tiende a la adoración, a la idolatría facilonga, al éxtasis contemplativo. No estaba muy equivocado.

Pese a su deseo de ser cremado, y lo fue, su cerebro se mantuvo intacto. Se apropió de él Thomas Harvey, el patólogo encargado de la autopsia: lo extrajo, se lo guardó sin que la familia Einstein, ni nadie, lo supiese, lo metió en un recipiente plástico con formol, lo cortó en láminas, lo fotografió hasta el cansancio en busca de la cualidad que había hecho a su dueño un amo del universo y disfrazó todo de un acto en favor de la ciencia. Por fin se iba a saber qué tenía Einstein en la cabeza.

Es probable, casi seguro, que Harvey estuviese como un cencerro, pero su interrogante era el mismo que había signado la infancia del genio. Su familia también quiso saber siempre qué tenía en la cabeza aquel chico. Albert tardó mucho en aprender a hablar y los padres pensaron en algún retraso mental. A lo mejor, el chico pensaba y nada más: “As… Así que éste es el mundo… Qué se podrá hacer con él…” Eso es muy común en los chicos. Pero la familia le sacudió la pasión por la música, en especial su madre y por el violín; un tío ingeniero le acercó libros de ciencias, un amigo de la familia, médico, le llevaba libros y revistas científicas para que mirara las ilustraciones. Al final, todo un símbolo, cuando aprendió a decir las primeras palabras, pasados sus tres años, cayó enfermo y pasó varios días en cama. Su padre le acercó un entretenimiento: una brújula y Einstein diría más tarde que aquella aguja que siempre apuntaba al mismo sitio sin estar atada a nada, lo fascinó. Y así fue cómo empezó a interesarse en el fenómeno del magnetismo.

Después armó la que armó: reveló al mundo los orígenes, el desarrollo y el futuro del Universo; elaboró la teoría de la relatividad especial y de la relatividad general, predijo los agujeros negros y reveló la emisión de electrones que se produce cuando la luz incide, en determinadas condiciones, sobre una superficie determinada. Por eso le dieron el Nobel de Física en 1921. Para explicarlo más simple: cada vez que cruzamos una célula fotoeléctrica y se abre una puerta ante nosotros, honramos a Einstein y a sus revelaciones.

Por eso Harvey, perdón por la insistencia pero el tipo estaba como una puerta giratoria, quería saber qué tenía Einstein en la cabeza. Y cómo había sido que un simple mortal hubiera desentrañado los confines del Universo y cómo y por qué se movían como se movían los elementos esenciales de la naturaleza. Ahora, robarse el cerebro del genio para averiguarlo, suena a chaleco de fuerza.

La de Harvey era una curiosidad natural, si se quiere y para hablar un poco en su imposible defensa. A Einstein no le dieron el Nobel de Física por su teoría de la relatividad porque el científico que tenía que juzgarla no la entendió. Y el jurado del Nobel, que tampoco debe haber entendido mucho, temió que esa teoría fuese errada. En líneas muy generales, Einstein dedujo un Universo en el que tiempo, espacio, masa, energía y luz eran casi una sola cosa. Pero mientras los primeros cuatro elementos eran elásticos, por así decirlo, mutables y hasta impredecibles, lo único constante era la velocidad de la luz. De allí su famosa fórmula expresada en un garabato simple y preciso:

E=MC2

La energía de un cuerpo en reposo, E, es igual a su masa, M, multiplicada por la velocidad de la luz, C, al cuadrado. Einstein incorporó sus teorías físicas al estudio del origen y evolución del Universo, sobre la producción, transformación y velocidad de la luz, y sobre los misterios más inquietantes del cosmos: cómo es que mueren las estrellas, qué son y qué sucede con los agujeros negros. Varias de sus teorías recién pudieron ser probadas ya entrados los años 80 del siglo pasado, cuando los adelantos técnicos permitieron, por ejemplo, lanzar el telescopio espacial Hubble, capaz de medir lo que el genio había medido en su cabeza, o con las últimas fotografías de los agujeros negros captadas en 2019.

Pero además, Einstein parecía el más común de los mortales. Tenía una vida sentimental agitada y un poco cochambrosa; llegó a decir en cuanto a preferencias femeninas, “cuanto más plebeyas, sudadas y olorosas, mejor”; tuvo una hija que desapareció de la vida familiar y nunca se supo si murió o fue entregada en adopción; de su correspondencia se deduce que se sintió atraído por su hijastra y también que, entre sus numerosas relaciones extramatrimoniales, aventuras casuales y encuentros sexuales con simple espíritu recreativo, mantuvo una relación con una espía rusa.

Lo que hizo Harvey fue algo que por lo general hacen en los hospitales: extraer órganos cadavéricos para llevar adelante estudios patológicos. Sólo que él lo hizo de modo furtivo, sigiloso y clandestino. El tipo podía tener las cuerdas desafinadas, pero no era estúpido: cuando estalló el escándalo y el hospital de Princeton lo echó a la calle, él ya había convencido al hijo mayor de Einstein, Hans Albert, para que le dejara conservar el cerebro de su padre para usarlo con fines científicos. Todos querían saber qué tenía Einstein en la cabeza.

Despedido de Princeton, Harvey fue contratado por la Universidad de Pennsylvania y allá fue, con el cerebro de Einstein bajo el brazo. Lo de bajo el brazo es figurado: se lo llevó diseccionado en 240 láminas finísimas, capaces de ser analizadas en el microscopio y conservadas en celoidina, una variante elástica y resistente de la celulosa. Después hizo doce juegos de doscientas diapositivas cada uno con muestras del tejido cerebral de Einstein y las envió a los más prestigiosos investigadores de la época. Harvey dividió el resto del cerebro en dos partes y las metió en dos recipientes con alcohol, formol o lo que sea que conserva el cerebro de los genios, se llevó todo a su casa y lo escondió en el sótano. Algunos investigadores arriesgaron luego que los recipientes eran dos “tupperware”, que habían salido al mercado con gran éxito en 1947, que había metido en una caja que había sido alguna vez de botellas de sidra, y que había ocultado todo bajo un enfriador de cervezas.

Einstein tenía un gran sentido del humor, era un humor fino, irónico, corrosivo; quién sabe cómo hubiese reaccionado ante el destino de su preciado cerebro, a resguardo del polvo eterno bajo un enfriador de cervezas. Era un destino brutal y ridículo para un hombre que creía que la ciencia facilitaba la huida del mundo vulgar: “Creo, con Schopenhauer, que uno de los motivos más fuertes que llevan al hombre al arte y a la ciencia, es la huida de la vida cotidiana, con su dolorosa brutalidad y su desesperada monotonía (…) Una persona de buen carácter desea huir de la vida subjetiva al mundo de la percepción y del pensamiento objetivo; este deseo se puede comparar con la nostalgia que impulsa al hombre urbano a cambiar su entorno bullicioso y estrecho por las altas montañas, donde la vida divaga libremente por el aire puro y tranquilo (…) El estado mental que permite a un hombre realizar un trabajo de esta naturaleza es semejante al del creyente o al del amante; el esfuerzo cotidiano no procede de un programa o de una intención deliberada, brota directamente del corazón”.

No creía en una idea de Dios. Nunca siguió credo religioso alguno. Sin embargo, creía en un Dios geométrico: “Un símbolo de la armonía del Universo, no un Dios personal que interviene en las vidas y los asuntos de la gente”. En 1920, envió una carta a la Asociación Central de Ciudadanos Alemanes de la Fe Judía en la que declaró: “Ni soy ciudadano alemán, ni hay nada en mí que pueda definirse como ‘fe Judía’. Pero soy judío y estoy orgulloso de pertenecer a la comunidad judía, aunque no los considero en absoluto los elegidos de Dios”. Jamás perdonó a Alemania sus atrocidades y el haber prohijado el Holocausto. Y lo dijo durante el nazismo y desde los Estados Unidos, como refugiado primero y como ciudadano de ese país luego. Sabía de qué hablaba. En diciembre de 1932 había escapado de Alemania a tiempo: un mes después de su salida hacia Estados Unidos, Adolfo Hitler se hizo coronar canciller del Reich.

Fue su decisión de ir contra el nazismo lo que llevó a Einstein a prohijar los estudios que iban a derivar en la primera bomba atómica. Siempre lamentó haber contribuido a esa creación pero, consciente de que había ayudado de alguna forma a que no fuesen los nazis quienes tuvieran primero aquella arma tremenda, nunca se arrepintió. Lamentar haber hecho algo sin arrepentirse es tan revolucionario para la moral como lo fue la teoría de la relatividad para la Física.

¿Qué tenía Einstein en la cabeza? Harvey vivió obsesionado con su tesoro escondido bajo un enfriador de cervezas. Su mujer lo acusó de maníaco, razones no le faltaban, lo abandonó y lo dejó en la ruina. Mientras los pedidos de Harvey a sus colegas para que analizaran las muestras cerebrales caían en la nada. Muy pocos aceptaron examinar las muestras, para dictaminar que el de Einstein no parecía un cerebro muy diferente al del resto de los mortales y que pesaba 1.230 gramos, un poco menos que el rango normal.

En 1978 llegó al periodista Steven Levy, del New Jersey Monthly, le llegó una información de esas que hacen detener el corazón de los hombres de prensa: “Hay un tipo que tiene el cerebro de Einstein en su casa”. Levy logró entrevistar a Harvey, que por entonces era supervisor médico en un laboratorio de pruebas biológicas y tenía 66 años, había nacido en octubre de 1912.

Levy hizo lo de todo buen periodista: chequeó sus datos con una fuente de primerísima mano: ¿Tenía el señor Harvey consigo el cerebro de Einstein? Harvey dijo que sí, claro, en el sótano, en una caja que había sido de botellas de sidra y bajo un refrigerador de cervezas.

La nota de Levy tuvo un título sensacionalista y atractivo: “Yo encontré el cerebro de Einstein”. Y armó tal escándalo que al menos un grupo de científicos de la Universidad de Berkeley pidieran Harvey algunas de aquellas muestras para analizarlas. Se encargó de todo la doctora Maran Diamond quien, en 1985, publicó un estudio en el que revelaba que Einstein tenía más células gliales que el común de los mortales. Las células gliales, o neuroglias, son más chiquitas que las neuronas, las triplican en cantidad y les dan apoyo: hacen que las neuronas funcionen mejor. Bueno, Einstein tenía cantidad de ellas.

Ya está. Eso tenía el genio en su cabeza. Más células gliales. ¿Tanto lío para eso? Debe haber infinidad de seres humanos con abundancia de células gliales y no son Einstein. O, peor, son genios del mal, asesinos, dictadores, fanáticos. Además de células gliales en cantidad, Einstein era un humanista, un amante de la libertad, un pacifista. No se le conoció participación política alguna, salvo contra dictaduras y autoritarismos.

En 1953, y ya enfermo, lo sorprendió en Estados Unidos la “caza de brujas” desatada por el senador republicano Joseph McCarthy, no se sabe si tenía, y cuántas, células gliales, que pasó a la historia como “macartismo”. Se trató de acusar de comunistas, en uno de los momentos más serios de la Guerra Fría, a políticos, pensadores, intelectuales, autores, escritores actores y hasta deportistas. Einstein escribió entonces: “El problema con que se encuentran los intelectuales de este país es muy grave. Los políticos reaccionarios han conseguido que el público mire con suspicacia todos los esfuerzos intelectuales. Para ello les ponen continuamente ante los ojos el fantasma de un peligro exterior. Hasta ahora, han conseguido lo que se proponían y ahora van a pasar a suprimir la libertad de enseñanza y a quitar de sus puestos a todos los que no estén dispuestos a someterse, con lo cual los condenarán a morir de hambre. ¿Qué debe hacer la minoría de los intelectuales para enfrentarse a este mal? Francamente, el único camino que veo es la actitud revolucionaria de no cooperación (…)”

Más allá de la cantidad de células gliales en su cerebro, Einstein era un melómano convencido y practicante. A todas partes iba con su violín, aquel en el que su madre le había enseñado las primeras notas. Su músico era Mozart. Cuando alguien quería convencerlo de que el grande era Beethoven, Einstein, el de las células gliales, decía que Beethoven creaba su música, sí, pero: “La música de Mozart es tan pura que parece haber estado desde siempre en el Universo, en espera de que alguien la descubra”.

Ni espacio, ni masa, ni energía, ni luz, ni física: música.

Harvey se nefregó en todo aquello. Había cortado las láminas del cerebro de Einstein con un cuchillo de cocina que sólo usaba para eso, bueno fuera, y las enviaba por correo a los científicos que se las pedían, sumergidas en el líquido que mejor conservara esas cosas y en unos frascos de mayonesa que, al parecer, Harvey consumía de modo compulsivo. Años después, la BBC dio a luz un documental sobre la vida de Harvey, que ya rondaba los 80, donde se lo veía deambular por el sótano de su casa, con un frasco de mayonesa en la mano, y cortar una pieza del cerebro de Einstein sobre una tabla de quesos con aquel cuchillo de cocina de uso único.

Nadie investigó nunca, ni falta que hizo, la cantidad de células gliales del cerebro de Harvey. Pero, en todo caso, no le daba el hándicap para investigar él mismo y pedía socorro para que alguien calmara su obsesión nutrida con mayonesa. Todavía faltaba un capítulo, igual de delirante, para poner fin a la odisea del cerebro de Einstein. En 1996 el periodista y escritor Michael Paterniti volvió a encontrar a Harvey que ahora tenía 84 años y trabajaba en una fábrica de plásticos de Kansas. Y lo convenció para que ambos encontraran a la nieta de Einstein, Avelyn, que vivía en California, para entregarle lo que quedaba del cerebro de su ya legendario abuelo.

Harvey y Paterniti treparon a un viejo Buick Skylark, el último modelo había salido de fábrica en 1976, y se largaron de costa a costa, desde New Jersey hasta California, en un viajecito de seis mil cuatrocientos kilómetros a través de lo más profundo de Estados Unidos. Antes, por cierto, metieron al cerebro de Einstein en otro tupper y en el baúl del Buick.

Paterniti contó aquel viaje en su libro “Viajando con Mr. Albert”. A Paterniti el viaje de seis mil kilómetros le pareció el doble en compañía de Harvey que pasaba horas en silencio: “El Harvey que yo conocí era una persona amable y cordial. Pero caía en silencios profundos y podía pasar todo el tiempo que llevaba cruzar de un estado a otro sin decir una palabra. Creía que había hecho un favor a la ciencia al proteger y conservar el cerebro de Einstein en beneficio de las generaciones futuras”. Por fin dieron con Avelyn, la nieta de Einstein, que, como era previsible, no quiso saber nada con el cerebro, el tupper y el formol. Harvey murió el 5 de abril de 2007.

A Einstein tampoco le respetaron su deseo de que no lo recordaran con monumentos. Era imposible de cumplir. El hombre es lo que es, pero hay gente agradecida. Hay Einsteins de bronce por todo el mundo y en casi todos, su figura aparece con el aire juguetón, desenfadado y alborotado del Einstein violinista o amante, y no con el aire solemne del físico genial.

Qué menos para alguien que intuyó el rumbo del Universo y nos hizo más fácil la vida cotidiana: desde la luz al microondas, todo pasa por el viejo genio. Incluido ese café que hacemos durar hasta el final de una nota periodística. Bueno, ese café, lo calentó Einstein.

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